PICICA: "Nietzsche
hablaba de la mentalidad esclava para nombrar a los afectos
desprovistos de vitalidad: aquellos que están esclavizados al objeto
contra el cual reaccionan de manera visceral. Siglos antes, Baruch
Spinoza le dio a ese reflejo visceral e inconsciente de sí mismo un
nombre apropiado: las pasiones tristes, que son tristes justamente
porque no son libres y debilitan las pasiones creadoras: el disfrute, el
placer y la alegría."
El abismo de las pasiones tristes
por Gastón Gordillo
(http://spaceandpolitics.blogspot.com.ar/)
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Ezequiel Adamovsky lanzó el otro día en Facebook una pregunta políticamente urgente: ¿Cómo explicar que no está bien linchar a un ser humano? En
este texto canalizo una posible respuesta por el lado de los
afectos movilizados por los linchamientos: las emociones intensas que
les dieron vida. El entender la naturaleza del linchamiento como evento material que aparece, desaparece y deja heridas y muertos no pasa por variables abstractas “históricas”
o “sociales”, si bien ellas son el horno duro de la ecuación afectiva.
Entender el abismo del linchamiento requiere zambullirse en su
visceralidad de tipo animal: en la corporalidad violenta de multitudes
que se formaron de forma inmediata con el objetivo específico de pegarle
a una persona indefensa y desarmada con el objeto de matarla. Esta afectividad debe analizarse de manera etnográfica y geométrica: observando la intensidad, ritmo y niveles de negatividad creados entre cuerpos que compartenuna pasión por
matar a un ser humano inmovilizado, desarmado e indefenso. “La paliza
al chorro” de “la gente (blanca) decente que está harta” es el
malabarismo burgués-mediático para pasteurizar el horror de esa
materialidad visceral violenta que tiene un enorme contenido racial y de
clase, y cuyo motor son las emociones reactivas y tristes de cuerpos
esclavos de su propia pasión.
Poseemos
un documento etnográfico extraordinario sobre el intento de
linchamiento que tuvo lugar en el corazón de la Argentina blanca y
próspera, a dos cuadras del shopping Alto Palermo de Buenos Aires: la
escalofriante serie de tweets escritos en caliente por Diego Grillo Truba,
que describen con detalle el oscilar afectivo de una patota fuera de
control, “sacadísima” en Charcas y Coronel Díaz. Diego vio el tumulto y
se acercó a mirar. El torbellino de violencia que se había generado era
tan intenso que la experiencia lo conmovió y lo llevó a invocar “el
horror, el horror” de Apocalipsis Now, salvo que en este caso fue
un viaje al corazón de las tinieblas de la la Argentina del siglo XXI,
donde muchos se sienten rodeados de indios salvajes y claman una nueva
oleada de terror civilizador.
El
pibe había sido capturado tras haber arrebatado una cartera. En torno a
él, un agregado de cuerpos enfurecidos estaba pateándole la cabeza con
pasión. El portero que lo inmovilizaba pasó a tratar de salvarle la
vida. Pero la furia de las patadas era tal que pronto le dejaron al pibe
la cabeza "deformada" y ensangrentada. La sangre chorreaba hasta el
cordón de la vereda. Diego estaba paralizado pero que no le quedaba
duda: lo querían matar. Lo iban a matar. Una débil disonancia surgía de
un costado. Una mujer de mediana edad, conmocionada, pedía a los gritos
que lo dejaran, “¡que lo van a matar!” Los golpeadores la putearon,descontrolados, “¡Usted debe ser la madre y lo quiere proteger, hija de puta!” Varios la amenazaron con cagarla a patadas. “A vos también te doy, hija de puta.” Diego escribió que “lo que más asustaba era que querían atacar a quienes trataban de frenarlos”. Esa
multitud sacada era una usina de violencia lista para atacar a quien
sintiera la menor compasión por ese chorro negro de mierda.
Cuando la noticia fue cubierta por La Nación,
muchos lectores festejaron ese evento de horror y sangre como si Messi
hubiera hecho un gol de Argentina en el mundial, celebrando el castigo
al chorro hijo de puta igualmente “sacados”. Muchos reaccionaban de
manera violenta contra quienes les decían que sólo un fascista podría
celebrar un linchamiento. “Fascismo” es una palabra pesada y compleja,
pero que conlleva una disposición afectiva específica, que los fascistas
españoles e italianos de la década de 1930 articulaban en su entusiasta
grito de guerra: “¡Viva la muerte!”. El fascismo celebra la muerte de
seres humanos con pasión. Es por ello que los linchamientos
expresan una disposición corporal con un núcleo reactivo con elementos
moleculares proto-fascistas, o sea un fascismo rudimentario en formación
y con poca articulación consciente o ideológica. Cuando algunos
foristas de La Nación ponían comentarios razonables que
enfatizaban lo brutal y horrible de lo que se le hizo a ese pibe, la
mayoría respondía con una incontinencia verbal que vomitaba un
“¡kirchneristas, zurdos de mierda, hijos de puta, garantistas amantes de
los chorros y asesinos de mierda que nos roban y nos matan!” Lo que
distingue a la actitud reactiva es la puteada-reflejo: el “!hijo
de puta ‘concha de tu madre!” lanzado robóticamente como una negatividad
mecánica y vacía, evidencia de la tristeza que lo condena a obsesionar
sobre el objeto odiado.
