PICICA: "La oscura seducción del mito del subconsciente. Lo que no somos para
poder ser. Aquello que desterramos para no mostrar, para, ni siquiera,
dejar intuir. Todas las posibles interpretaciones de la realidad que
ocultamos a la luz del sol para no ser juzgados, para no revelar unas
debilidades y unos miedos que, por otra parte, siempre nos perseguirán.
Pero es en el terreno onírico donde se mueven libres, sin etiquetas, y
sentimos esa especie de liberación de aceptarnos como somos, de dejarnos
invadir por aquello que pudiera parecer perverso, incluso sórdido. Allí
convivimos con fantasías oscuras que si bien podrían justificar
reproches morales, no tendrían por qué hacernos menos humanos. La
sociedad que nos rodea es una construcción y como tal, edifica su
sustento en una tabla de valores cuyo anverso queda, inmediatamente,
sometido a condena, quemado en la plaza pública. Y es en la represión,
en el dolor que subyace de la contención del yo, donde a veces surge el
arte más salvaje, el más profundo, el más mordaz."
La oscura seducción del mito del subconsciente. Lo que no somos para poder ser. Aquello que desterramos para no mostrar, para, ni siquiera, dejar intuir. Todas las posibles interpretaciones de la realidad que ocultamos a la luz del sol para no ser juzgados, para no revelar unas debilidades y unos miedos que, por otra parte, siempre nos perseguirán. Pero es en el terreno onírico donde se mueven libres, sin etiquetas, y sentimos esa especie de liberación de aceptarnos como somos, de dejarnos invadir por aquello que pudiera parecer perverso, incluso sórdido. Allí convivimos con fantasías oscuras que si bien podrían justificar reproches morales, no tendrían por qué hacernos menos humanos. La sociedad que nos rodea es una construcción y como tal, edifica su sustento en una tabla de valores cuyo anverso queda, inmediatamente, sometido a condena, quemado en la plaza pública. Y es en la represión, en el dolor que subyace de la contención del yo, donde a veces surge el arte más salvaje, el más profundo, el más mordaz.
Jan Saudek (Praga, 1935) experimentó,
casi desde la más tierna infancia, el frío tacto del miedo. En ese
tiempo, a veces feliz, de toda vida humana, en el que desde la
ingenuidad se explica el mundo y el juego simboliza el todo, Saudek
luchaba por sobrevivir en el campo de concentración de Theresiendstadt junto a su hermano gemelo Kaja. Cuentan que escapó de milagro de las garras del tenebroso medico alemán Josef Mengele,
que gustaba de experimentar sus siniestros procedimientos con
individuos tan similares. Es difícil imaginar como se acerca la mirada
de un niño a una realidad tan distorsionada, tan mísera, donde los seres
queridos desaparecían de la noche a la mañana y el aura de terror
dejaba a su paso una atmósfera mezquina. Pero también, como, años
después, la gran esperanza de recuperación, la ideología que iba a
suponer la desaparición de los problemas sociales, el comunismo, se
hacía con el poder y se convertía en una pesadilla distopica, que
amputaba el placer, y cubría las opiniones disidente con todas las
connotaciones de la palabra herejía. El discurso se hizo único, las
imágenes se hicieron únicas, incluso el arte y la mirada de la
sexualidad, estaban sumidas en un linea oficial que no admitía
resquicios para la duda. Es en este contexto donde se mueve la obra de
Saudek, de donde surge ese simbolismo lucido y transgresor; unas
fotografías que quizá son la consecuencia de una rebelión interna contra
todo lo vivido.
Cuenta Saudek que su relación con la fotografía cambió cuando se encontró el catalogo de la exposición del MoMa The Family of Man dirigida por Edward Steichen en
1963. Comprendió al verlo el poder de la fotografía como reflejo del
mundo, como definición del hombre que habita un tiempo y a la vez lo
conforma. Se propuso entonces encontrar la manera de revelar las etapas
esenciales del ser humano, sus estadios. Para ello, de forma contraría a
muchos de sus contemporáneos, no fotografía, ni busca, el llamado
momento decisivo que reside, oculto, en la realidad, sino que lo
engendra a través de sus propias composiciones, de sus figuraciones,
siguiendo la tradición del Tableau Vivant.
