PICICA: "Antes de penetrar en la difícil investigación sobre
el origen de lo bello, resaltaré en primer lugar, como todos los demás
autores que han escrito al respecto, que, por una especie de fatalidad,
aquellas cosas de las que hablan más los hombres son, por lo general,
las que menos conocen y que tal es el caso, entre otros muchos, de la
naturaleza de lo bello. Todo el mundo razona en torno a lo bello: se
admira en las obras de la naturaleza, se exige en las producciones
artísticas y, en todo momento, se acepta o se rechaza una de sus
cualidades. Sin embargo, si se pregunta a los hombres de gusto más firme
y refinado cuál es su origen, su naturaleza, su noción precisa, su
verdadera idea, su exacta definición; si se trata de algo absoluto o
relativo; si hay un bello esencial, eterno, inmutable, regla y modelo de
lo bello subalterno, o si la existencia de la belleza es como la de las
modas, vemos enseguida los ánimos divididos: unos confiesan su
ignorancia, y otros caen en el escepticismo. ¿Cómo es posible que casi
todos los hombres estén de acuerdo en que existe lo bello, que haya
tantos entre ellos que sientan vivamente dónde pueda estar y que sepan
tan poco acerca de qué es?
En el intento de solucionar, si es posible, estas
dificultades, comenzaremos por exponer las diferentes opiniones de
aquellos autores que mejor escribieron sobre lo bello, a continuación
expondremos nuestras ideas al respecto y acabaremos este artículo con
observaciones generales sobre el entendimiento humano y sus operaciones
relativas al tema que aquí se trata."
"Investigaciones filosóficas sobre el origen y naturaleza de lo bello"
por Denis Diderot. |
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INTRODUCCIÓN
Antes de penetrar en la difícil investigación sobre
el origen de lo bello, resaltaré en primer lugar, como todos los demás
autores que han escrito al respecto, que, por una especie de fatalidad,
aquellas cosas de las que hablan más los hombres son, por lo general,
las que menos conocen y que tal es el caso, entre otros muchos, de la
naturaleza de lo bello. Todo el mundo razona en torno a lo bello: se
admira en las obras de la naturaleza, se exige en las producciones
artísticas y, en todo momento, se acepta o se rechaza una de sus
cualidades. Sin embargo, si se pregunta a los hombres de gusto más firme
y refinado cuál es su origen, su naturaleza, su noción precisa, su
verdadera idea, su exacta definición; si se trata de algo absoluto o
relativo; si hay un bello esencial, eterno, inmutable, regla y modelo de
lo bello subalterno, o si la existencia de la belleza es como la de las
modas, vemos enseguida los ánimos divididos: unos confiesan su
ignorancia, y otros caen en el escepticismo. ¿Cómo es posible que casi
todos los hombres estén de acuerdo en que existe lo bello, que haya
tantos entre ellos que sientan vivamente dónde pueda estar y que sepan
tan poco acerca de qué es?
En el intento de solucionar, si es posible, estas
dificultades, comenzaremos por exponer las diferentes opiniones de
aquellos autores que mejor escribieron sobre lo bello, a continuación
expondremos nuestras ideas al respecto y acabaremos este artículo con
observaciones generales sobre el entendimiento humano y sus operaciones
relativas al tema que aquí se trata.
Platón (1) escribió dos diálogos en torno a lo bello, el Fedro y el Hipias mayor;
en éste enseña más lo que no es lo bello que lo que pueda ser, y en
aquel otro habla menos de lo bello que del amor natural que se tiene por
él. También es verdad que, en el Hipias mayor , sólo se trataba de confundir la vanidad de un sofista, y en el Fedro , pasar unos momentos agradables con un amigo en un lugar delicioso.