Ese
remolino corporal había disuelto el raciocinio, el discurso, las
ideologías. Algunos de los participantes quisieron darle un nombre a su
emoción cruda, pre-discursiva. “¡Estamos hartos!” El hartazgo es
un reflejo reactivo, que reacciona en este caso contra el auge de robos y
crímenes en la ciudad y el país: el hecho de que la Argentina
kirchnerista sigue reproduciendo la desigualdad de un capitalismo sin
alma, emparchado con los recursos obtenidos por la destrucción sojera de
los últimos bosques del norte indígena y mestizo. Los negros-chorros,
por eso, acechan por doquier. Son como los malones que acechaban a la ciudad blanca desde
el desierto y horrorizaban a Sarmiento, y lo inspiraron a escribir ue
el enemigo de la nación argentina es y será la barbarie india-mestiza.
El
hartazgo de La Buenos Aires Blanca que se siente asediada por enjambres
imparables de negros-chorros se basa en silenciar el otro hartazgo
fundante de esta geografía de afectos fracturados. Como bien dice
Ezequiel Adamovsky en un tweet: “Justifican linchamientos por ‘el
hartazgo’. Se puede robar por hartazgo de no tener un peso? No? No todos
tienes derecho al hartazgo parece”. Este hartazgo popular, el de “no
tener un peso”, también genera en ocasiones pasiones violentas y
tristes, donde hombres y mujeres de clase media caen víctimas, a veces
mortales, de la desdicha proletaria y su desafío molecular a la
propiedad privada. Las pasiones de la gente de clase media que se
descontroló cerca del shopping son la reacción ciega, desesperada,
contra esta deriva de violencias populares, haciendo de la lucha de
clases un combate cuerpo a cuerpo, en las calles, regido por la lógica
militar amigo contra enemigo. La gran diferencia, aquella que nos
acercan a la verdad geométrica de este evento triste, es que cerca del
Alto Palermo la causa del sufrimiento y malestar que domina el
presente argentino fue atribuida a sus víctimas, reducidas a chorros de
mierda desprovistos de humanidad. Como diría mi colega Pablo Semán, las
geografías argentinas están cada vez más marcadas por el abismo de la desigualdad, que es también un abismo afectivo.
El abismo creado en Charcas y Coronel Díaz tenía un centro de gravedad:
el chorro. Su cuerpo era el planeta que atraía la violencia de la
constelación creada a su alrededor. El pibe era un objeto temido y
poderoso, que les demandaba, como un imán, que su
violencia civilizadora y purificadora del espacio convergiera sobre él. Los
tweets de Diego, no obstante, describen un momento surrealista en el
que la muchedumbre pareció reconocer su cobardía: el hecho de que le
pegaban sólo porque el pibe estaba paralizado, indefenso y abrumado en
su soledad. Uno de los tipos propuso, en una pausa entre golpe y golpe,
que en realidad se turnaran, como para que fuera un “uno a uno,” un
choque corporal menos desigual. Varios asintieron y entonces empezaron
“a darle”, esta vez, de a uno por vez, aparentemente conformes con ese
gesto de paridad inexistente. Qué manera notable de reconocer lo triste,
cobarde y pequeño burgués de su descontrol. Pero que manera notable,
también, de reconocer que en algo los afectaba esa saña ciega contra
ese centro de gravedad del que eran prisioneros.
