La vida social es, en esencia, práctica. Todos
los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su
solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esa práctica.
K.
Marx
I. Inhabilitados CONICYT: La precarización de
la investigación
El
programa de Formación de Capital Humano Avanzado es la principal herramienta de
financiamiento de estudios de postgrado de nuestro país. Mientras que en su
declaración de principios[1] afirma tener como objetivo
aumentar el número de postgraduados de alta excelencia en Chile, capaces de
contribuir al desarrollo científico, en la práctica ese objetivo se ve nublado
por las lógicas que guían el fondo ideológico de las políticas que CONICYT
implementa.
El
caso de los Inhabilitados por CONICYT es clave porque pone de manifiesto el
problema real que hay detrás de la precaria situación de la producción de
conocimiento en Chile. Éste es un grupo de estudiantes de postgrado, que fueron
becados para realizar sus estudios, y que vivieron en carne propia los
problemas que aquejan a nuestra institucionalidad científica. Por un
incumplimiento de cláusulas del contrato concernientes al plazo de entrega de
documentos, los Inhabilitados fueron marginados de todo futuro financiamiento
para su investigación. Además, se les exigió la devolución completa de todos
los fondos que recibieron como beca. Todo esto sin importar las razones, tanto
académicas como personales, con las que justificaron sus atrasos.
Los
Inhabilitados no fueron víctimas exclusivamente de problemas de administración
o mala gestión. Lo que se expresó en su caso fue la profundamente arraigada
mercantilización de los procesos de producción del conocimiento. Su beca no era
tal: era un crédito condonable. Una beca si te va bien, un crédito si te va
mal. Era una mera inversión del Estado en una iniciativa privada que podía o no
tener éxito. Pero, si se tiene el objetivo original de la política en mente, se
pone de manifiesto que la mercantilización desvía los esfuerzos de acción
pública para redirigirlos hacia lógicas que privilegian la acumulación
individual por sobre el beneficio colectivo, enfocándose en la competencia y en
una imagen desviada de las empresas individuales por sobre la cooperación y el
bien común. A partir de esta situación, concebida como síntoma de un sistema
neoliberal de producción de conocimiento, profundizaremos la noción de
mercantilización de la producción de conocimiento y ofreceremos un bosquejo de
marco conceptual desde el cual tratar el problema en cuestión.
II. El modo de producción del conocimiento
La
pregunta por el posible carácter público del conocimiento no se juega en quién
produce el conocimiento (una institución estatal o privada, o privada con fines
privados o privada con fines públicos, recordando las últimas vueltas retóricas
de uno que otro saber), ni en que este se haga público al ponerse a disposición
de posibles lectores, por ejemplo, en una revista que no cobre por descargar
sus artículos en Internet. Si así fuese, todo saber no privado sería
inmediatamente público, sin importar la relación que pueda tener con uno u otro
público en particular, o con la constitución del espacio público en general.
Nos
proponemos, por el contrario, pensar el carácter público del conocimiento
considerando que este solo puede ser tal según cómo se posicione en el modo de
producción del conocimiento, y no únicamente en la posible disposición pública
de su consumo. Para ello, resulta necesario interrogarse por la lógica que está
detrás del qué, el cómo y el para quién se produce cierto conocimiento. La
actual configuración de la construcción de conocimiento en Chile tiende a
orientarse desde una lógica privada, no obstante que su financiamiento sea
mayoritariamente estatal: un investigador privado decide qué producir de
acuerdo a sus intereses académicos particulares, a partir de una investigación
en la que se presupone un carácter individual de la construcción del
conocimiento, para ser consumido individualmente por uno u otro lector o
investigador, igualmente privado, que podría apropiarse de ese conocimiento de
forma individual, en tanto recurso para su posterior proceso privado de
producción del conocimiento. Así, un investigador hace carrera construyendo
conocimiento sobre unos u otros temas, sin que pareciera haber mucha diferencia
entre hacerlo desde una institución pública o privada, puesto que la lógica
privada del modo de producción de conocimiento es transversal al conjunto de
las instituciones. Las universidades estatales encargadas del impulso,
valoración y financiamiento de la producción del conocimiento, en efecto,
orientan desde allí sus políticas.
