agosto 25, 2014

"Foucault, ese bello peligro", por Martín J.P. Weber

PICICA: "Como ya habrá notado, estimadísimo lector, no es ésta una ponencia más sobre Foucault. Quienes tenemos ideas propias podemos prescindir de los mayormente estériles hábitos de la academia. No se encontrará aquí, tampoco, una nueva explicación del sistema, o de la obra, o de la vida de Foucault. Más aún, casi podríamos prescindir de tamaño personaje, sino fuera por la ineluctable presencia de un Foucault plenamente desconocido que aquí vamos a revelar."

por Martín J.P. Weber



Como ya habrá notado, estimadísimo lector, no es ésta una ponencia más sobre Foucault. Quienes tenemos ideas propias podemos prescindir de los mayormente estériles hábitos de la academia. No se encontrará aquí, tampoco, una nueva explicación del sistema, o de la obra, o de la vida de Foucault. Más aún, casi podríamos prescindir de tamaño personaje, sino fuera por la ineluctable presencia de un Foucault plenamente desconocido que aquí vamos a revelar.

En los congresos sobre Foucault no se lee a Foucault, sino a Deleuze. Pero Deleuze sólo ayuda a pensar (y son demasiado pocos los que aprehendieron la lección de pensar por cuenta propia, la enorme mayoría sólo repite sus categorías). Foucault, en cambio, penetra en lo concreto, en los cuerpos y en la historia.

Por eso, estimadísimo lector, olvidémonos de Deleuze y vayamos a leer a Foucault; vayamos a leerlo como se merece: a partir de una coyuntura y de unas ideas que nos le son propias. Como pensador  (un exceso sería llamarme filósofo), constato que la coyuntura actual se define por la existencia de una deprimente presencia de los cuerpos, siendo los cuerpos, por otra parte, un elemento secundario de aquello que la entera tradición francesa llama “sujeto”. Esa tradición, tan en decadencia como la corporalidad misma de la que tratamos, comienza con Descartes y termina  con Foucault. Todos los franceses relevantes, en efecto, piensa bajo la fórmula yo = x: “yo pienso”, “yo siento”, “yo percibo” (ergo, yo “existo”). Pero esta tradición ha muerto. De allí que podamos, sobre la tumba de Foucault, superarla.

De lejana inspiración en Leibniz y en el expresionismo alemán, la tesis que aquí intento desplegar afirma lo contrario: que la materialidad cuerpos es fundamental, y que no tiene nada que ver con un yo, ni con el ejercicio de una facultad fundamental. Antes que la luz, los cuerpos se vinculan a una fatalidad sombría y mayormente inoportuna. Cuerpo es, en principio, lo que se interpone entre esa luz (que los franceses enarbolaron como iluminismo) y mi tentativa fracasadas de deseo y comprensión. Salvo coyunturas particularmente “luminosas”, en que en el ensamble entre los cuerpos es espacioso y ligero –esos milagrosos momentos en los que el cuerpo que danza es tolerable y gracioso-, lo propio del cuerpo de los otros es echar sombra. El cuerpo, en efecto, molesta.

Me refiero, claro está, al cuerpo vivo; ese que desde el amanecer de los tiempos despierta los más perversos instintos: liquidar a los otros. O sencillamente dominarlos. En nuestra época, en cierto sentido más dulce, se trata tan sólo de gobernarlos. Ante el cuerpo de los otros, fuente de frustraciones e instintos paranoicos, nos volvemos asesinos o buscamos refugio en donde podemos. Cada quien según su naturaleza.

Mi naturaleza, no difícil de constatar, es próxima a la de Foucault. Como él, fui educado en un “medio médico”. Nada del cuerpo, por ello, nos es ajeno. Como él, soy heredero de un cirujano.  Como él, digo, hago de la estilográfica, un bisturí, y de la escritura sobre papel, una autopsia del cuerpo de aquellos sobre quienes escribo. No matamos, damos por muertos a los otros, para poder pensarlos. Pensar a los otros es pensarlos como cadáveres cuya clave hay que desmontar: “La hoja de papel es en mí el cuerpo de los otros”, dice Foucault (pero podría ser yo). O mejor esto: “escribir es en verdad habérselas con la muerte de los otros, pero esencialmente habérselas con los otros en cuanto ya están muertos”. ¡Cuánta verdad!

Este Foucault que reivindico –pagano y completamente antivitalista– es el que se encuentra en El bello peligro (Interzona, Bs-As, 2014), recién publicado en francés y ya traducido y editado en español. Escúchenlo: “Para mí la palabra comienza desde de la muerte y una vez establecida la ruptura. La escritura es para mí el desvío del después de la muerte y no el progreso hacia la fuente de vida. Quizás sea en esto como mi forma de lenguaje es profundamente anticristiana”. Sublime, completamente sublime.

La idea está clara. Ahora bien: en nuestro país, como en casi todo el resto, sobresale una especie inmunda, la de los discípulos. Foucault, nadie está exento de este mal, tiene aquí a los suyos. En este género menor del ramo comercial, que suele proliferar como quiosquerismo filosófico, se destaca  especialmente el compañero Tomas Abraham.

Es claro que ser foucaultiano no es repetir mal –es decir, fuera de toda coyuntura común- las palabras del maestro, sino tener problemas comunes con él. Tal es mi caso. Como Foucault, y a diferencia de la jirafa bíblica y exibicionista a la que de refilón me refiero, me refugio en la escritura para evitar contactos con los cuerpos de los otros.

Hay, en efecto, un Foucault de mentira, que circula en nuestros círculos universitarios y para universitarios sin mayores dificultares. No es Foucault, insistimos, sino puro deleuzianismo. Óiganlo de verdad al maestro y me dicen qué piensan: “Escribir es muy diferente de hablar. También se escribe para dejar de tener una cara, para ocultarse uno mismo bajo su propia escritura (…) para que la vida que se tiene alrededor, al lado, afuera, lejos de la hoja de papel, esa vida que es divertida sino aburrida y llena de preocupaciones,  que está expuesta a los otros, se absorba en ese pequeño rectángulo de papel”.

Y no es que la jirafa parlanchina sea deleuziana en vez de foucaultiana. Deleuze no se habría sentido plácido con ese rostro-jirafiano y ese parloteo televisivo. Fuera del circo y del zoológico, el pensamiento es inseparable de cierto pudor.

Habemus nuestros nietzschanos casto-capitalistas… ¡Al menos Castro –el otro tutor de Foucault en nuestras tierras– tiene un apellido a su altura! se sabe cura –sacerdote erudito, estilo petit Agamben-  y no pretende ser “discípulo” (bien haría Cavallieri en afiliarlos a ambos).

El tema, queridos lectores, sigue siendo el nihilismo. Pero no acomodarse, sino superarlo. Y eso, fuera del zoológico y del vaticano, no se hace con “la vida” como valor. Se lo hace denunciando la política de los cuerpos. Horribles sujetos gozando de sí mismos y frustrándose con los demás. Algún día la filosofía será foucaultiana: ese es mi propósito. Pero es en estos congresos de filosofía que esa vida pueda ser anunciada.

Fuente: Lobo Suelto

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