San Agustín (2) compuso un tratado
sobre lo bello, pero esta obra se ha perdido y no nos queda de San
Agustín, en relación con este importante tema, sino algunas ideas
dispersas en sus escritos, a través de las cuales vemos que aquella
relación, que constituye en Uno las partes de un todo entre sí, era,
según él, el carácter distintivo de la belleza. Si pregunto a un
arquitecto, dice aquel ilustre varón, por qué, habiendo erigido una
arcada en una de las alas del edificio, hace lo mismo en la otra,
indudablemente me responderá que es a fin de que las partes de su
construcción tengan simetría en su conjunto. Pero ¿por qué os parece
necesaria esa simetría? Por la razón de que agrada. Mas ¿quién sois para
erigiros en árbitro de lo que debe agradar o no a los hombres y cómo
sabéis que la simetría nos place? Estoy convencido de ello porque las
cosas, realizadas de este modo, tienen decencia, justicia, gracia; en
una palabra, porque es algo bello. De acuerdo; pero decidme ¿es bello
porque gusta o gusta porque es bello? Sin duda gusta porque es bello. Yo
opino lo mismo; pero aun me gustaría preguntaros ¿por qué es bello?, y
si mi pregunta os confunde, puesto que los maestros en vuestro arte
apenas llegan hasta aquí, estaréis fácilmente de acuerdo conmigo al
menos en que la similitud, la igualdad, la conveniencia de las partes de
vuestra construcción, reduce todo a una especie de unidad que satisface
a la razón. Esto era lo que os quería decir. Sí; pero tened cuidado: no
existe una verdadera unidad en los cuerpos, ya que están compuestos de
un innumerable número de partes, cada una de las cuales está además
compuesta a su vez por una infinidad de otras. ¿Dónde situáis, por
consiguiente, esa unidad que os dirige en la elaboración de vuestro
dibujo, esa unidad que contempláis en vuestro arte como una ley
inviolable, esa unidad que vuestro edificio debe imitar para ser bello,
pero que nada en la tierra consigue imitar perfectamente, porque nada en
la tierra puede ser perfectamente Uno? Ahora bien: ¿qué se deduce de
esto? ¿No hay que reconocer, acaso, que existe, por encima de nuestros
espíritus, una cierta unidad original, soberana, eterna, perfecta, que
es la regla esencial de lo bello y que es lo que buscáis en la práctica
de vuestro arte? De lo que San Agustín concluye en otra obra, que es la
unidad lo que constituye, por así decirlo, la forma y la esencia de lo
bello de toda índole. Omnis porro pulchritudinis forma, unitasest.
Wolff (3) afirma, en su Psicología ,
que existen cosas que nos gustan y otras que nos disgustan, y que es
esta diferencia la que constituye lo bello y lo feo; que lo que nos
gusta se llama bello, mientras que lo que nos disgusta es feo. Añade que
la belleza consiste en la perfección, de manera que, gracias al poder
de esta perfección, aquello que aparece revestido de ella es susceptible
de producirnos placer. A continuación distingue dos clases de bellezas,
la verdadera y la aparente: la verdadera es aquella que surge de una
perfección real y la aparente de una perfección aparente.
Es evidente que San Agustin fue mucho más lejos que
el filósofo leibniziano en la investigación de lo bello: éste parece
pretender primero que una cosa es bella porque nos place, en lugar de
que nos place porque es bella, tal y como Platón y San Agustín lo
subrayaron claramente. También es cierto que inmediatamente introduce la
perfección en la idea de la belleza, pero ¿qué es la perfección? Lo
perfecto, ¿es más claro e inteligible que lo bello?