Contra
ello, consideramos necesario avanzar hacia una lógica pública en la
construcción del conocimiento, que permita que las preguntas por los temas a
investigar, las formas de investigar y la utilidad de lo investigado se
corresponda con las necesidades públicas del país, a través del establecimiento
de temas prioritarios y lógicas colectivas de investigación paralelas a las
iniciativas que permiten incorporar temáticas emergentes en la producción de
conocimiento. Es claro que esto no significa desconocer los criterios de
especialización del conocimiento contemporáneo buscando suplantar, por así
decirlo, un laboratorio por una asamblea. Antes bien, se trata de pensar que lo
que sucede en el laboratorio pueda guardar relación con la construcción de los
conocimientos que puedan ser de utilidad a la discusión pública, y que la
valoración del conocimiento se oriente desde allí, y no únicamente desde un
criterio indistinto e individual de calidad que no sopese los aportes del
conocimiento a las necesidades colectivas.
Es
claro que hoy nos enfrentamos a un modo de producción de conocimiento opuesto a
tal concepción. En el actual modelo prima una lógica mercantil, en tanto la
gran apuesta por desarrollar la ciencia y la tecnología es, en definitiva, una
apuesta por mayor innovación entendida como un “proceso de creación de valor
económico mediante el cual ciertos productos o procesos productivos,
desarrollados en base a nuevos conocimientos o a la combinación novedosa de
conocimiento preexistente, son
introducidos eficazmente en los mercados y, por lo tanto, en la vida social”[2]. Al situar a la innovación
como un proceso principalmente en función del mercado, trastoca la lógica
creadora y, en tal sentido, innovadora que puede asociarse a la producción de
conocimiento.
III. CONICYT: Civilización y barbarie en los
laboratorios chilenos
La
mayor parte de la producción de conocimiento en Chile es regida y financiada
por las políticas formuladas y ejecutadas por la Comisión Nacional de
Investigación Científica y Tecnológica. Originalmente, este aparato fue creado
en 1968, pero su forma actual se debe a un decreto dictado en 1971[3]. Su función era adoptar
políticas públicas que apunten a generar conocimiento en línea con un plan
nacional de desarrollo económico y social, asesorando al Presidente de la
República en su implementación. El funcionamiento jerárquico de la comisión se
regía por un Consejo, organismo colectivo integrado por distintos actores:
especialistas, representantes de la Presidencia, el Ministro de Educación
Pública, entre otros.
En
los primeros días de la dictadura, el 29 de Octubre de 1973[4],
la Junta Militar modificó el decreto orgánico de la Comisión. El principal
afectado fue el Consejo directivo. Fue “declarado en recesión”, y sus funciones
fueron asumidas por la figura unipersonal del Presidente de la Comisión[5]. El viraje administrativo de
CONICYT durante la dictadura, desde un organismo de decisiones colectivas a uno
unipersonal, ilustra de manera análoga la deformación de sus objetivos.
Mientras que desde el punto de vista administrativo la colectividad cedió ante
el autoritarismo, los objetivos, los medios y la medición del éxito de las
políticas de la Comisión se deformaron desde un incipiente enfoque democrático
del conocimiento —producción de conocimiento en favor del desarrollo económico
y social de la sociedad en su conjunto, según las necesidades idealmente
manifestadas en el plan nacional— hacia uno mercantilizado, de iniciativa
privada y basado en la competencia que, al menos en el discurso, busca aportar
a las aplicaciones comerciales de procesos y productos.
