PICICA: "Como
ya habrá notado, estimadísimo lector, no es ésta una ponencia más sobre
Foucault. Quienes tenemos ideas propias podemos prescindir de los mayormente
estériles hábitos de la academia. No se encontrará aquí, tampoco, una nueva
explicación del sistema, o de la obra, o de la vida de Foucault. Más aún, casi
podríamos prescindir de tamaño personaje, sino fuera por la ineluctable
presencia de un Foucault plenamente desconocido que aquí vamos a revelar."
Foucault, ese bello peligro
por Martín
J.P. Weber
Como
ya habrá notado, estimadísimo lector, no es ésta una ponencia más sobre
Foucault. Quienes tenemos ideas propias podemos prescindir de los mayormente
estériles hábitos de la academia. No se encontrará aquí, tampoco, una nueva
explicación del sistema, o de la obra, o de la vida de Foucault. Más aún, casi
podríamos prescindir de tamaño personaje, sino fuera por la ineluctable
presencia de un Foucault plenamente desconocido que aquí vamos a revelar.
En los
congresos sobre Foucault no se lee a Foucault, sino a Deleuze. Pero Deleuze
sólo ayuda a pensar (y son demasiado pocos los que aprehendieron la lección de
pensar por cuenta propia, la enorme mayoría sólo repite sus categorías).
Foucault, en cambio, penetra en lo concreto, en los cuerpos y en la historia.
Por eso,
estimadísimo lector, olvidémonos de Deleuze y vayamos a leer a Foucault;
vayamos a leerlo como se merece: a partir de una coyuntura y de unas ideas que
nos le son propias. Como pensador (un exceso sería llamarme filósofo),
constato que la coyuntura actual se define por la existencia de una deprimente
presencia de los cuerpos, siendo los cuerpos, por otra parte, un elemento
secundario de aquello que la entera tradición francesa llama “sujeto”. Esa
tradición, tan en decadencia como la corporalidad misma de la que tratamos,
comienza con Descartes y termina con Foucault. Todos los franceses
relevantes, en efecto, piensa bajo la fórmula yo = x: “yo pienso”, “yo siento”,
“yo percibo” (ergo, yo “existo”). Pero esta tradición ha muerto. De allí que
podamos, sobre la tumba de Foucault, superarla.
De
lejana inspiración en Leibniz y en el expresionismo alemán, la tesis que aquí
intento desplegar afirma lo contrario: que la materialidad cuerpos es
fundamental, y que no tiene nada que ver con un yo, ni con el ejercicio de una
facultad fundamental. Antes que la luz, los cuerpos se vinculan a una fatalidad
sombría y mayormente inoportuna. Cuerpo es, en principio, lo que se interpone
entre esa luz (que los franceses
enarbolaron como iluminismo) y mi tentativa fracasadas de deseo y comprensión. Salvo
coyunturas particularmente “luminosas”, en que en el ensamble entre los cuerpos
es espacioso y ligero –esos milagrosos momentos en los que el cuerpo que danza
es tolerable y gracioso-, lo propio del cuerpo de los otros es echar sombra. El
cuerpo, en efecto, molesta.
Me
refiero, claro está, al cuerpo vivo; ese que desde el amanecer de los tiempos
despierta los más perversos instintos: liquidar a los otros. O sencillamente
dominarlos. En nuestra época, en cierto sentido más dulce, se trata tan sólo de gobernarlos.
Ante el cuerpo de los otros, fuente de frustraciones e instintos paranoicos,
nos volvemos asesinos o buscamos refugio en donde podemos. Cada quien según su
naturaleza.
Mi
naturaleza, no difícil de constatar, es próxima a la de Foucault. Como él, fui
educado en un “medio médico”. Nada del cuerpo, por ello, nos es ajeno.
Como él, soy heredero de un cirujano. Como él, digo, hago de la
estilográfica, un bisturí, y de la escritura sobre papel, una autopsia del
cuerpo de aquellos sobre quienes escribo. No matamos, damos por muertos a los
otros, para poder pensarlos. Pensar a los otros es pensarlos como cadáveres
cuya clave hay que desmontar: “La hoja de papel es en mí el cuerpo de los
otros”, dice Foucault (pero podría ser yo). O mejor esto: “escribir es
en verdad habérselas con la muerte de los otros, pero esencialmente habérselas
con los otros en cuanto ya están muertos”. ¡Cuánta verdad!
Este
Foucault que reivindico –pagano y completamente antivitalista– es el que se
encuentra en El bello peligro (Interzona, Bs-As, 2014), recién
publicado en francés y ya traducido y editado en español. Escúchenlo: “Para
mí la palabra comienza desde de la muerte y una vez establecida la ruptura. La
escritura es para mí el desvío del después de la muerte y no el progreso hacia
la fuente de vida. Quizás sea en esto como mi forma de lenguaje es
profundamente anticristiana”. Sublime, completamente sublime.
La idea
está clara. Ahora bien: en nuestro país, como en casi todo el resto, sobresale
una especie inmunda, la de los discípulos. Foucault, nadie está exento de este
mal, tiene aquí a los suyos. En este género menor del ramo comercial, que
suele proliferar como quiosquerismo filosófico, se destaca especialmente
el compañero Tomas Abraham.
Es claro
que ser foucaultiano no es repetir mal –es decir, fuera de toda coyuntura
común- las palabras del maestro, sino tener problemas comunes con él. Tal es mi
caso. Como Foucault, y a diferencia de la jirafa bíblica y exibicionista a la
que de refilón me refiero, me refugio en la escritura para evitar contactos con
los cuerpos de los otros.
Hay, en
efecto, un Foucault de mentira, que circula en nuestros círculos universitarios
y para universitarios sin mayores dificultares. No es Foucault, insistimos,
sino puro deleuzianismo. Óiganlo de verdad al maestro y me dicen qué
piensan: “Escribir es muy diferente de hablar. También se escribe para
dejar de tener una cara, para ocultarse uno mismo bajo su propia escritura (…) para
que la vida que se tiene alrededor, al lado, afuera, lejos de la hoja de papel,
esa vida que es divertida sino aburrida y llena de preocupaciones, que
está expuesta a los otros, se absorba en ese pequeño rectángulo de papel”.
Y no es
que la jirafa parlanchina sea deleuziana en vez de foucaultiana. Deleuze no se
habría sentido plácido con ese rostro-jirafiano y ese parloteo televisivo.
Fuera del circo y del zoológico, el pensamiento es inseparable de cierto pudor.
Habemus
nuestros nietzschanos casto-capitalistas… ¡Al menos Castro –el otro tutor de
Foucault en nuestras tierras– tiene un apellido a su altura! se sabe cura
–sacerdote erudito, estilo petit Agamben- y no pretende ser “discípulo” (bien
haría Cavallieri en afiliarlos a ambos).
Fuente: Lobo Suelto
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