Nietzsche
hablaba de la mentalidad esclava para nombrar a los afectos
desprovistos de vitalidad: aquellos que están esclavizados al objeto
contra el cual reaccionan de manera visceral. Siglos antes, Baruch
Spinoza le dio a ese reflejo visceral e inconsciente de sí mismo un
nombre apropiado: las pasiones tristes, que son tristes justamente
porque no son libres y debilitan las pasiones creadoras: el disfrute, el
placer y la alegría. La filosofía de los afectos de Spinoza, una geométrica metódica de cómo los cuerpos se afectan mutuamente, fue en parte producto de una experiencia personal que lo impactó: el
linchamiento en 1672 de los hermanos Johan y Cornellis de Witt, figuras
prominentes de la política holandesa del siglo XVII. Una muchedumbre
capturó a los hermanos cuando estaban indefensos y los asesinó de manera
sangrienta y encarnizada. La multitud desmembró los cadáveres y exhibió
sus fragmentos de carne, huesos y sangre en público, celebrándolos como
trofeos. La negatividad visceral era tal que la violencia continuó aún
después de su muerte, cuando la esclavitud ciega de esas pasiones
perdidas siguió magnetizada al fetiche-objeto convertido en cadáver, al
que no podía dejar de atacar y odiar. Es por ello que la filosofía de
Spinoza, cultivada con un ojo en aquel linchamiento, nos da elementos
para entender esta nueva oleada de pasiones tristes que recorre la
Argentina del presente.
La
violencia de las pasiones tristes no es cualquier violencia. Es una
violencia encarnizada. Es una violencia que rompe ese freno intuitivo
que han encontrado los estudios sobre las experiencias emocionales de
soldados en combate: que es más difícil matar a alguien cara a
cara, viéndole su rostro, que a la distancia. En el evento del
linchamiento, esa barrera se diluye. El encarnizamiento de la violencia
reactiva no conmueve al asesino, pues éste está convencido, a
nivel pre-discursivo, que lo que mata es una criatura peligrosa que no
es plenamente humana. Esta es la matriz de las grandes masacres en la
historia. Todo genocidio es un gesto ontológico que afirma que los
cuerpos a ser destruidos son diferentes, y lo serán siempre, en su ser profundo.
En el linchamiento se recrea esa microfísica primaria del afecto
genocida. Los relatos en los tweets escritos por Diego resuenan con la
experiencia de ex-combatientes de Vietnam que relatan en el documental Winter Soldier,
con lujo de detalles, cómo masacraban civiles vietnamitas sin sentir
nada porque estaban convencidos que eran criaturas salvajes que merecían
morir. Lo que une el linchamiento con el combatiente sin receptividad
empática es que esta es una reactividad, aún así, empapada de afectos,
pero con el giro triste de aquellos a quienes la generación de muerte y
violencia les genera un perverso placer. “¡Viva la muerte!”. Esta es la
satisfacción de darle al chorro o al gook vietnamita una violencia merecida.
Cuando
los tweets del linchamiento cerca de Alto Palermo tuvieron una difusión
viral, a Diego le llovieron tweets puteándolo de arriba abajo por haber
expresado horror frente a ese abismo de barbarie civilizatoria. Varios
le recriminaban, a las puteadas, que se había referido al chorro hijo de
puta como un “pibe.” Pablo respondió con entereza ética que así lo
había descripto porque así lo vio: como un pibe. En Rosario, David
Moreira, de 18 años, otro pibe, había sido asesinado unos días antes en
similares circunstancias porque la muchedumbre lo vio sólo como un
chorro hijo de puta. Los apasionados tristes que festejan el asesinato
de David y el intento de linchamiento en Palermo son una verdadera
legión en los foros de La Nación. Aparecen en masa y con su
verborragia iracunda y proporción de votos positivos prácticamente copan
el bastión mediático del clasismo racista de la vieja elite argentina.
Su argumento es notablemente transparente en su objetivo deshumanizante:
que el chorro no debe ser visto como un humano herido y
ensangrentado y en Rosario asesinado. Putean como enloquecidos a quienes
lo llaman “un pibe”. El negar el status de “pibe” a un humano
adolecente que robó es declarar públicamente que ese cuerpo-rata debe
ser liquidado como si fuera un animal, sin remordimientos, por más que
no haya matado a nadie. El acto del hurto sin uso de armas transformó a
ese adolescente tal vez harto de su vida precaria en una
sustancia inmutable que lo definiría en su totalidad ontológica: un
chorro que no merece vivir porque es un negro de mierda. El “a esos
negros de mierda hay que matarlos a todos”, tan común en el léxico
cotidiano de ciertos sectores argentinos, no es por ende una metáfora
inocente o exagerada: es la fuerza visceral que en ciertas
circunstancias sí asesina pibes vistos como negros de mierda.
