agosto 05, 2012

"Diagnóstico, subjetivación, común: tres caras de la emancipación, hoy", por Judith Revel

PICICA: "Creo que es sólo a partir de este doble condición –una falta de homogeneidad colectiva estratégica y políticamente articulada y agitada, y una desmultiplicación de los predicados subjetivos de la singularidad –que se puede pensar en una transversalidad de las luchas, es decir, en un horizonte no de unificación pero de composición de la diversidad de los movimientos, de las situaciones locales en sus propias diferencias. Probablemente, esto implica explorar nuevos caminos: la transferencia y la traducción de experiencias políticas de un contexto originario a un contexto de recepción distinto; el mestizaje o la contaminación de experiencias entre sí; la circulación de los saberes de organización y de luchas; lo mutuo y el uso compartido de las prácticas…" 

JUDITH REVEL - imagem posta em univ-paris1.fr

Diagnóstico, subjetivación, común: tres caras de la emancipación, hoy*



Judith Revel

Quisiera intentar mostrar brevemente cómo, en los últimos treinta años, el vínculo entre la crítica social y política, por una parte, y las formas de la emancipación, por otra, se han desplazado y rearticulado en una serie de reflexiones sobre el accionar político que prueban estar a la altura de los tiempos.

Partiré de una referencia simple y, sin embargo, creo, aún válida. Hace medio siglo, un hombre que era el centro de los procesos de emancipación de fuerza innegable, y que intentaba, en aquella tormenta, sin duda incierta, pero llena de esperanzas, redefinir, al menos en parte, la gramática de la crítica social, Franz Fanon, había insistido en la necesidad del concepto de "hacer músculo". Creo, a veces, que esta necesidad se puede invertir: porque a menudo, son las experiencias (militantes, pero más generalmente las experiencias del mundo y en el mundo) las que exigen ser pensadas. Ahora bien, el pensamiento siempre es histórico, y sus instrumentos también lo son. Ocurre que la grilla conceptual, la gramática política y las articulaciones lógicas que se consideraban adquiridas ya no funcionan tan bien o no funcionan más. Esto no significa decir que hayan sido falsas con anterioridad, pero que un ajuste, una modificación, una rearticulación, –es decir, el registro de una discontinuidad - son inevitables. Sin haber tenido (nunca) ninguna simpatía por aquella etiqueta vacía que es la palabra postmodernidad, pienso, sin embargo, en este sentido, que una fisura sobre los bordes de la modernidad, una exfoliación de la modernidad, puede describirse. Perdonen por este preámbulo sobre el método demasiado largo, pero me parecía necesario antes de entrar en el tema de fondo. Quisiera empezar con una cita, cuya reputación, la da, por el momento, el propio autor.

 “(…) voy a decir lo siguiente: desde hace diez o quince años lo que se manifiesta es la inmensa y proliferante criticabilidad de las cosas, las instituciones, las prácticas, los discursos, una especie de desmenuzamiento general de los suelos, incluso y sobretodo de los más conocidos, sólidos y próximos a  nosotros, a nuestros cuerpos, a nuestros gestos de todos los días. Pero al mismo tiempo que este desmenuzamiento y esa sorprendente eficacia de las críticas discontinuas y particulares, locales, se descubre en los hechos, por eso mismo, algo que no se había previsto en un principio: lo que podríamos llamar efecto inhibidor propio de las  teorías totalitarias, y me refiero, en todo caso, a las teorías envolventes y globales. No digo que esas teorías envolventes y globales no hayan proporcionado y no proporcionen todavía, de una manera bastante constante, instrumentos localmente utilizables: el marxismo y el sicoanálisis están precisamente ahí para demostrarlo. Pero creo que solamente proporcionaron esos instrumentos localmente utilizables con la condición, justamente, de que la unidad teórica del discurso quedara como suspendida o, en todo caso recortada, tironeada, hecha añicos, invertida, desplazada, caricaturizada, representada, teatralizada, etc.  Sea como fuere, cualquier recuperación en los términos mismos de la totalidad provocó, de hecho, un efecto de frenado. (…). primer carácter de lo que pasó desde hace unos quince años: carácter local de la crítica, lo que no quiere decir, me parece, empirismo obtuso, ingenuo o necio, y tampoco eclecticismo blando, oportunismo, permeabilidad o cualquier empresa teórica (…). Creo que ese carácter esencialmente local de la crítica indica, en realidad, algo que es una especie de producción teórica autónoma, no centralizada, vale decir que no necesita, para establecer su validez, el visado de un régimen Común."