Un
ejemplo ilustrador de la mercantilización de las lógicas de producción de
conocimiento en nuestro país son los fundamentos ideológicos del programa que
financia la mayor parte de la investigación científica chilena: el Fondo
Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico, FONDECYT. Para este programa,
cada investigación financiada es una iniciativa privada y aislada. El Estado
subsidiario se manifiesta haciendo un llamado a proyectos que luego compiten
entre sí para lograr posicionarse en la élite de los sobrevivientes que
recibirán el financiamiento de su iniciativa. La calidad de los proyectos es
evaluada con criterios internos a la práctica científica mediante peer-review según viabilidad,
experiencia anterior del investigador y potencial impacto y novedad de la
investigación realizada[6]. Así, la adjudicación de
FONDECYT no tiene por qué responder a necesidad alguna de la sociedad
—contrario a la declaración de principios de CONICYT en su fundación— sino a
criterios de mercado, entendido esto bajo la concepción liberal de la libre
competencia entre actores privados con intereses individuales. Y, aunque no
haya expresamente una claudicación al mercado propiamente tal, la investigación
misma se mercantiliza al retroceder ante a una concepción democrática de la
producción de conocimiento.
La
mercantilización del conocimiento en Chile responde a un radical retroceso en
la lógica democrática y colectiva de su producción. No existen espacios neutros
entre los intereses del mercado y los intereses de la sociedad. A falta de una
deliberación democrática que dé viabilidad a la investigación según cómo
responda a las necesidades o prioridades previamente definidas, un proyecto
individual de investigación la adquiere sólo en medida de su potencial
comercialización. Así, por ejemplo, el ex Presidente de CONICYT Mateo Budinich
expresó que una institucionalidad científica adecuada genera “el impulso
necesario para producir ciencia de mayor calidad, relevancia social y económica
y mayor aplicación comercial”[7], reafirmando que un circulo
virtuoso de políticas públicas no requiere de la democratización o potencial
impacto social, sino que descansa en la concepción de la sociedad como un
conjunto de consumidores que expresan sus necesidades en el mercado. Así,
mientras que en principio “la ciencia es la que decide la ciencia”[8], este criterio se traduce en
la práctica en la subdeterminación
democrática del objeto y las prácticas de la investigación y, con ello, unasobredeterminación mercantil de éste.
El
caso de FONDECYT es una más de las manifestaciones de las lógicas de mercado en
el actuar de CONICYT, y con ello en la producción de conocimiento de nuestro
país entero. El mercado no necesita expresarse en una caricatura transaccional
—exclusivamente como una instancia de intercambio de productos por dinero—,
sino que puede manifestarse, por el sustento de las lógicas globales de
producción, al eliminarse de las políticas los criterios democráticos que
definen necesidades y prioridades que escapen a los antojos de acumulación
privada e individual. En ese sentido, la competencia y ausencia de
colaboración, la viabilidad comercial y “puramente científica” de los proyectos
como criterios principales de adjudicacion, etcétera, se transforman en
mecanismos de privatización y mercantilización del conocimiento.
Es
también un caso ilustrador de cómo la solución de los predicamentos en los que
nos pone la mercantilizacion no se resuelven sólo ensalzando la acción estatal. Ya hay una importante, y
de hecho principal y central, acción del Estado en el campo. La necesidad es de
la radical democratización del
conocimiento. Esto no implica, por cierto, que todo el conocimiento por
fortalecer posean un rendimiento inmediato en la solución de necesidades, sino
que, simultáneamente, debe priorizarse tal tipo de saber y cuestionarse la
noción neoliberal de lo necesario.[9]
IV. El necesario espacio de lo innecesario
Es
probable que el lector de este artículo ya se haya preguntado, no sin cierto
malestar, por el esquivo rol de lo que, en un primer momento, puede aparecer
como el inútil estudio y promoción de las Artes y las Humanidades entre la
apelación a la utilidad del conocimiento que ya hemos expuesto. Justamente
porque nuestro deseo es el contrario, es que debemos repensar su defensa en el
marco descrito.