Todos aquellos que, preciándose de no hablar simplemente por hablar e irreflexivamente, dice Crousaz (4),
quieran concentrarse en sí mismos y prestar atención a lo que ocurre en
su intimidad, de qué manera piensan y qué sienten cuando exclaman eso
es bello, observarán que por aquel término expresan una cierta relación
de un objeto con sentimientos agradables o con ideas de aprobación, y
caerán en la cuenta que afirmar eso es bello es lo mismo que
decir percibo algo que apruebo o que me agrada. Fácilmente se puede
comprender que esta definición de Crousaz no está formulada en función
de la naturaleza de lo bello, sino únicamente desde el efecto que se
experimenta ante su presencia, por lo que adolece del mismo defecto que
la de Wolff. Esto es lo que Crousaz ha comprendido adecuadamente. A
continuación se dedica a determinar los caracteres de lo bello y llega a
contar hasta cinco: la variedad, la unidad, la regularidad, el orden y
la proporción.
De lo cual se concluye que o la definición de San
Agustín es incompleta o la de Crousaz redundante. Si la idea de unidad
no encierra las de variedad, regularidad, orden y proporción, y si estas
cualidades son esenciales a lo bello, San Agustín no debió omitirlas, y
si la idea de unidad las comprende, no debió entonces Crousaz
añadirlas. Crousaz no ha definido lo que entiende por variedad; por
unidad parece querer indicar la relación de todas las partes con un
mismo fin; hace consistir la regularidad en la similar posición de las
partes entre sí; designa por orden una cierta jerarquía de partes que
queda resaltada en el paso de unas a otras y define la proporción de
cada parte como la unidad sazonada de variedad, regularidad y orden. No
criticaré esta definición de lo bello por las vaguedades que contiene;
me limitaré solamente a hacer notar aquí su parcialidad, cómo es
únicamente aplicable a la arquitectura o, en el mejor de los casos, a
los grandes conjuntos de los demás géneros, a una pieza de oratoria, a
un drama, etc., pero no a una palabra, a un pensamiento o a un
fragmento.
Hutcheson (5), célebre profesor de
filosofía moral en la Universidad de Glasgow, se ha construido un
sistema peculiar: se limita a pensar que ya no es necesario preguntarse
más ¿qué es lo bello?, sino ¿qué es lo visible? Se conoce por visible lo
que puede ser percibido por los ojos; y Hutcheson entiende por bello lo
que está realizado para ser aprehendido por el sentido interno de lo
bello. Su sentido interno de lo bello es una facultad mediante la cual
distinguimos las cosas bellas, como el sentido de la vista es una
facultad por la cual captamos la noción de colores y de figuras. Este
autor y sus seguidores se afanan por demostrar la realidad y la
necesidad de este sexto sentido. y he aquí cómo lo conciben:
1. Nuestra alma, nos dicen, está pasiva en el
placer y en el desagrado. Los objetos no nos afectan precisamente en el
sentido que desearíamos: unos producen en nuestra alma una impresión
necesaria de placer, otros nos desagradan necesariamente. Todo el poder
de nuestra voluntad se limita a la búsqueda del primer tipo de objetos y
a la huida del otro. La propia constitución de nuestra naturaleza, a
veces individual, es la que nos hace unos agradables y otros
desagradables.
2. Quizá no haya ningún objeto que pueda afectar
nuestra alma sin ser, más o menos, respecto a ella, una ocasión
necesaria de placer o desagrado. Una figura, una obra de arquitectura o
de pintura, un carácter, una expresión, un discurso, todas estas cosas
nos agradan o desagradan de alguna manera. Sentimos que el placer o el
desagrado se provocan necesariamente por la contemplación de la idea que
se presenta entonces a nuestro espíritu con todas sus circunstancias.
Esta impresión se constituye, aunque no haya nada en alguna de estas
ideas, ni tampoco nada en las que proceden de los sentidos, de eso que
generalmente se llama percepciones sensibles y del placer o desagrado
que las suelen acompañar, surge del orden o del desorden, del logro o
falta de simetría, de la imitación o extravagancia que se destaca en los
objetos, y no de las ideas simples del color, del sonido y de la
extensión, consideradas aisladamente.