Este texto, que a su modo habla de nosotros y del modo en que podemos, o debemos, practicar el pensamiento crítico, es extraído de la clase de Michel Foucault del 7 de enero 1976 en el Collège de France. Creo que, aunque han transcurrido 36 años, se puede recortar – para retomar la misma palabra de Foucault ( "découper", recortar) - algunos elementos importantes del análisis.

Primer elemento. Nosotros también estamos en un momento de extrema riqueza y proliferación de movimientos. Cuando Foucault alude a los últimos quince años, piensa naturalmente en lo que produjo el 68 y en lo que le siguió. Para nosotros hoy, la exploración podría ser el giro de 1995 – las grandes huelgas de los transportes en París, la publicación del Libro de Rancière, la Mésentente; o, en los años inmediatamente posteriores, la aparición del "pueblo de Seattle" como nuevo sujeto político, y que habría de marcar en el futuro el escenario de la globalización. Esto no significa evidentemente una superposición o una identidad de las dos periodizaciones sino el reconocimiento del dato que tienen en común: en ambos casos, parece que las formas de la subjetividad política han ido renovándose y proponiendo escenarios, articulaciones, modos de intervención y análisis absolutamente nuevos.

Segundo elemento. Mucho menos probable es que sintamos la tentación de lo que Foucault llama la "tentación de la lectura totalitaria" –donde "totalitario", por un extraño lapsus, significa en realidad "totalizante", sistémico, homogéneo. La presencia de las ideologías y de los sistemas está, de hecho, extremadamente debilitada con respecto a la segunda mitad del siglo XX. Esto no significa que esta tentación no se pueda reproducir de otra manera; ya no con referencia a una supuesta lectura en clave "total" del mundo, sino mediante la permanencia –casi transhistórica- de elementos no interrogables como tales. Con no interrogables quiero significar no historizables. Pensemos por ejemplo cuánta pretensión totalizadora está contenida en aquella decisión, teórica y política, de mantener a toda costa términos como «soberanía", “nación", "partido", "representación política", aunque la realidad nos muestre el cambio, la disfuncionalidad y, en algunos casos, incluso la desaparición.

Tercer elemento. Me parece, por el contrario, que la insistencia sobre la dimensión de la localización, sobre la importancia de la crítica local, es, por parte de Foucault, un formidable anticipo de la condición en la que nos encontramos hoy. Aquello que, desde hace años, proponen tanto los pensamientos post-feministas, como los coloniales y los subaltern studies  –pienso, por ejemplo, en la recuperación de la idea de situación (arrebatada a la jerga del existencialismo sartriano y redefinida como la puesta en situación de las prácticas y de los discursos, como reivindicación de "los saberes y prácticas situadas")- debe entenderse en este sentido: una localización geográfica e histórica (y, añadiría,  social) de la propia posición, de la propia crítica.

No tengo tiempo para detenerme mucho sobre el punto, pero me parece importante señalar que el riesgo de todo intento de localización de la crítica es pensar que la dimensión de lo "local" se refiera sólo al espacio. Hacer jugar la propia diferencia, reivindicar el propio contexto, indicar las coordenadas de la propia posición –una vez más, para diferenciación respecto de las posiciones dominantes y de las que pretenden valer absolutamente y para todos– se refiere evidentemente al espacio. La necesidad de provincializar Europa, o la de descentrar el centro de gravedad del Imperio hacia nuevos horizontes, donde China, América Latina o India pasan a ser – nos guste o no – nuevos puntos de referencia para la comprensión del devenir-global del mundo, es obvia. Pero no debemos creer que la relativización, a lo que Derrida llamaba la gran "mitología blanca", basta. Porque la localización compete igualmente a la historia: nuestra posición es, al mismo tiempo, espacial y temporal. Ahora bien, sin embargo, la crítica precisa a la pretensión de hegemonía del pensamiento occidental no olvidamos  no podía al mismo tiempo denunciar el colonialismo del pensamiento, y seguir utilizando conceptos –como soberanía, o nación, o pueblo –sin preguntarse sobre el contexto histórico en que estos habían surgido. Porque este contexto histórico es relativo en cuanto al espacio al que está vinculado: ninguna historia puede pretender no ser históricamente "local". Cada historia es un momento. Esto no significa que no tenga importancia. Sólo significa que, si por crítica se entiende el trabajo de localización de nuestra posición, entonces por crítica se entiende un doble trabajo en el espacio y en el tiempo. La crítica es, desde este punto de vista, tanto una cartografía como una genealogía. En el encuentro de estas dos dimensiones, me parece que aquello que Foucault llamaba un diagnóstico, una actividad de diagnóstico, viene eficazmente a decir la obligación – filosófica y política –de hablar siempre del lugar (vale también decir: del tiempo)  en que nos encontramos. El dónde y el ahora.