Generalmente,
y sabemos que pecamos aquí de generalización, las Artes y las Humanidades han
defendido su posición apelando a la necesidad social de cierto cultivo del
espíritu por parte de algunos de sus miembros, defendiendo su existencia ora
porque sería necesario en cada sociedad que algunas personas desplieguen ese
cultivo, ora porque así tales personas podrían alcanzar el conocimiento más
puro, por improductivo que sea. Tal retórica iluminista suele ser ciega a los
privilegios que se arroga, al imponer una forma determinada de legitimidad
cultural, en nombre de una u otra forma de identidad –desde el humanismo de
supuesta filiación grecolatina que cultivarían las Humanidades hasta la defensa
de la identidad nacional ante la globalización–, en nombre de la cultura como
privilegio superior de los miembros de la aristocracia del espíritu. No es
casual que tal discurso de la identidad se haya desarrollado al alero del
desarrollo de las necesidades de la política cultural en la constitución de los
Estados nacionales, y que entre en descrédito ante una mundialización
neoliberal cuyas necesidades de legitimación se orientan en nombre del
desarrollo antes que en nombre de la identidad, lo que fortalece la apelación a
la facticidad gubernamental elaborada por las ciencias sociales en desmedro de
las Artes y las Humanidades.
Evidentemente,
no deseamos ni una vuelta a los privilegios del antiguo humanismo ni la
subsunción de las artes y las humanidades en una concepción de la utilidad que
resulte ajena a su específico modo de composición del conocimiento. Lo que
distingue a las Artes y las Humanidades de los otros saberes no es
necesariamente su objeto de conocimiento, sino el modo de producción de su
conocimiento. Tal como hay investigación biológica, puede haber una reflexión filosófica
o una obra artística sobre la vida. La diferencia entre lo primero y lo segundo
está en que mientras lo primero lleva o puede llevar a una aplicación, lo
segundo no podría aplicarse de forma inmediata. Salvo, claro está, si la
pregunta filosófica o la obra artística viene determinada, de antemano, por el
deseo de llegar a una respuesta decidida de antemano, caso en el cual la
filosofía se transforma en ideología, o el arte en propaganda, como sería el
caso, por ejemplo, de un intento de pensar el poder constituyente para
legitimar directamente una asamblea constituyente, o de una fotografía tomada
con interés publicitario. El problema de tales prácticas no está en que
violenten una supuesta pureza del saber, como pensaría la legitimación
humanista de las Artes y las Humanidades, sino en que pierden el posible
rendimiento reflexivo que constituye a tales saberes. Una discusión filosófica,
siguiendo nuestro ejemplo, bien puede ayudar a pensar la discusión sobre el
proceso constituyente, el punto está en que una discusión filosófica que desee
directamente solucionar un problema contingente soslaya el específico
rendimiento que puede poseer el trabajo filosófico, a saber, su incapacidad de
ser aplicado, inmediatamente, en uno u otro contexto. Perdida esa distancia, no
se pierde la supuesta pureza de la filosofía, sino el rendimiento que puede
poseer: no puede haber buena filosofía, o buen arte, si esta nace desde una
determinación ajena a su ejercicio[10].
En
ese sentido, el valor de las Artes y las Humanidades no puede calcularse desde
una economía pensada en la inmediata solución de necesidades. Y es que el
improductivo modo de producción de las Artes y las Humanidades es posible por
un tiempo de producción de saberes y obras que suele ser más costoso que la
utilidad inmediata del consumo que puedan generar (el gasto necesario para
generar un artículo filosófico o una obra de arte es mucho mayor que la posible
retribución económica que podría tener su autor). Su valor, por tanto, se juega
en una relación distinta con el saber, dado el carácter siempre singular de lo
que no podría consumirse inmediatamente, como respuesta a una pregunta ya
determinada, sino en el improductivo tiempo de la reflexión que, antes de dar
por segura una respuesta, vuelve a preguntarse por ella, si es que no por la
pregunta que la ha precedido. Este operar propio de la filosofía evidencia una
especificidad que aquí destacamos en tal área, no obstante podrían
caracterizarse especificidades particulares a otras disciplinas o grupos de estas.
