novembro 26, 2013

"À la recherche de un Proust difuminado" (Hypérbole)

PICICA: "La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida, es la literatura. 
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En filosofía, José Ortega y Gasset calificaba es estilo de Proust como “gaseoso”, a fin de que cuadrase con su tesis de la deshumanización del arte; Gilles Deleuze estudió el uso de los signos, en contraste con las ideas platónicas; pero yo me quedo, una vez más, con Bergson, quien, al término de Introducción a la metafísica, afirmaba que, mediante la intuición, tal como la entendía, en el lugar del conocimiento kantiano, la filosofía estaba en condiciones por primera vez de ofrecer un contacto con el pulso irrepetible de cada instante del devenir, y, por tanto, el gozo. Esta fue la verdadera lección intelectual, creo, que recorre el fresco completo de la escritura proustiana."

À la recherche de un Proust difuminado





La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida, es la literatura.

Marcel Proust, El tiempo recobrado.

La afición de la lectura, cuando ésta no deriva en culto desenfrenado a la personalidad de un autor -”gigantismo”, lo llamaré- o al carácter estatuario de una obra -monumentalismo”, ahora-, presupone la creencia metafísica de fondo de que, como solía indicar Leibniz, el mundo de lo posible es enormemente más amplio y diverso que el mundo de lo real. El filósofo Henri Bergson, por su parte, tenía importantes razones para desconfiar del dualismo que establece un universo de lo posible separado del  plano de los hechos, siendo, según este punto de vista, el primero el que al incidir constantemente  en el segundo introduce una especie de “refracción” en el continuum determinista de los hechos que se manifiesta como apertura de distintos caminos posibles para el discurrir del tiempo, “jardín de senderos que se bifurcan” o división del porvenir en múltiples haces de futuros contingentes dispuestos a la elección humana. Bergson, en cambio, espiritualista francés pero lejano al existencialismo, opone a esta imagen moral una interpretación de la acción de la posibilidad sobre el discurrir de la vida según la cual el tiempo mismo es la fragua de su propia substancia, donde realidad y posibilidad, facticidad y memoria, inercia y creación, se funden en una misma aleación, y donde la duración real se reinventa a sí misma conservándose.



¿No nos recuerda esta perspectiva especulativa el reino de lo posible-individual que habita precisamente en la novela moderna? ¿Y no nos evoca especialmente la caudalosa obra novelística de Marcel Proust (¿existe, por cierto, una novela más larga en los anales de la literatura occidental?: yo creo que no…)? No lo digo sólo yo, sino también, y mucho antes, cabezas tan eminentes como la de Walter Benjamin, verbigratia: “Se puede considerar la obra de Proust como un intento de elaborar, por caminos sintéticos y bajo las actuales condiciones sociales, la experiencia tal y como la concibió Bergson. Ya que cada vez contaremos menos con su verificación por una vía natural” (Iluminaciones II, 125-6, Taurus). Este magisterio de Bergson sobre Proust es directamente evidente en momentos como aquel en el que, al inicio de Por el camino de Swann, Proust recrea las secuencias del tañido de una campana en la lejanía exactamente en el mismo sentido en que Bergson lo teorizaba con idéntico ejemplo en  páginas del Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia. Y más evidente se nos muestra aún si recordamos -todo trata de recuerdos aquí-, que Bergson estaba casado con la prima de Proust…



Sea como fuere, nadie como el genial escritor valetudinario Marcel Proust para hablarnos del regalo desinteresado y “lleno de gracia” de la lectura: él, que supo transmitirnos su experiencia colmada de placeres por las gentes, los escenarios de nuestras vivencias y los libros que nos ayudaron a conocerlas y embellecerlas; él, que supo moldear en su torno una escritura rebosante de tonalidades cromáticas y afectivas, evanescente y casi táctil a un mismo tiempo, a la vez que esponjosa, profunda y horadada de intersticios por los que colarse subrepticiamente la subjetividad del lector, creando con ello y para siempre una nueva sensibilidad para la experiencia literaria moderna. En su obra, el amor por la vida y la intelección de sus aspectos más luminosos tanto como de los más oscuros destilan en una misma miel agridulce de cuya inyección intravenosa nadie puede voluntariamente substraerse. Porque Proust, conforme a lo dicho anteriormente, es de esos escritores gigantes cuya obra es un monumento, en medida tal que resulta muy difícil no rendirle culto. Un monumento, por cierto, de sí mismo y a sí mismo, es decir, consagrado a su propia vida en tanto que es aquella a la que se tiene acceso -por tanto “a su vida”, y no “a su ego”-, ya que no hay que olvidar que en lo que En busca del tiempo perdido tiene de encanto histórico para nosotros era, en cambio, para él, actual, y, por consiguiente, una suerte de costumbrismo de alto nivel. Todas las posibilidades sensibles, interesantes, intensas, están vividas ya en el seno del tiempo propio, y a Proust le importan poco aquellas que quedan fuera y que pudieran ser objeto de un relato enteramente imaginario o intencionadamente histórico. Ello no significa que sólo la rememoración tenga sentido para la literatura, puesto que el propio Proust, en un pasaje poco o nada citado del final de Por el camino de Swann, que estos días cumple cien años, ha criticado el amor al pasado por sí mismo, como si el presente no tuviera de suyo derechos de aliento:



