PICICA: "Una política de autogestión, surgida de un
militantismo analítico (o de un análisis militante, como se quiera), solamente
podrá establecerse entonces a condición de que sean emplazados instrumentos de
semiotización capaces de tratar sistemas de signos sin quedar prisioneros de
las redundancias dominantes y de las significaciones de poder. Pero lo que a
menudo desorienta a los militantes y a los especialistas de la cosa social, es
que su micropolítica de deseo y su material conceptual les hacen perder la
semiotización de la economía libidinal del campo social, en tanto que no cesa
de desplazar sus intensidades sobre un continuum cuya existencia recusa por
adelantado los sistemas de opción cristalizados según una lógica de objetos
totalizados, de personas responsabilizadas, de conjuntos cerrados. Si no
“acomodan” sobre lo real en ese campo, es, paradójicamente, porque las nociones
que manejan son a la vez demasiado generales y no lo suficientemente abstractas[1].
Los flujos capitalísticos, en efecto, no trabajan con las categorías generales
territorializadas (por ejemplo los hombres, las ciudades, las naciones), sino
que ponen en juego funciones
desterritorializadas que implican los modos de semiotización más abstractos
en el orden económico, científico, técnico, etc. Pensar la “modernidad”, en
tales condiciones, solo puede significar, según nosotros, una ruptura con todos
los sistemas de categorías generales que no hacen más que sobrevolar lo real,
que solo consiguen operar un inventario formal de sus elementos pretendidamente
originales, supuestamente para organizarlos “lógicamente”, pero de hecho para
estratificarlos en pragmáticas cuyas prolongaciones políticas jamás son
explicitadas."
Autogestión y política del deseo
por Félix Guattari
(El presente
texto es un capítulo de Líneas de fuga. Por otro mundo de posibles, editado por
Cactus hace unos pocos días)
Metodologías de
ruptura
Una política de autogestión, surgida de un
militantismo analítico (o de un análisis militante, como se quiera), solamente
podrá establecerse entonces a condición de que sean emplazados instrumentos de
semiotización capaces de tratar sistemas de signos sin quedar prisioneros de
las redundancias dominantes y de las significaciones de poder. Pero lo que a
menudo desorienta a los militantes y a los especialistas de la cosa social, es
que su micropolítica de deseo y su material conceptual les hacen perder la
semiotización de la economía libidinal del campo social, en tanto que no cesa
de desplazar sus intensidades sobre un continuum cuya existencia recusa por
adelantado los sistemas de opción cristalizados según una lógica de objetos
totalizados, de personas responsabilizadas, de conjuntos cerrados. Si no
“acomodan” sobre lo real en ese campo, es, paradójicamente, porque las nociones
que manejan son a la vez demasiado generales y no lo suficientemente abstractas[1].
Los flujos capitalísticos, en efecto, no trabajan con las categorías generales
territorializadas (por ejemplo los hombres, las ciudades, las naciones), sino
que ponen en juego funciones
desterritorializadas que implican los modos de semiotización más abstractos
en el orden económico, científico, técnico, etc. Pensar la “modernidad”, en
tales condiciones, solo puede significar, según nosotros, una ruptura con todos
los sistemas de categorías generales que no hacen más que sobrevolar lo real,
que solo consiguen operar un inventario formal de sus elementos pretendidamente
originales, supuestamente para organizarlos “lógicamente”, pero de hecho para
estratificarlos en pragmáticas cuyas prolongaciones políticas jamás son
explicitadas. Pensar la minoría en el orden del deseo presupone un asidero
directo sobre la semiotización de un real en acto, dicho de otro modo la
fabricación de nuevas líneas de realidades. Las funciones de equipamiento se
apoyan sistemáticamente sobre categorías generales que tienden a apropiarse de
los procesos colectivos para reterritorializarlos sobre las formaciones de
poder, mientras que las funciones de agenciamiento se esfuerzan, por el
contrario, en conectar directamente los flujos semióticos a las máquinas
abstractas producidas por la desterritorialización de los flujos. La
localización de este tipo de conexiones, mediante procesos de diagramatización, nos permitirá fundar mejor la
oposición entre la política de los Equipamientos, en tanto que se apoya sobre
un régimen de signos que funciona sobre el modelo de la representación, de los representantes
de la enunciación, y de los iconos de
poder, y la política de los agenciamientos colectivos que funcionan a partir de
modos de semiotización que hacen trabajar los signos “directamente” en las
cosas, los cuerpos y los flujos de toda naturaleza. En el primer caso,
trataremos con interacciones entre objetos, sujetos distintos unos de otros, con
una causalidad que opera sobre estratos discernibles; en el segundo, trataremos
con interacciones que atraviesan, deshacen los estratos, cristalizan
multiplicidades intensivas, polarizan modos de semiotización que ya no son
atribuibles, en derecho, a personas individuadas, sino que permanecen
adyacentes a constelaciones de órganos, de funciones orgánicas, de flujos
materiales, de flujos semióticos, etc.