El
emplazamiento de tales saberes en una nueva política del conocimiento ni
siquiera podría solucionarse, por tanto, apelando a una eventual paradoja
relativa a la utilidad de lo inútil, puesto que es el principio mismo de
utilidad lo que pone en juego el arte, la filosofía o la literatura. Contra
quien pudiera de allí desprender la subordinación de tales saberes, ciertamente
precarizados en las últimas décadas ante la jerarquización de la utilidad
entendida individualmente, consideramos que justamente un criterio colectivo de
utilidad del conocimiento permite fortalecer su ejercicio, en el entendido de
que los saberes producidos por las Artes y las Humanidades resultan necesarios,
desde un concepto de necesidad que no se restrinja a la utilidad o a la
inmediatez, sino a la capacidad de instalar, en la vida en común, ciertas
formas de habitar el saber que pongan en suspenso el sentido común, mostrando
otras posibles comunidades del sentido. Las Artes y las Humanidades interrogan,
con su improductiva incerteza, las formas establecidas de producir y consumir
saber. De ahí la importancia que posee, en su práctica, el proceso productivo
como parte de su valor: mientras lo importante del saber aplicado es el
producto que genera, en las Artes o las Humanidades la forma de llegar al saber
es parte de lo que se expone y tematiza, justamente porque no se trata de la
aplicación de un método repetible, sino un ejercicio siempre singular que
muestra otra forma posible de producir el conocimiento o la obra.
En
esta dinámica, las Artes y las Humanidades permiten el ejercicio de un saber
cuya falta de utilidad permite la discusión, instituyendo una relación distinta
entre el sujeto y el saber que la de la ciencia. Al instalar preguntas que no
podrían ser respondidas definitivamente, las Artes y las Humanidades instalan
la necesidad de seguir discutiendo sin una posible respuesta definitiva,
abriendo así la posibilidad de la discusión pública, sin la cual no hay
democracia posible. Contra un liberalismo que podría suponer que el espacio
público posee una forma definitiva a la que hay de dotar de contenido, al
proponer otras formas de saber las Artes y las Humanidades permiten un
ejercicio de la razón que cuestiona sus límites, abriendo así la posibilidad de
la discusión pública hacia otras formas de discusión. En ese sentido, la
necesidad de las Artes y las Humanidades, particularmente ante la falta de
espesor, si es que no de lugar, del espacio público en Chile, no se juega tanto
en sus producciones, ciertamente necesarias para el desarrollo de sus
respectivas historias, sino en su ejercicio, inciertamente necesario para el
desarrollo de nuestra historia.
En
ese sentido, para defender la posibilidad de las alicaídas Artes y Humanidades
en las Universidades chilenas es necesario pensar en una economía distinta, con
un distinto concepto de economía y con un distinto concepto de consumo, capaz
de extender sus saberes en el espacio público más allá del posible consumo
individual de lo producido. La necesidad de fortalecer los espacios de
extensión universitaria resultan, en esa dirección, cruciales para que el deseo
de la necesidad de las Artes y las Humanidades no quede trunco por la
imposibilidad de sobrepasar una nueva aristocracia del saber. Justamente porque
no queremos escoger entre una exposición fácil de las Artes y las Humanidades
que puede someterse al rápido tiempo del consumo masivo o un estudio serio de
las Artes y las Humanidades incapaz de sobrepasar el enclaustramiento que se
genera a sí mismo es que es necesario, como parte de su ejercicio, constituir
espacios de mediación que permitan el ejercicio común de la inteligencia a
partir de lo que las Artes y las Humanidades pueden dar: La posibilidad de dar
siempre, infinitamente, otro don al pensar, que permita otra forma de
experimentarlo, y así de discutirlo públicamente.
