PICICA: "(...)¿a qué cultura nos referimos cuando exigimos que se
financie con recursos públicos procedentes de los impuestos de tod+s?
Es imposible disociar la política de lo cultural como lo es disociar
ambas del poder. Si confundimos las distintas acepciones de cultura y,
por tanto todo vale, si impedimos pensar críticamente los efectos
normativizadores y alienantes de determinadas prácticas culturales; si
desplazamos los discursos de las políticas culturales hacia eufemismos
mercantilistas (ciudades creativas, smart cities emprendimiento cultural
etc..) es evidente que corremos el riesgo de pasar por alto que la
cultura, además de implicar la elaboración, circulación y consumo de
bienes, debiera ser, sobre todo, fundamentalmente, el conjunto de
herramientas que permitieran una construcción de ciudadanía crítica
–hacia unos u otros- capaz de poner en circulación sus propios sentidos,
sin mediaciones/imposiciones patrióticas, paternalistas ni
propietarias."
DEMOCRACIA Y ACCESO A LA CULTURA
La premisa básica de la cultura democrática se funda en la vieja idea ilustrada de proporcionar acceso universal, libre y gratuito o a precios asequibles (sobre todo para los más desfavorecidos) a los saberes y obras generadas a lo largo de la historia por creadores, pensadores, autores, intérpretes, investigadores, etc. Así se recoge en el artículo 27.1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en el beneficio que generen”.Las instituciones públicas clásicas que todos conocemos (escuelas, universidades, centros de investigación, museos, bibliotecas, archivos, teatros, conservatorios de música, centros culturales etc.) surgieron para facilitar ese objetivo: asegurar el pleno desarrollo de esa cultura democrática responsabilizándose de garantizar la producción, distribución, promoción y disfrute de la más amplia variedad posible de manifestaciones culturales.
Sin embargo, como Joost Smiers y Marieke van Schijndel señalan en su libro Imagine… No copyright, desde que los recursos culturales y las obras artísticas se consideran sobre todo mercancía y se miden por su valor de cambio, el copyright (derecho de propiedad intelectual) otorga a las grandes industrias de la cultura un control casi absoluto y abusivo sobre el uso y distribución de una parte cada vez mayor de producciones artísticas; y en consecuencia dominan el mercado de las películas, canciones, novelas, series de televisión, obras de arte, diseño y otras formas de creación. Gozan de un importante poder para decidir lo que vemos, escuchamos, leemos, vestimos, consumimos y, claro está, determinan también lo que no podemos. Cierta tendencia a la uniformización de contenidos se impone cada vez más sobre la diversidad cultural. De esta manera, parafraseando a Hannah Arendt, el derecho a tener derechos quedaría, sometido a la hegemonía del mercado.
Desde que las personas, más allá de su libre condición de ciudadan*s, son considerados solo como clientes consumidores por la ideología neoliberal, “la audiencia” se torna en objetivo fundamental de los consejos de administración de las grandes multinacionales del espectáculo y el ocio -aquellas que Adorno denominaba industria de la consciencia– que no dudan, con todas sus técnicas de marketing y de psicología social, en “imponer” los gustos colectivos y así limitar la diversidad de producción, distribución y acceso. No es casual que para Gramsci el lenguaje fuera una forma de concebir el mundo. Su apropiación es por ello parte del proceso hegemónico cultural, con el fin de construir una conciencia acrítica en la que prima cada vez más una concepción mercantil de la cultura. Como dice Ignacio Molano en Cuando hablan de cultura. El mito de lo cultural en el nuevo espacio público, dominan la fuente de gran parte de las creaciones de sentido y, en consecuencia, los espacios de intercambio social.
De este modo, nos convertimos en meros compradores de productos prefabricados cuyos contenidos, en la mayoría de las ocasiones, están determinados por su valor de cambio, y por su capacidad de generar pingües y rápidos beneficios. Además sus rentas, en un porcentaje muy alto, se las distribuyen entre una élite de privilegiados que viven rodeados de glamour y lujo, como parte sustancial de ese mismo espectáculo: cultura del photocall, marcas publicitarias, alfombras de todos los colores para sus paseos de estrellas, grandes mansiones, superfluos caprichos y un sin fin de necedades innecesarias.