“Pero cuando desaparece una creencia, la sobrevive
-y con mayor vida, para ocultar la falta de esa fuerza
que teníamos para infundir realidad a las cosas nuevas-
un apego fetichista a las cosas antiguas que ella animaba,
como si acaso lo divino residiera en las creencias y no en
nosotros, y como si nuestra incredulidad actual tuviera
por causa contingente la muerte de los dioses”.

Curiosamente, pese a esos siete volúmenes imprescindibles, o a causa de ellos, la imagen del Proust “de carne y hueso” -por usar una expresión de Bergson que adoptaría Unamuno- se difumina. Era judío, como lo fue también Bergson, lo que movió su tenue interés político hacia el caso Dreyfus, que encumbró a Émile Zola. Era homosexual: de hecho, Du côté de chez Swann arranca la primera narración occidental, no sin algunas reservas, del “amor que no dice su nombre” junto con el Maurice de E.M. Forster, que comenzó a ser escrito ese mismo año de 1913 (los gustos sexuales de Proust fueron parodiados por Roald Dahl en Mi tío Oswald, espero que con no mala intención). Y era, finalmente, rico, lo que le permitió escribir sin preocuparse de trabajar, tendido en su cama de enfermo, como después Juan Carlos Onetti, con las paredes de su habitación cubiertas de corcho y atendido por criados. Sin compartir ninguno de eGilles Deleuzestos tres rasgos, pero no carentes de talento, infinidad de escritores han querido no sólo escribir como Proust, sino casi ser Proust. En España, Llorenç Villalonga, Corpus Barga o Francisco Umbral. En EE.UU., Truman Capote, y en la propia Francia, no digamos… Paul Morand, por ejemplo, le dedica el siguiente poema, traducido por Marie-Christine del Castillo para la editorial Renacimiento:



Oda a Marcel Proust
Sombra
nacida del humo de sus fumigaciones,
el rostro y la voz
desgastados
por el uso de la noche,
Celeste,
con su rigor, suave, me mete en el jugo negro
de su habitación
que huele a corcho tibio y a chimenea muerta.
Tras la pantalla de los cuadernos,
bajo la lámpara rubia y pringosa como una confitura,
su rostro yace sobre una almohada de tiza.
Usted me tiende unas manos enguantadas en filoseda;
silenciosamente su barba crece
al fondo de sus mejillas.
Digo:
—Tiene usted un excelente aspecto.
Usted contesta:
—Querido amigo, hoy estuve tres veces a punto de morir.
Sus ventanas eternamente cerradas
le niegan al bulevar Haussmann
lleno hasta el borde
como un brillante abrevadero                    
del estruendo de chapa de los tranvías.
¿Acaso nunca ha visto usted el sol?
Pero lo ha rehecho, como Lemoine, tan verdadero,
que sus árboles frutales
han florecido en la noche.
Su noche no es nuestra noche:
está llena de los fulgores blancos
de las catleyas y de los vestidos de Odette,
los cristales de las copas, las lámparas de araña
y las chorreras encañonadas del General de Froberville.
Su voz, blanca también, traza una frase tan larga
que parece plegarse, mientras como un enfermo
adormilado que se queja,
dice: que le han causado un gran pesar.
Proust, ¿Pero de qué fiestas nocturnas
vuelve usted con estos ojos tan cansados y tan lúcidos?
¿Y qué espantos, a nosotros vetados, ha conocido
para volver tan indulgente y tan bueno,
y sabiendo las obras de las almas
y lo que ocurre dentro de las casas,
y que el amor duele tanto?
¿Tan terribles eran esos desvelos como para que perdiera
esa rosada frescura
del retrato de Jacques-Émile Blanche,
y apareciera esta noche
con la misma dócil palidez de los cirios,
pero feliz de que creamos en su dulce agonía
de dandy gris perla y negro?



En filosofía, José Ortega y Gasset calificaba es estilo de Proust como “gaseoso”, a fin de que cuadrase con su tesis de la deshumanización del arte; Gilles Deleuze estudió el uso de los signos, en contraste con las ideas platónicas; pero yo me quedo, una vez más, con Bergson, quien, al término de Introducción a la metafísica, afirmaba que, mediante la intuición, tal como la entendía, en el lugar del conocimiento kantiano, la filosofía estaba en condiciones por primera vez de ofrecer un contacto con el pulso irrepetible de cada instante del devenir, y, por tanto, el gozo. Esta fue la verdadera lección intelectual, creo, que recorre el fresco completo de la escritura proustiana.


Fonte: Hypérbole

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