V. Nuevos saberes para nuevas formas de vida
Hemos
evitado, contra los instintos académicos que no dejamos de habitar, referir a
unos u otros autores dentro de las extensas discusiones existentes sobre la
sociología del conocimiento, la importancia de la crítica y la relación
política entre teoría y praxis. No podemos concluir, sin embargo, sin mencionar
el nombre de Antonio Gramsci como autor que anuda, con su singular lucidez,
tales cuestiones. En particular, en lo referente a la necesidad histórica de
cada bloque histórico de constituir sus propios saberes y formas de ponerlos en
circulación. El autor italiano, en esa dirección, no contrapone la falsa
neutralidad de los saberes dominantes a una posible verdad científica que
pudiera ser la verdadera conciencia contra la falsa conciencia burguesa, sino
que contrapone la conciencia de un bloque histórico al de otro. El problema con
los saberes neoliberales, en esa dirección, no es que sean abstractamente
falsos sino que, en sus lógicas y contenidos, solo pueden ser verdaderos como
continuadores de la forma neoliberal de vida. La necesidad de constituir
saberes contrahegemónicos, desde formas contrahegemónicas de producción, no se
propone solo para desnaturalizar el orden existente, sino también para
constituir los saberes necesarios para contrarrestar tal orden dentro y fuera
de los espacios académicos.
Por
ello, una política que aspire a transformar la precarizada vida en común de
nuestro presente en nombre de lo público ha de generar nuevas modos de
producción del conocimiento, capaces de preguntarse y responderse de forma
pública, desde un concepto amplio de las necesidades también públicas, por los
saberes que posibiliten otra forma de vivir, distinta a la de la individuación
neoliberal.
[1]
http://www.conicyt.cl/becas-conicyt/sobre-becas-conicyt/que-es-becas-conicyt/
[2] Departamento de Estudios y Planificación
Estratégica de Conicyt “Conceptos básicos de Ciencia, Tecnología e Innovación”.
Santiago de Chile, Conicyt, 2008.
[3]
http://www.conicyt.cl/transparencia/marco_normativo/2011/cyt.html#MINISTERIO_DE_EDUCACION
[4]
http://www.conicyt.cl/transparencia/marco_normativo/2011/cyt.html#DECRETO_LEY_N116
[5]
http://www.conicyt.cl/transparencia/marco_normativo/2011/cyt.html#DECRETO_LEY_N_668
[6]
http://www.conicyt.cl/fondecyt/files/2013/03/BASES-REGULAR-2014.pdf
[9] En efecto, lo que acá recién comenzamos a
imaginar no supone que un criterio democrático en la producción de conocimiento
sea el único criterio para financiar los proyectos de investigación, sino que
posea un rol importante, mas no excluyente, en la promoción pública del saber
por construir
[10] Esto no significa, por
cierto, que se pueda trazar de antemano el límite entre filosofía e ideología,
o entre arte y propaganda, en el entendido de que no hay ningún criterio que
permita asegurar esa línea aduciendo, por ejemplo, a la militancia de quien
produce, al financiamiento que lo acompaña o a algún otro criterio. Dicho más
simplemente: cualquier escuela o reflexión puede devenir ideológica o
propagandística, y es por ello que la defensa de su ejercicio no ha de darse en
nombre de sus éxitos, sino de la necesidad de seguir cuestionando lo que parece
ya asegurado. Justamente por eso es que la defensa de las Artes y las
Humanidades ha de defenderse su ejercicio en nombre de su singular forma de
producir conocimiento, y no destacando que uno u otro autor u obra haya poseído
cierto éxito, o con algún otro criterio proveniente de una lógica de ese tipo.
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