Sus fotografías empiezan a mezclar así el enaltecimiento de la
libertad, la oposición y crítica a las sociedades totalitarias, de sus primeras imágenes,
con un estudio vital, introspectivo, del individuo. Pero quizá el
momento determinante para la obra de Saudek, se encuentre a principios
de los 70, cuando descubre en su casa un pequeño sótano mohoso,
decrépito, que tenía abandonado y lo convierte en su refugio, en el
escenario perfecto para que cobren vida todas sus creaciones. El mundo
exterior se convierte entonces en un lugar lejano, nebuloso, y es
sustituido por un universo onírico que funciona como caldo de cultivo
para desenmascarar los fantasmas que desasosiegan. Saudek recupera la
técnica de colorear las fotografías manualmente, una costumbre olvidada
por un mal consejo materno (su madre lo había tildado de kitsch y de
hortera en el pasado), y empieza a cultivar el erotismo de una manera
descarnada, sin tapujos.
Como era de esperar la fotografía de
Saudek choca frontalmente con los valores de la Checoslovaquia
comunista. Los temas, el enfoque, su alejamiento de cuestiones sociales y
políticas, levantan ampollas entre las corrientes artísticas de la
época, incluso, entre la policía y las altas instancias del Estado, que
registran varias veces su vivienda e interrogan a sus modelos y amigos.
Pero su crecimiento fuera de las fronteras era ya imparable. Había algo
único y turbador en sus imágenes, un estilo propio, una mirada rebosante
de fuerza, ese matiz tan difícil de conseguir en un mundo saturado de
expresiones artísticas. Un fuego imposible de apagar.
La sensualidad en Saudek no es canónica.
No hay cuerpos perfectos que subir al olimpo del deseo, hay cuerpos que
a pesar de los defectos, a pesar del sufrimiento y el desgaste
emocional de las contradicciones y las pulsiones reprimidas, siguen
conservando el magnetismo de la vida. Hay miedo, hay lujuria, hay
pasión, hay muerte, hay ambivalencia. Hay conflicto y expresividad. Nos
enfrenta a esa intuición humana de que tras el placer se esconde la
desesperación, tras la dulzura, mezquindad, tras la ingenuidad,
violencia, tras el amor, un largo periplo en soledad. Nos permite
confrontarnos con una libertad ajena a los convencionalismos. Con un
subconsciente del que nunca seremos capaces de despojarnos.
Jan Saudek es Caballero de las Artes y las Letras por el Ministerio de Cultura de Francia desde 1990 y poseedor del Premio Artis Bohemiae Amicis junto a Milan Kundera y Vladimir Körner por su contribución a la reputación artística de la República Checa.
La oscura seducción del mito del
subconsciente. Lo que no somos para poder ser. Aquello que desterramos
para no mostrar, para, ni siquiera, dejar intuir. Todas las posibles
interpretaciones de la realidad que ocultamos a la luz del sol para no
ser juzgados, para no revelar unas debilidades y unos miedos que, por
otra parte, siempre nos perseguirán. Pero es en el terreno onírico donde
se mueven libres, sin etiquetas, y sentimos esa especie de liberación
de aceptarnos como somos, de dejarnos invadir por aquello que pudiera
parecer perverso, incluso sórdido. Allí convivimos con fantasías oscuras
que si bien podrían justificar reproches morales, no tendrían por qué
hacernos menos humanos. La sociedad que nos rodea es una construcción y
como tal, edifica su sustento en una tabla de valores cuyo anverso
queda, inmediatamente, sometido a condena, quemado en la plaza pública. Y
es en la represión, en el dolor que subyace de la contención del yo,
donde a veces surge el arte más salvaje, el más profundo, el más mordaz.