3. Una vez dichas estas cosas, llamo -dice
Hutcheson- con el nombre de sentidos internos a aquellas tendencias del
alma a sentir agrado o desagrado ante ciertas formas o ciertas ideas,
cuando son consideradas por ella; y con el objeto de distinguir los
sentidos internos de las facultades corporales conocidas con igual
nombre, llamo sentido interno de lo bello a la facultad que distingue lo
bello en la regularidad, el orden y la armonía, y sentido interno de lo
bueno aquella otra que aprueba los afectos, las acciones y los
caracteres de los elementos razonables y virtuosos.
4. Como las inclinaciones del alma a sentir agrado o
desagrado ante determinadas formas o ideas, cuando son consideradas por
ella, se pueden observar en todos los hombres, a menos que no sean
estúpidos, sin buscar aún qué pueda ser lo bello, es evidente que hay en
todos los hombres un sentido natural y propio con este objeto, que
están tan generalmente de acuerdo en localizar la belleza en las
figuras, como en experimentar dolor al aproximarse en demasía a un gran
fuego o placer al comer cuando están acosados por el apetito, por mucho
que la diversidad de gusto sea infinita entre ellos.
5. Tan pronto como nacemos, nuestros sentidos
externos comienzan a funcionar y a transmitirnos las percepciones de los
objetos sensibles y es esto indudablemente lo que nos inclina a pensar
que son naturales. Pero los objetos de lo que llamo los sentidos
internos, o sentidos de lo bello y de lo bueno, no se nos presentan en
tan temprana edad a nuestro espíritu. Tiene que pasar algún tiempo antes
que los niños reflexionen, o al menos que den indicios de reflexión, en
torno a las proporciones, semejanzas y simetrías, en tomo a los efectos
y los caracteres. Sólo llegan a conocer un poco más tarde las cosas que
provocan el gusto o la repugnancia interna. Y por ello hay que suponer
que aquellas facultades que llamo los sentidos internos de lo bello y de
lo bueno, proceden únicamente de la instrucción y de la educación. Pero
sea cual sea la noción que se tenga de la virtud o de la belleza, un
objeto virtuoso o bueno es una ocasión de aprobación y de placer de
igual modo que los manjares son objeto de nuestro apetito. Y ¿qué
importancia tiene que los primeros objetos se manifiesten más tarde o
más temprano? Si los sentidos únicamente se desarrollasen en nosotros de
manera paulatina y unos después que otros, ¿dejarían por ello de ser
menos sentidos y facultades? ¿Y podríamos acaso concluir que no hay
verdaderamente en los objetos visibles ni color, ni forma, dado que nos
fue necesario tiempo y enseñanza para poder apreciarlos y dado que no
haya entre nosotros ni siquiera dos personas que los aprecien de igual
modo?
6. Se llama sensaciones a las percepciones que se
producen en nuestra alma ante la presencia de objetos exteriores y por
la impresión que éstos mismos dejan en nuestros órganos. Y cuando dos
percepciones difieren completamente una de otra y sólo tienen de común
el nombre genérico de sensación, las facultades por las que recibimos
esas percepciones diferentes se llaman sentidos diferentes. La vista y
el oido, por ejemplo, designan facultades diferentes, una de las cuales
nos proporciona las ideas de color, la otra las ideas de sonido; pero, a
pesar de la diferencia que haya en los sonidos y los colores entre si,
se relaciona en un mismo sentido todos los colores y en otro todos los
sonidos; por lo demás, parece evidente que nuestros sentidos tienen cada
uno un órgano especifico. Ahora bien, si aplicáis la observación
precedente a lo bueno y a lo bello, podréis comprobar que se encuentran
exactamente en este mismo caso.