Todo esto es bastante conocido. Pero si insisto hoy, es porque me parece que no se puede seguir planteando algunos problemas que en el pasado estructuraron nuestra reflexión alrededor de la crítica social. Creo, por ejemplo, que la exigencia de criterios, o de valores, a partir de los cuales construir la crítica, debe ser enteramente reformulada; que, si se intenta identificar condiciones de posibilidades a priori de esta crítica, entonces se está inevitablemente obligado a reintroducir la referencia a una serie de universales, de fundamentos; en definitiva a suponer, como fundamento de la actividad crítica, una especie de punto ciego de la crítica misma. Esto no significa que nos debamos sumergir en el relativismo absoluto, sino que la cuestión de los universales debe ser tratada de manera diferente: haciendo, por ejemplo, que la universalidad que se considere políticamente necesaria, no deba ser asumida como fundamento, sino construida por la misma práctica política. Que no sea una base a partir de la cual moverse, sino un horizonte, un objetivo, el producto eventual de un cierto accionar político. En resumen, la universalidad – por ejemplo la  universalidad de los derechos incondicionales para los hombres y las mujeres, debe ser construida. Si no comprendemos este punto dejaremos, una vez más, crearse la abismal diferencia entre igualdad de los derechos y desigualdad de hecho que parece caracterizar nuestras sociedades –ese gap que no sólo desgarra las vidas y denuncia las deficiencias de nuestras democracias, sino que nutre al infinito el pragmatismo político al cual, bastante a menudo, estamos sometidos.

Asumimos, por tanto, la crítica como local–espacialmente, históricamente.

Sin embargo, existe un riesgo. Si abandonamos las tranquilizadoras certezas de los pensamientos totalizadores, de los sistemas homogéneos, de las explicaciones omnicomprensivas, de los universales fundamentales, ¿no estamos acaso entregados necesariamente a la dispersión? ¿Al debilitamiento político en el que aquella parcelación espacial y temporal de los frentes de la crítica, puede de hecho traducirse?

Este riesgo de la dispersión y de la pérdida de potencia toma en realidad tres formas.

La primer forma es aquella de la segmentación de la crítica y de las luchas; si debemos localizarlas, la tentación de  la "identitación" de las luchas, de los sujetos de las luchas, es grande. Este devenir identitario es a menudo producto de los sujetos mismos, porque es percibido como la única forma de resistir al supuesto "totalizante", de hacer jugar la propia diferencia como reivindicación de la  "situación" específica; a veces, sin embargo, es inteligentemente manipulada, contra las luchas, por la gran máquina de reabsorción, de la  despotenciación y de digestión de las luchas, que es el discurso periodístico-político de la segmentación; ¿qué movida más eficaz puede haber para impedir a una revuelta que se propague? El devenir identitario de la crítica (y de las luchas que son la traducción concreta) recibe entonces, en ambos casos -sea ello producto de la voluntad política de la  subjetividad en lucha o de la máquina periodístico-política– dos traducciones: la primera es la referencia a una supuesta identidad natural (no somos iguales a los demás porque somos distintos en naturaleza); la segunda es la traducción de la afirmación identitaria en el terreno exclusivo de la reivindicación de los derechos (es decir, una diferencia concebida al interior del derecho positivo, una defensa "corporativa" de la diferencia).
La segunda forma de la segmentación –y del peligro que entraña– es aquella de la jerarquización de las diferencias.
La tercera, que viene inmediatamente ligada, es aquella del juicio "moral" sobre las luchas –con todo el cortejo de variaciones prácticas inmediatas.

Desde este punto de vista, en los últimos meses, hemos asistido –precisamente en nombre del reconocimiento de las diferencias y de la segmentación necesaria de lo que la realidad nos ofrecía aquí y allá como situaciones de lucha, producciones de prácticas y de discursos críticos, emergencias de nuevas subjetividades – a intentos de ponerlas bajo signos aterradores: por ejemplo, los Acampados españoles eran simpáticos; como los tunecinos, los libios y los egipcios de la primavera árabe –salvo cuando llegaban a las costas italianas, a las fronteras francesas, o incluso a las calles del centro de París; en cambio, en Londres, los sujetos de los riots (revueltas) del verano no lo eran para nada. El problema no es expresar una opinión política sobre estas situaciones o sobre estos sujetos políticos –que en realidad son totalmente diferentes entre sí. El problema es no decir nunca en nombre de qué criterios (políticos) de evaluación se juzga; y de hablar, en su lugar, a partir de juicios que son antes "morales" que políticos. La jerarquización es evidente: en lugar de un análisis, hemos descalificado propia y verdaderamente, y colocado en su lugar "promociones";  en general a partir de la idea que si un movimiento no hace ruido, no actúa y no se encuentra nunca en situación de enfrentamiento, entonces es endosado a la Comunidad de “democráticos"; si, por el contrario, tiene la mala idea de estar vivo, de expresar antagonismo y de decir o demostrar lo que es inaceptable, entonces su acogida es más problemática.