¿Pero dónde se manifiestan actualmente tales
agenciamientos diagramáticos? Ciertamente no en la sociedad civil y política,
cuya codificación se aferra a las leyes personológicas precapitalistas. Es más
bien en dominios como las ciencias, la industria, las máquinas militares,
artísticas, etc., que mejor podemos verlos en acción, en la medida en que los
sistemas de signos que ponen en juego ya forman parte de manera intrínseca de
su material de producción. Hasta el presente, las tentativas autogestionarias o
comunitarias que han intentado luchar contra tales maquinismos
desterritorializados han permanecido impotentes frente a la complejidad de la
integración semiótica a la cual arriban. Es muy evidente que las invocaciones
al “retorno a la naturaleza”, al “retorno al budismo zen”, a la defensa del
entorno, al crecimiento cero, etc., como tales, jamás bastarán para detener las
mega-máquinas que, actualmente, están barriendo todo a su paso: la naturaleza,
los cuerpos, los espíritus, las formas originarias, las “morales”… Una
recuperación revolucionaria de procesos maquínicos no podría contentarse
entonces con una crítica ideológica que articule nociones generales que no
acoplen sobre los procesos diagramáticos que aseguran la potencia real de los
regímenes capitalísticos.
Solo la creación de otros tipos de máquinas de
semiotización que reorienten la economía de los flujos desterritorializados
deshaciendo las redundancias dominantes y las estratificaciones de los poderes
establecidos podría comenzar a responder a un objetivo semejante. Lenin es uno
de los que habían comprendido la necesidad de tal creación cuando, tomando
conciencia de la ineficacia del discurso social-demócrata, economista,
humanista o anarquista, consagró toda su energía a la construcción de un género
absolutamente nuevo de máquina revolucionaria. Es esencialmente sobre problemas
de organización que conduce su lucha contra la socialdemocracia, pareciéndole
que las divergencias programáticas, en cierto modo, habían pasado bajo la
dependencia de esta ruptura prioritaria con las viejas prácticas sindicales y
socialdemócratas. Así el partido bolchevique se fijó por tarea primera formar
un nuevo tipo de militante como soporte de una conciencia específica de la
clase obrera y constituir una suerte de máquina de guerra capaz de chocar de
frente con los aparatos políticos, económicos, policiales, sindicales
socialdemócratas existentes. Para eso, debía estar en condiciones de extraer
signos, consignas, de semiotizar sobre un modelo diagramático una nueva
vanguardia obrera y de iniciar la desterritorialización revolucionaria del
campesinado ruso que había quedado profundamente enraizado en el despotismo
asiático. ¿Cómo la máquina leninista se dejó cercar por el imperialismo antes
de enlistarse en el stalinismo? ¡Eso es otra cuestión! La “experimentación”
leninista, aunque haya permanecido demasiado territorializada por el hecho de
su centralismo implacable y de su nacionalismo de partido, aunque se haya
dejado recuperar por el Estado soviético, por las máquinas militares y
policiales, aunque el tipo de partido que produjo se haya vuelto, en el mundo
entero, un equipamiento represivo
suplementario, no habrá llegado menos a la creación de uno de los más
importantes agenciamientos colectivos de enunciación de las clases obreras
modernas. Lo que debe ser retenido aquí, no son los modelos que el leninismo ha
creado sino la metodología de ruptura que puso en acto. Aunque el partido
leninista ya no corresponde en absoluto a las necesidades de las luchas
sociales contemporáneas, aunque aquellos que pretenden reproducir
indefinidamente sus consignas y su organización se coloquen completamente fuera
de la evolución histórica, la máquina abstracta que el leninismo puso en
circulación, las cuestiones que planteó, a saber las de un nuevo modo de vida,
de una nueva moral, de una nueva forma de agenciar las prácticas militantes y
de sostener un discurso sobre la política y la sociedad, permanecen aún vivos.