7. Los partidarios del sentido interno entienden
por bello la idea que ciertos objetos provocan en nuestra alma, y por
sentido interno de lo bello, la facultad que poseemos para captar esta
idea. Observan que los animales tienen facultades parecidas a nuestros
sentidos externos y que, incluso a veces, las poseen en un grado
superior al nuestro, pero que no hay ninguno entre ellos que dé el
minimo indicio de lo que se entiende aqui por sentido interno. Un ser,
continúan diciendo, puede, por consiguiente, tener completamente la
misma sensación externa que nosotros experimentamos, sin apreciar, sin
embargo, entre los objetos las semejanzas y las relaciones. Puede
incluso discernir esas semejanzas y relaciones sin obtener de ello mucho
placer; además, las solas ideas de figura, formas, etc., son, en cierto
modo, diferentes del placer. El placer puede encontrarse donde las
proporciones no son consideradas, ni conocidas, puede incluso faltar a
pesar de que se ponga toda la atención en el orden y en las
proporciones. ¿Cómo podríamos entonces denominar a esta facultad que
actúa en nosotros sin que sepamos bien por qué? Sentido interno.
8. Esta denominación está basada en la relación de
la facultad por ella designada con las demás facultades. Esta relación
consiste principalmente en aquello por lo que el placer, que
experimentamos gracias al sentido interno, es diferente del conocimiento
de los principios. El conocimiento de los principios puede acrecentarlo
o disminuirlo, pero no puede confundirse con él ni es su causa. Este
sentido tiene placeres necesarios, porque la belleza y la fealdad de un
objeto es siempre la misma para nosotros, sea cual sea la idea que nos
podamos formar, al juzgarlo de manera diversa. Un objeto desagradable,
por el hecho de ser útil, no nos parece por eso más bello, y un objeto
bello, por ser nocivo, no nos parece más feo. Ofrecednos el mundo entero
como recompensa para obligarnos a encontrar bella la fealdad y fea la
belleza y añadid a este precio las más terribles amenazas: no obtendréis
ningún cambio en nuestras percepciones y en el juicio del sentido
interno; nuestra boca adulará o impretará como gustéis, pero el sentido
interno permanecerá incorruptible.
9. Parece, por consiguiente, continúan diciendo los
mismos exégetas, que ciertos objetos son inmediatamente, y por sí
mismos, las ocasiones del placer que proporciona la belleza; que
poseemos un sentido apropiado para gozarlos; que este placer es
individual y que no tiene nada en común con el interés. ¿No ocurre, en
efecto, que en numerosas ocasiones se abandona lo útil por lo bello?
Esta generosa preferencia ¿no se produce algunas veces en las
condiciones más adversas? Un artesano honesto se abandonará a la
satisfacción de realizar una obra maestra que le arruina mucho antes que
hacer otra deficiente que le enriquezca.
10. Si no se añadiese a la consideración de lo útil
algún sentimiento particular, algún efecto sutil de cierta facultad
distinta del entendimiento y de la voluntad, sólo se podría estimar una
cosa por su utilidad, un jardín por su fertilidad, y un vestido por su
comodidad. Ahora bien; esa limitada consideración de las cosas no existe
ni siquiera en los niños, ni en los salvajes. Abandonad la naturaleza a
sí misma y el sentido interno ejercerá su dominio: puede que se
equivoque en su objeto, pero por ello no será menos real la sensación de
placer. Una filosofía austera, enemiga del lujo, romperá las estatuas,
derrumbará los obeliscos, transformará nuestros palacios en cabañas y
nuestros jardines en bosques, pero no podrá sentir menos la belleza real
de sus objetos. El sentido interno se rebelará contra ella y quedará
reducida a erigir en mérito su valor.
Por ello es por lo que afirmo que Hutcheson y sus
seguidores se esfuerzan en establecer la necesidad del sentido interno
de lo bello, pero sólo consiguen demostrar que hay algo oscuro e
impenetrable en el placer que nos causa lo bello, que este placer parece
independiente del conocimiento de las relaciones y de las percepciones,
que la preocupación por lo útil nada tiene que ver con ello y que
provoca entusiasmos que ni las recompensas ni las amenazas pueden
atenuar.