¿Cómo hacer para salir de este doble impasse? ¿Cómo rechazar los sistemas totalizantes, mantener el carácter "local" no conmensurable, de las situaciones de lucha, sin caer en la trampa de esta fragmentación sin recomposición posible?

Hoy, estamos, creo, ante esta pregunta.

Esta dificultad teórica, que es también una incerteza política, ha tenido efectos inmediatos. Al interior de la reflexión filosófico-política, así como al interior de los mismos movimientos,  el temor de no poder gestionar eficazmente la infinita variedad de los fenómenos de rebelión ha llevado, en los últimos meses, a algunos a reintroducir al menos en parte una perspectiva "totalizadora": se ha elegido una situación (para algunos, Túnez; para otros América Latina; para otros incluso las luchas de los obreros chinos), y se ha probado unificar, a partir de esta situación, ya asumida como un paradigma general o como matriz, las lecturas de otras situaciones. Pero el sentimiento de achatamiento ha sido inmediato, y a menudo el forzamiento notable; y más allá del aspecto caricaturesco que este tipo de lectura produce inevitablemente, es lícito preguntarse sobre el supuesto que soporta el edificio entero: la idea de que la naturaleza de las subjetividades políticas que se expresan en los movimientos es inmediatamente legible. Esta "legibilidad" puesta en principio es aquello que hace posible la idea de una unificación de las distintas situaciones de lucha a partir de una matriz, la creación de un principio de conmensurabilidad que asigna a toda realidad una identidad derivada de la primera.

Por otro lado, precisamente porque el forzamiento es evidente, se han ido empujando a radicalizar las diferencias. Es sobre este punto de las diferencias de subjetividad que quisiera detenerme ahora, con una serie de hipótesis que me limito a plantearlas de manera muy esquemática.

Primera hipótesis. Estas subjetividades son diferentes porque son colectivamente, internamente, no homogéneas. Decir que no están unificadas por principio, que no tienen en sí un principio de unidad absoluto, no significa que no presenten estratégica y políticamente, en un momento dado, una unidad: la unidad es el resultado político de una práctica, no la condición de posibilidad de esta práctica. En consecuencia, si la única unidad que queremos considerar es la obtenida en la lucha, entonces hablar de una subjetividad política significa inmediatamente tener que dar cuenta de una composición –significa investigar una composición de clase. Esta composición de clase no supone "la clase" pero construye la realidad necesariamente cambiante de una articulación posible tras la falta de homogeneidad. Un sujeto de lucha, hoy, es tan potente cuanto interiormente compuesto, diferenciado y, sin embargo, estratégicamente articulado (pienso en el intraducible término deleuziano de "agencement"). Si pensamos bien, las luchas triunfantes en estos últimos años han sido precisamente aquéllas donde se jugaban más explícitamente la riqueza de su falta de homogeneidad como motor político: su propia potencia era proporcional al coeficiente de composición que ponían en el campo. Y, al contrario, las luchas identitarias, socialmente homogéneas, corporativas, sectoriales, han sido siempre más perdedoras.

Segunda hipótesis. Si las subjetividades son colectivamente no homogéneas, son también, singularmente múltiples, pululantes: ponen en escena una singularidad cuyos predicados son infinitos. Cada uno de nosotros es una lista infinita –en devenir, en cambio perenne– de predicados. El carácter político de la reivindicación de esta "infinitud" es evidente: es la única estrategia para poder rechazar el mandato de ser alguien, vale decir algo necesariamente. El mandato identitario aquí nos pide reducir el número restringido de las características y de la calidad en los que nos reconocemos, y de ordenarlas por su importancia. ¿Blanca antes que femenino? ¿Universitaria antes que Blanca? ¿Qué determinación cuenta más? ¿Qué sutil jerarquía circula aquí al presentar la determinación de clase, de color, de género, de edad –y de tantas otras – bajo la forma ambigua de la identidad unívoca? A la inversa, la infinitud no jerarquizada de los predicados es la condición misma del devenir. En nombre de las relaciones de fuerza que debo afrontar, puedo elegir políticamente poner adelante tal o cual otro predicado – puedo elegir ser hoy más mujer de lo que es Blanca, o más cuarentona que universitaria; pero se trata necesariamente de una elección provisional que no excluye ni la superposición de las determinaciones (ser mujer ynegra, y no sólo mujer o negra; más bien, ser mujer, negra y precaria en lugar de ser la una o la otra de estas determinaciones), ni las transformaciones de estas determinaciones por contaminación, ni la proximidad con otras determinaciones. Pienso por ejemplo en la feminización del análisis del trabajo a la que asistimos cada vez más hoy, así como, por el contrario, en el economicismo y en la marxianización de algunos discursos feministas –porque la pertenencia al género no anula la pertenencia de clase, pero marca desplazamientos, duplica la explotación, permite describir fenómenos inéditos de sometimiento; o aún en el cruce entre determinaciones de color y determinaciones de género –difíciles de admitir, aún hoy, incluso en algunos discursos “indigenistas" o poscoloniales donde la igualdad hombre/mujer se postula allí donde la cultura “nativa", exactamente como la cultura colonial, en realidad ha jerarquizado, desclasificado y puesto como subalternas a las mujeres.