Jan Saudek (Praga, 1935) experimentó,
casi desde la más tierna infancia, el frío tacto del miedo. En ese
tiempo, a veces feliz, de toda vida humana, en el que desde la
ingenuidad se explica el mundo y el juego simboliza el todo, Saudek
luchaba por sobrevivir en el campo de concentración de Theresiendstadt junto a su hermano gemelo Kaja. Cuentan que escapó de milagro de las garras del tenebroso medico alemán Josef Mengele,
que gustaba de experimentar sus siniestros procedimientos con
individuos tan similares. Es difícil imaginar como se acerca la mirada
de un niño a una realidad tan distorsionada, tan mísera, donde los seres
queridos desaparecían de la noche a la mañana y el aura de terror
dejaba a su paso una atmósfera mezquina. Pero también, como, años
después, la gran esperanza de recuperación, la ideología que iba a
suponer la desaparición de los problemas sociales, el comunismo, se
hacía con el poder y se convertía en una pesadilla distopica, que
amputaba el placer, y cubría las opiniones disidente con todas las
connotaciones de la palabra herejía. El discurso se hizo único, las
imágenes se hicieron únicas, incluso el arte y la mirada de la
sexualidad, estaban sumidas en un linea oficial que no admitía
resquicios para la duda. Es en este contexto donde se mueve la obra de
Saudek, de donde surge ese simbolismo lucido y transgresor; unas
fotografías que quizá son la consecuencia de una rebelión interna contra
todo lo vivido.
Cuenta Saudek que su relación con la fotografía cambió cuando se encontró el catalogo de la exposición del MoMa The Family of Man dirigida por Edward Steichen en
1963. Comprendió al verlo el poder de la fotografía como reflejo del
mundo, como definición del hombre que habita un tiempo y a la vez lo
conforma. Se propuso entonces encontrar la manera de revelar las etapas
esenciales del ser humano, sus estadios. Para ello, de forma contraría a
muchos de sus contemporáneos, no fotografía, ni busca, el llamado
momento decisivo que reside, oculto, en la realidad, sino que lo
engendra a través de sus propias composiciones, de sus figuraciones,
siguiendo la tradición del Tableau Vivant.
Sus fotografías empiezan a mezclar así el enaltecimiento de la
libertad, la oposición y crítica a las sociedades totalitarias, de sus primeras imágenes,
con un estudio vital, introspectivo, del individuo. Pero quizá el
momento determinante para la obra de Saudek, se encuentre a principios
de los 70, cuando descubre en su casa un pequeño sótano mohoso,
decrépito, que tenía abandonado y lo convierte en su refugio, en el
escenario perfecto para que cobren vida todas sus creaciones. El mundo
exterior se convierte entonces en un lugar lejano, nebuloso, y es
sustituido por un universo onírico que funciona como caldo de cultivo
para desenmascarar los fantasmas que desasosiegan. Saudek recupera la
técnica de colorear las fotografías manualmente, una costumbre olvidada
por un mal consejo materno (su madre lo había tildado de kitsch y de
hortera en el pasado), y empieza a cultivar el erotismo de una manera
descarnada, sin tapujos.
Como era de esperar la fotografía de
Saudek choca frontalmente con los valores de la Checoslovaquia
comunista. Los temas, el enfoque, su alejamiento de cuestiones sociales y
políticas, levantan ampollas entre las corrientes artísticas de la
época, incluso, entre la policía y las altas instancias del Estado, que
registran varias veces su vivienda e interrogan a sus modelos y amigos.
Pero su crecimiento fuera de las fronteras era ya imparable. Había algo
único y turbador en sus imágenes, un estilo propio, una mirada rebosante
de fuerza, ese matiz tan difícil de conseguir en un mundo saturado de
expresiones artísticas. Un fuego imposible de apagar.
La sensualidad en Saudek no es canónica.
No hay cuerpos perfectos que subir al olimpo del deseo, hay cuerpos que
a pesar de los defectos, a pesar del sufrimiento y el desgaste
emocional de las contradicciones y las pulsiones reprimidas, siguen
conservando el magnetismo de la vida. Hay miedo, hay lujuria, hay
pasión, hay muerte, hay ambivalencia. Hay conflicto y expresividad. Nos
enfrenta a esa intuición humana de que tras el placer se esconde la
desesperación, tras la dulzura, mezquindad, tras la ingenuidad,
violencia, tras el amor, un largo periplo en soledad. Nos permite
confrontarnos con una libertad ajena a los convencionalismos. Con un
subconsciente del que nunca seremos capaces de despojarnos.
Jan Saudek es Caballero de las Artes y las Letras por el Ministerio de Cultura de Francia desde 1990 y poseedor del Premio Artis Bohemiae Amicis junto a Milan Kundera y Vladimir Körner por su contribución a la reputación artística de la República Checa.
Autor
Fuente: Hypérbole
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