Por lo demás, estos filósofos distinguen en los
seres corporales un bello absoluto y un bello relativo. No entienden de
ningún modo por bello absoluto una cualidad de tal manera inherente al
objeto que lo haga bello por sí mismo, sin ninguna relación con el alma
que le ve y le juzga. El término bello, semejante a otros nombres de las
ideas sensibles, designa propiamente, según ellos, la percepción de un
espíritu, tal y como el frío y el calor, lo dulce y lo amargo, son
sensaciones de nuestra alma, aunque indudablemente no exista nada que se
parezca a estas sensaciones en los objetos que las provocan, a pesar
del prejuicio popular que opina de forma diferente. No se ve, dicen
ellos, cómo los objetos podrían ser llamados bellos si no hubiese un
espíritu dotado del sentido de la belleza para reconocerlos como tales.
De esta manera, no entienden por bello absoluto sino aquel que se
aprecia en algunos objetos sin haberlos comparado con ninguna otra cosa
exterior de la que estos objetos sean su imitación y su pintura. Tal es,
dicen, la belleza que percibimos en las obras de la naturaleza, en
ciertas formas artificiales y en las figuras, los sólidos y las
superficies; y entienden por bello relativo aquel que se aprecia en los
objetos considerados comúnmente como imitaciones e imágenes de otros.
Así el fundamento de su división radica más en las diferentes fuentes de
placer que lo bello nos produce, que en los objetos, porque siempre lo
bello absoluto tiene, por así decirlo, un bello relativo, y lo bello
relativo, un bello absoluto.
Notas (1) En el Hipias mayor hay un intento de definir lo bello, aunque la conclusión de este diálogo no va más allá de la incertidumbre expresada por Sócrates. Antes se ha ido demostrando sistemáticamente la falsedad de cada una de las definiciones que propone Hipias: la bello no es lo útil, ni lo agradable, ni lo idéntico, aquí al menos, al bien. Todas estas posiciones carecen de valor precisamente por no salir de la esfera de lo particular. Se deja entrever la posibilidad de que la belleza aparezca en las cosas como consecuencia de una esencia que, común a todas, las exceda. En el Fedro, la referencia a lo bello es menos explícita, pero quizá más profunda. Al intentar una definición verdadera del amor se precisa Inspiración -iluminación divina-, cuya efabilidad está directamente relacionada ron el mito. (2) Parece cierta efectivamente la existencia de una obra de San Agustín dedicada al tema de la belleza: Et istaconsideratioscaturavit in animo meo ex intimo corde meo, et seripsi libros de pulchro et apto, puto duosaut tres. (Confess., líb. IV, cap. XIII). (3) Christian Wolff, nacido en 1679, en Breslau. Filósofo continuador del pensamiento de Leibniz. Diderot debió conocer, en una mala traducción, su Psychologiaempirica. (4) ]ean-Pierre de Crousaz, nacido en Lausanne en 1663. Las alusiones de Diderot se refieren a la obra de éste Traité du beau, publicada en 1714. (5) Francis Hutcheson, nacido en Irlanda en 1694. Ejerció la enseñanza en la Universidad de Glasgow, desde 1719 hasta su muerte en el 1747. Se hizo famoso por sus obras Aninquiryintothe original otour ideas of Beauty and Virtue (1725) y Anessayotthenature and conductotthepassions (1728). Seguidor de las ideas estéticas de Shaftesbury, confunde, sin embargo, las distinciones realizadas por éste entre sensibilidad e intuición. Trata paradójicamente de conciliar la existencia de un sentido interno -especie de sexto sentido, apriórico y universal- con una concepción de sensibilidad empirista. La influencia de Hutcheson, y sobre todo la de Shaftesbury, son esenciales en el pensamiento de Diderot. Fonte: DDOOSS - Asociacion de Amigos Del Arte y La Cultura de Valladolid |
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