PICICA:“En la mitad de la vida me
pareció que el mundo avanzaba, pero que no progresaba en ningún sentido.
En aquella triste edad en la que se descubre que todas las
ingeniosidades mecánicas del hombre no afectan para nada a su naturaleza
íntima y que las pasiones y los instintos del hombre – y sus sombras,
las ideas,- no cambian jamás porque son constantes, fijas. Asimismo, se
descubre que lo que nos da una sensación de avance es la labor incesante
de destrucción que, de una manera ciega e implacable realiza la
Naturaleza. Es la muerte de lo que nos circunda lo que nos da la ilusión
de la vida – quizás-”
Objetos que atraviesan el tiempo
Algunos objetos atraviesan el tiempo,
saltan de una época a otra, de puntillas, atrapando las rutinas,
metiéndose de lleno en las vidas de quienes los usan, que no pueden
renunciar a ellos con facilidad. Otros, simplemente se olvidan o bien no
encajan, no encuentran su espacio entre nosotros o son superados por
aquellos que hacen su labor más rápido, de una manera más sencilla o más
eficaz.
Algunos de esos objetos, incluso, marcan épocas o su final, y es
que el presente de las cosas se convierte en pasado con rapidez, siempre
tratando como estamos de crear utensilios que mejoren nuestra vida en
algún sentido. Nuestra propia evolución ha partido de la necesidad de
cambio, de la búsqueda de lo óptimo. Puro deseo. Pero, al final,
obsesionados con el futuro, con que lo que necesitamos de manera intensa
llegue pronto; convencidos de que el mañana siempre será mejor que ayer
y, por supuesto, mejor que este mismo instante que pasa al olvido
mientras escribo estas líneas, el presente no existe, se nos escapa como
si tratásemos de retener un puñado grueso de arena. Inútil esfuerzo.
Esa sensación se acentúa al mirar imágenes como ésta, en las que el blanco y negro añade años y encanto a una realidad que podría tener varias décadas, pero que, sin embargo, ha podido ser congelada hace unos minutos en el Marché aux Puces parisino. Sea así o no, tanto da. Veo en ella un viejo texto bíblico (el Paralipomenos) cuyas páginas están marcadas por una cinta de casete. Un objeto que lleva ahí desde el año 1500 (antes, si no contamos con la imprenta), prestándole su regazo a otro que ha pasado por aquí durante algo más de cuarenta años y ha desaparecido, después de darnos muchas cosas en su vida tan corta.
¿Cuantas posibilidades nos han
ofrecido esas cajitas extraplanas, negras o transparentes? Recuerdo los
programas de radio inventados que grababa en cintas, mientras hacía yo
de todos los personajes: el entrevistador, el entrevistado, y hasta la
orquesta que sonaba en los intermedios. También en ellas he guardado mis
coordenadas para regalárselas a alguien. Mis canciones favoritas para
que otro disfrutase tanto como yo con ellas… Me produce mucha ternura
mirar una cinta de casete,
un objeto muy próximo, que todos tenemos en casa aún, pero que,
curiosamente, desde el año 2008 no se fabrica. Sólo las gasolineras, las
más rancias, parecen guardar un espacio para lo que puede considerarse
ya una reliquia, pues sólo los viejos coches conservan los radiocasetes
adecuados para reproducirlas. Las cintas han cedido espacio a los cedés
y, ahora, a la invisible presencia de los archivos digitales: esas
cajitas ya son una rareza, un objeto de colección.
Pero en esta foto tan evocadora de Hugo González Granda
podemos ver más cosas. La cinta está guardada dentro de un libro, ese
objeto que tanto placer nos proporciona y que muchos se empeñan en
predecir que desaparecerá. Aunque tal vez no. No mientras todos los que
nos hemos educado acariciando páginas, doblando sus esquinas,
subrayándolos, sigamos cuidando de ellos, visitemos bibliotecas,
compremos en librerías y le seamos infieles al kindle con ellos: es una
vieja pasión, pero al contrario que otras, no se extinguirá fácilmente.
Me hace gracia encontrar en Pla -siempre está ahí-, una cita al hilo de aquello en lo que andan perdidos mis pensamientos mientras escribo estas líneas: ¿de qué manera influyen algunos objetos en nuestra vida? ¿En qué sentidos la cambian? Me contesta en su ‘La huida del tiempo’: “En la mitad de la vida me pareció que el mundo avanzaba, pero que no progresaba en ningún sentido. En aquella triste edad en la que se descubre que todas las ingeniosidades mecánicas del hombre no afectan para nada a su naturaleza íntima y que las pasiones y los instintos del hombre – y sus sombras, las ideas,- no cambian jamás porque son constantes, fijas. Asimismo, se descubre que lo que nos da una sensación de avance es la labor incesante de destrucción que, de una manera ciega e implacable realiza la Naturaleza. Es la muerte de lo que nos circunda lo que nos da la ilusión de la vida – quizás-”.
Así es el escritor de Palafrugell, tan
luminoso en sus descripciones de lo que le rodea, y cáustico y oscuro
cuando delimita su posición en el mundo. Sea como fuere, me desmarco un
poco de él. Trataré de evitar aquello que escribió Shakespeare: “Malgasté el tiempo, ahora el tiempo me malgasta a mí”.
*Todas las imágenes que acompañan el texto son del fotógrafo Hugo González Granda.Fonte: Hypérbole
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