No está de más recordar que estas grandes industrias ocupan también un lugar determinante dentro del capitalismo financiero actual. Muchas de ellas forman parte de otros entramados empresariales menos espectaculares, pero mucho más implicados en las derivas especulativas de la economía actual.
Esas redes internacionales del negocio de la investigación y la cultura, en gran medida, se asientan sobre el control de las patentes y el copyright. Las sociedades nacionales de gestión de derechos, en términos generales, son sus gestores y garantes locales. Así pues, son parte del problema y de la lamentable situación en la que se encuentra el heterogéneo sistema cultural, financiando en un alto porcentaje, directa o indirectamente, con recursos públicos.
Sorprende que los partidos denominados progresistas, que en algunos casos dicen ser también anticapitalistas o, en otros, críticos con determinadas prácticas del capital, mantengan posiciones tan complacientes con este estado de cosas y se limiten a reclamar una simple limpieza de cara de las sociedades de gestión. Se echa de menos una fuerza electoral que en su programa, cuando hable de cultura, proponga diversificar mucho más y, desde luego, fiscalizar mejor las sociedades de gestión de derechos; incentivar la creación de otro tipo de asociaciones privadas u organismos públicos que garanticen los derechos laborables de los trabajadores culturales y su capacidad de organización colectiva o sindicación profesional; modificar las leyes de propiedad intelectual y de patentes; abrir cauces a todo tipo de licencias para romper el monopolio del copyright restrictivo y privativo; ampliar los márgenes públicos de acceso a los saberes; facilitar herramientas y medios para la producción y la reproducibilidad de los bienes comunes (al menos, para empezar, los de las instituciones públicas o financiados con recursos de todos); iniciar un amplio proceso pedagógico y social de cambio tecnológico hacia el software libre de código abierto, sistemas de acceso a la información pública de datos abiertos, comunidades guifi, etc.
En definitiva, aplicar las políticas que desde hace años se vienen dando en los hacklab, muchos centros sociales autogestionados y algunas instituciones pioneras en las luchas a favor de la cultura libre o, mejor dicho, accesible. Una estrategia de cambio realmente transformadora -porqué no decirlo, en este caso, revolucionaria- que, poniendo el foco en el bien común, pueda forjar un sistema cultural viable -incluido su mercado- en el que la propiedad de los medios de producción, distribución, promoción y difusión esté ampliamente repartida y en el que nadie controle por completo los contenidos de las manifestaciones culturales ni su uso mediante la propiedad exclusiva y monopolista de sus derechos. Un sistema que pueda servir especialmente a los intereses de la mayoría de los trabajadores, artistas y creadoras que, como está demostrado, no obtienen ingresos sustanciales con el copyright.
Sin embargo, por lo que parece, una vez resuelta la mala gestión y el despilfarro de la SGAE -por poner un ejemplo- se va a seguir sin pensar la estructura del sistema cultural, sin entrar de lleno a responder las grandes preguntas que se deberían hacer para saber qué entendemos por cultura pública y, sobre todo, de qué tipo de prácticas culturales hablamos cuando reclamamos recursos de las diferentes administraciones del Estado.
Últimamente, cuando se plantea esta batalla sobre los derechos de los trabajadores culturales o sobre la propiedad intelectual y las mediaciones necesarias para su gestión, se ha detectado, de nuevo, toda una corriente de pensamiento que considera la cultura libre sospechosa de tener parecidos de familia con la agenda neoliberal de la Ideología Californiana -como menciona David García Arístegui en ¿Porqué Marx no habló de copyright?-, haciendo caso omiso de los que pensamos que la cultura libre o, tal vez mejor dicho, cultura del acceso democrático también podría ser sinónimo de bien común.
Una política cultural democrática, por tanto, trataría de superar el paradigma de una cultura basada en el consumo; abriría cauces para dejar atrás esa sociedad instrumental que, mediante procesos complejos de alienación, convierte a los sujetos en objetos de cambio y a los objetos en finalidades de la vida humana, inscribiéndonos en un modelo cultural en cuyo centro se sitúa la cultura como moneda de cambio -mercancía- y no como bien de uso de interés común.