De hecho, las tentativas de vuelta atrás hacia las prácticas socialdemócratas
nunca han desembocado sino en los peores compromisos. Solo un rebasamiento de esta problemática
permitirá desbloquear el impasse en el cual se encuentra el movimiento obrero.
Pero, allí también, se plantea la cuestión de una miniaturización de las
máquinas de guerra y de la constitución de múltiples “micro-maquis” que
permitan afrontar, con nuevas armas, las luchas de clase y las luchas de deseo
bajo su aspecto molecular.
Singularidades
de deseo
Todas las definiciones existentes de la vanguardia, de
la función de los intelectuales revolucionarios, de los cuadros, del
militantismo de masa, etc., se deben cuestionar. Apuntemos en particular que
los análisis de Gramsci relativos a la división del trabajo entre los
intelectuales y los militantes, por interesantes que sean, no nos parecen hacer
progresar la cuestión de manera decisiva. Uno recuerda que él esperaba de la
constitución de “intelectuales colectivos” la enunciación de una teoría que se
volvería “la carne y la sangre del proletariado”[2].
Es evidente que lo que nosotros hemos designado a través de la expresión de
agenciamiento colectivo no podría coincidir con esta nueva raza de
“intelectuales orgánicos de la clase obrera”. Pensamos, en efecto, que no hay
razón para erigir un grupo y una praxis específicas cuya función sería la de
sintetizar la Teoría y la Acción. La práctica de la teoría, en la medida en que
renunciaría a fundarse sobre sistemas de universales –aunque fuesen dialécticos
y materialistas-, y la acción, en la medida en que se instituirá en la
prolongación de una economía de deseo liberador, deberían hacer degenerar toda
forma de división del trabajo entre el militantismo, el análisis del
inconsciente y la actividad intelectual. La dinámica incesante de las
componentes semióticas y pragmáticas de los agenciamientos colectivos relativos
a las luchas de intereses y a los investimentos de deseo tiende en efecto a
hacer perder su identidad formal a los polos tradicionales de la representación
social (oposiciones; hombres-mujeres; jóvenes-adultos; manuales-intelectuales;
base-cuadros; normales-locos; héteros-homos, etc.).
Por tal motivo la determinación de las condiciones en
las cuales la clase obrera deberá tomar el control del Estado –o, según una
fórmula de Gramsci, “hacerse Estado”- ya no se planteará en absoluto en esos
términos, puesto que la cuestión de la degeneración del poder de Estado ya no
será reenviada al final de un largo proceso histórico sino que será puesta a la
orden del día de cada etapa de las luchas. Es toda la casuística
marxista-leninista-maoísta de las contradicciones principales y de las
contradicciones secundarias la que debe ser cuestionada. Considerar, por
ejemplo, que las contradicciones hombres-mujeres, niños-adultos, son
secundarias por relación a las contradicciones de clase en régimen capitalista
no corresponde ni a la historia ni a las situaciones concretas actuales. Las
tentativas de jerarquización de las contradicciones al nivel de la doctrina
implican siempre una micropolítica de sujeción de las luchas de deseo a las
“cosas serias” de la lucha de clases, es decir, en última instancia, a los
estados mayores “representativos”. Se puede admitir que durante grandes luchas
sociales la clase obrera tenga que jugar un rol determinante; pero eso no
implica de ningún modo que las organizaciones obreras tengan algo que imponer a
los movimientos de las mujeres, de los jóvenes, a las corrientes artísticas,
intelectuales, regionalistas, a las minorías sexuales, etc.