La ironía, claro está, es que este bloqueo afectivo acentuaba las facetas animales de
la muchedumbre de clase media que se había transformado en una jauría
enardecida. Otro tweet notable de Diego, dice, cual si él fuera un
antropólogo observando una tribu extraña, salvaje: “Era como ver
animales. En los gestos no había restos humanos. Uno de los que lo
pateaba hasta tenía un hilo de baba colgando de la boca”. Estos cuerpos
vaciados de empatía humana son los que Clarín, La Nación y
el sobre todo el PRO humanizan y celebran como “la gente”: el eufemismo
humanizado que nombra una cierta normalidad de clase que excluye al
chorro. La gente que le teme al salvajismo de los negros abrazó con pasión ese
mismo salvajismo. Éste es el reflejo imitativo e inconsciente que
genera una alteridad ontologizada, y que Michael Taussig examina con
destreza en varios libros: el dialéctica entre imitación y alteridad en
el gesto del hombre civilizado que, imitando el salvajismo que él le
atribuye al salvaje-indio, castiga de manera salvaje y cruel a seres
humanos que él fetichiza como indios peligrosos.
Pero
la intensidad del evento del linchamiento es tal que su temporalidad es
inestable y por momentos se acelera o desacelera, y crea afectos
inesperados pero reveladores. Otro momento notable en la descripción
etnográficamente densa que nos llegan en los tweets. “De repente uno de
los que pateaba se apartó para tomar aire. Se sentó en el cordón de la
vereda. Tenía unos 30/35 años. Me le acerco y le apoyo la mano en la
espalda. ‘Ya está, flaco, basta, ya está.’ La animalidad de ese cuerpo
enardecido de repente se disipó. Diego sintió pena por él. La
descompresión creada por el acto de alejarse del imán que lo había
absorbido generó una ebullición de distinto tipo, la expresión más
humana de la tristeza. “El flaco sentado en el cordón, el que le habían afanado la cartera a la mujer, se empieza a agarrar la cabeza y a llorar. El
pibe alza la cabeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Me dice ‘le
afanó la cartera a mi mujer, el hijo de puta’”. El llanto del marido que
fue aterrorizado por el hurto marca la revelación del núcleo triste de
su pasión violenta. Pero no es claro si lloraba porque ese hijo de puta
le robó la cartera a su mujer, o porque él mismo lo molió a patadas y el
chorro quedó, como un pibe, sangrando, inconsciente, indefenso. Tal vez
fue la tristeza del reconocimiento tangencial de que acababa de salir
de un abismo alocado y sin fondo. El llanto que genera reconocerse a sí
mismo perdido en el vacío: la sensación de vértigo que lo obliga a parar
de pegarle al hijo de puta, alejarse, sentarse y llorar agarrándose la
cabeza.
Los
ritmos siguieron fluctuando. En un momento extraño apareció de entre la
turba un tipo que hizo un comentario de tipo racional, como si
quisiera, por fin, poner freno a esas pasiones violentas. Les dice a los
otros. “No
lo maten, no vale la pena. Si por mí fuera le vacío una 9mm en la
cabeza. Pero ya está, no vale la pena”. El lo mataría con un arma de
fuego, no a las patadas, sino reventándole la tapa de los sesos de un
balazo, tipo ejecución, como en la dictadura o en la época de la
conquista del desierto. Pero matarlo, en realidad (aunque él quiere hacerlo)
“no vale la pena”. Nueva confusión de afectos. No es claro si “no vale
la pena” porque ese hijo de puta es una basura sin valor, o porque
tenemos que aceptar que aunque no nos guste, los putos jueces
garantistas de mierda capaz que nos quieren juzgar y joder, como si este
chorro fuera humano y todo, con “derechos”. La puta que los parió. El
“no vale la pena matarlo” marca el reconocimiento de que estaban a punto
de cometer lo que, sin ambigüedad alguna, es el asesinato de un pibe
con el agravamiento de ensañamiento y alevosía.
Todo
terminó cuando, finalmente, llegó la policía. Los que más habían pegado
fueron los primeros en irse, o, mejor dicho, en escapar. Tal vez
sintieron miedo de que los agarraran. Era la admisión tácita de que el
chorro, después de todo, era un pibe. El torbellino se disolvió, dejando
como producto el cuerpo ensangrentado, que fue llevado al hospital. Hay
un tweet que muestra que esa jauría humana apareció, por un lado, de la
nada, en el sentido que en un momento su presencia era inexistente.
Pero esa masa sacada, claro está, no apareció de la nada: se formó por
la rápida agregación y afectación mutua de personas de clase media
“comunes y corrientes” que en otro momento uno pensaría que son amables,
tranquilos. “La gente”. Esta transformación de “la gente” de la Buenos
Aires normal en vectores indiferentes al dolor que inflige su violencia
es lo que Hanna Arendt llamó “la banalidad del mal”. “A ver si se
entiende: eran tipos normales, como ustedes o como yo. Y estaban
dispuestos a matarlo. Estoy seguro de que cualquiera de los que patearon
al pibe, en otra situación, uno les habla y parecen gente, buena
gente”.
Fuente: Lobo suelto!
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