No me cabe duda que para conseguir ese objetivo debemos cambiar las reglas de juego del sistema. Para financiar el arte y la cultura o invertir en educación como bienes comunes hay que liberar capital de la especulación y de todos los procesos de acumulación, incluidos los de las grandes y poderosas industrias culturales -descarado enriquecimiento de unos pocos privilegiados y cada vez mayor pobreza de la gran mayoría (precarización de l*s trabajadores culturales)- para destinarlo al pueblo, empezando por los que no tienen recursos.
Por tanto, si queremos una cultura de tod*s para tod*s, también tendríamos que considerar la propiedad intelectual como un derecho limitado de uso, unido a determinadas responsabilidades sociales: la brecha cultural entre ricos y pobres, el equilibrio ecológico de la diversidad, la libre comunicación intercultural, la participación en el acceso democrático a los saberes o la independencia en la producción de contenidos; límites que nos permitan asegurar el uso sin restricciones de una gran reserva universal de expresiones artísticas y nos garanticen tomar las medidas necesarias para crear las condiciones adecuadas que permitan el trabajo digno de tantos creadores como sea posible en todos los rincones del mundo. El mismo Marx, aunque no creía en la figura del genio creador, fue defensor de los derechos de autor, pero entendidos como los derechos de cualquier otro trabajador, no como un privilegio.
Para conseguir alguno de esos objetivos, habría que recuperar los bienes y saberes comunes y la propiedad colectiva de los conocimientos; llevar a cabo políticas públicas que impidan la concentración de medios de los nuevos monopolios (Amazon, Google, Facebook…); reapropiarnos de nuestra fuerza de trabajo, mejorando las condiciones laborales, estableciendo remuneraciones justas y proporcionadas. En definitiva, dignificar la vida que nos está siendo robada; y hacerlo mediante la política, claro está, pero ejerciéndola como una mediación con la construcción social, local y universal. Política cultural sí, claro, pero qué política y con qué fines, he ahí la cuestión.
Por tanto, ¿a qué cultura nos referimos cuando exigimos que se financie con recursos públicos procedentes de los impuestos de tod+s? Es imposible disociar la política de lo cultural como lo es disociar ambas del poder. Si confundimos las distintas acepciones de cultura y, por tanto todo vale, si impedimos pensar críticamente los efectos normativizadores y alienantes de determinadas prácticas culturales; si desplazamos los discursos de las políticas culturales hacia eufemismos mercantilistas (ciudades creativas, smart cities emprendimiento cultural etc..) es evidente que corremos el riesgo de pasar por alto que la cultura, además de implicar la elaboración, circulación y consumo de bienes, debiera ser, sobre todo, fundamentalmente, el conjunto de herramientas que permitieran una construcción de ciudadanía crítica –hacia unos u otros- capaz de poner en circulación sus propios sentidos, sin mediaciones/imposiciones patrióticas, paternalistas ni propietarias.
Como dice el propio García Arístegui al final de su libro, un contexto de pésima imagen de las entidades de gestión y de los sindicatos, puede ser un buen momento para generar nuevas instituciones que redefinan qué tipo de industrias -añadiría sistema cultural- queremos, con qué condiciones laborables y que nuevos consensos se pueden alcanzar en torno al acceso a la cultura, además de posibilitar nuevas alianzas en un mercado laboral cada vez más precarizado.
Creo que en los próximos años habrá que esforzarse para salvar el arte y la cultura de esta deriva privatizadora, utilitarista y mercantilista en la que ha sido encerrado el complejo sistema cultural. Habrá que resistir a la disolución programada de la enseñanza pública, de la investigación, de los clásicos y de todos los bienes culturales comunes porque el dominio público de los conocimientos y los bienes artísticos se está desmoronando con mayor rapidez que los casquetes polares. Sabotear de esta manera la cultura y la educación significa hipotecar el futuro de la humanidad.
Si seguimos como estamos, como si no pasara nada, hablar de arte, cultura y educación es como hacerlo del sexo de los ángeles. Es decir, puro idealismo. Cuando lo que haría falta, de verdad, es un poco más de materialismo, entendido no solo como la acepción marxista, sino como la manera de abordar las formas radicales necesarias para entrar en materia.
Fonte: Santiago Eraso Beloki
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