Creo que es sólo a partir de este doble condición –una falta de homogeneidad colectiva estratégica y políticamente articulada y agitada, y una desmultiplicación de los predicados subjetivos de la singularidad –que se puede pensar en una transversalidad de las luchas, es decir, en un horizonte no de unificación pero de composición de la diversidad de los movimientos, de las situaciones locales en sus propias diferencias. Probablemente, esto implica explorar nuevos caminos: la transferencia y la traducción de experiencias políticas de un contexto originario a un contexto de recepción distinto; el mestizaje o la contaminación de experiencias entre sí; la circulación de los saberes de organización y de luchas; lo mutuo y el uso compartido de las prácticas…

Pero esta transversalidad exige también efectos de articulación que difícilmente sean compatibles con la sacralidad de la identidad, o con los restos de la hegemonía del Yo. Arrancado de sí mismo, pues –de la propia condición de opresión, aunque también de la propia individuación, viejo tema caro a Fanon, con el que empezaba esta intervención; pero también: convencerse de que devenir otro no significa renunciar a la propia singularidad, sino más bien que sólo el devenir, en cuanto proceso de diferenciación infinito, permite la singularidad. Esta transversalidad exige que la rearticulación del devenir diferencial de las diferencias –el hecho de que nunca dejo de ser diferente de mí mismo, precisamente porque aquel diferir me hace ser paradójicamente lo que soy– no descanse sobre ninguna otra cosa más que sobre una experiencia compartida; que esta experiencia, que es de lucha, construya paradójicamente aquello que rechaza como fundamento: un común en perenne reformulación, un común de luchas y de prácticas, un común de experimentación.

Se trata, en este contexto, de replantear totalmente la emancipación, no (o no sólo) como proceso de liberación, sino como proceso de constitución. El peligro de la emancipación reducida a mera perspectiva de liberación, es que no existe, sin aquello contra la que se define (y sobre lo que postula la unidad); y que probablemente no sobreviva. Una vez emancipada –una vez adquiridos los derechos negados, una vez obtenidos los reconocimientos políticos, una vez devenido sujetos de representación política- ¿qué queda de la subjetividad en lucha, sino el lugar del amplio dispositivo de reabsorción del que ahora forma parte? ¿Qué queda, si no la constatación de que, desde este punto de vista, los reformismos son siempre ganadores?

Probemos entonces modificar ligeramente la idea de emancipación que tenemos; y añadir a la sacrosanta reivindicación de lo que no se tiene, o a la lucha contra lo que nos somete, una práctica de libertad incondicional. Des sometimiento y subjetivación son pensados de conjunto; porque un des sometimiento que no sea inmediatamente producción de subjetividad, o una luchacontra algo que no sea inmediatamente la constitución de alguna otra cosa son destinados a permanecer presos dentro del horizonte al que han, en realidad, sólo confirmado.

Liberación y prácticas de libertad no pueden ser escindidos; crítica e inauguración de lo existente  deben ser las dos caras de la emancipación; destitución y potencia constituyente, revuelta e invención, déjà lá y potencia ontológica.  Y es esa encrucijada de determinaciones históricas y espaciales y de potencia incondicional que marca hoy el espacio de una experimentación radical de la democracia. Para la traducción práctica de aquella ontología positiva que queda por realizar – se trata aquí de arremangarse las mangas.

* Intervención en el seminario "Crisis, transición, transformación: pensamiento revolucionario hoy. Universidad de Brunel,  9-02-2012

Traducción Cesar Altamira.

Fuente: UniNomade-LA

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