Esta pérdida de las identidades, de los roles y de las
especialidades, en el seno de “agenciamientos colectivos de enunciación”, no
debería entonces, sino al contrario, acarrear la disolución de las
características singulares de cada “región” pragmática. Sin diferenciar razas
distintas de militantes, de intelectuales, de artistas, etc., se volverá
posible que una misma persona pueda legítimamente pasar de un tipo de actividad
a otra y cambiar radicalmente de sistema
de referencia, sin que eso le cree dificultades mentales o sociales. Es
claro, en efecto, que toda tentativa por homogeneizar los campos pragmáticos,
por atenuar las singularidades de deseo relativas a cada tipo de componentes
semióticas, funciona siempre en el sentido del cúmulo de las represiones (lo
que puede ser localizado hoy al considerar las afinidades –sobre todo al nivel
de sus prácticas institucionales- que existen entre formaciones de poder tales
como los estados mayores de los partidos centralizados, los de los grupúsculos,
de las sociedades de psicoanálisis, de las camarillas literarias, de los
lobbies universitarios, etc.). Los agenciamientos diagramáticos existen de
ahora en adelante en todas partes en las sociedades capitalísticas: constituyen
el resorte mismo de su potencia semiótica. Pero todo está hecho para canalizar
su creatividad sobre las territorialidades dominantes del sistema. Así el
diagramatismo desterritorializante es sin cesar recuperado, reterritorializado,
jerarquizado, impotentado. Paradójicamente, las sociedades capitalistas y
socialistas burocráticas no podrían prescindir de procedimientos de captura
semiótica de la libido, que, por otra parte, los amenazan intrínsecamente. Los
Equipamientos colectivos son así el asiento de un complejo metabolismo de
capitalización pero, al mismo tiempo, de neutralización de los agenciamientos
diagramáticos. En consecuencia, están en la bisagra de la vieja sociedad civil
y de la revolución maquínica.
Los señuelos de
la ideología
Esforzándose en no salirse nunca de los marcos de la
ortodoxia marxista –pero sería preciso observar esto más de cerca-, Louis
Althusser intentó delimitar la especificidad de estas máquinas de semiotización
colectiva con aquello que llamó los Aparatos
ideológicos de Estado[3].
Recordamos que distingue, en el funcionamiento de los poderes represivos, una
componente de poder de Estado que, dice, “funciona por la violencia” y una
componente ideológica que funciona, en cierto modo, con suavidad. Por eso, para
conseguir un cuadriculado sistemático del campo social en todos los dominios
(religioso, escolar, familiar, jurídico, político, sindical, de la información,
de la cultura, etc.), estos Aparatos son llevados a proceder por sutiles
combinaciones de violencia y de “engaño” ideológico. El hecho de que Louis Althusser despegue de lo
que llama los “Aparatos represivos de Estado”, que dependen del dominio
público, otros aparatos que dependen del ámbito privado nos parece algo del más
alto interés. Pero nos separamos de él cuando caracteriza estos últimos como
siendo fundamentalmente “ideológicos”. La problemática que hemos buscado
delimitar nosotros mismos con los agenciamientos colectivos de enunciación, las
máquinas diagramáticas y las funciones de Equipamiento colectivo nos condujo,
por el contrario, a considerar la existencia de una continuidad entre las
formas caracterizadas de represión pública y los innumerables modos de
interiorización “privados” de la represión.
El Estado está en todas partes, y antes de encarnarse
en instrumentos represivos, funciona en la libido. Decimos bien la libido, pues
el movimiento de las ideas, sobre todo en este campo, no puede ser separado del
metabolismo del inconsciente social. No podemos por tanto seguir a Louis Althusser
cuando localiza los Aparatos ideológicos de Estado al nivel de superestructuras ideológicas, retomando
así las viejas metáforas del siglo XIX del “edificio” de las causalidades. La
base económica, según nosotros, no constituye una infraestructura que se impone
necesariamente a la libido y a las ideas. ¡Todo puede devenir infraestructura!
En ciertas condiciones, las doctrinas jurídico-políticas, las máquinas de
inyectar ideas, determinaciones religiosas, etc., pueden jugar un rol
determinante; es porque dependen entonces de procesos diagramáticos. En otras
condiciones, flotan fuera de toda realidad social. E incluso entonces ya no es
suficiente con decir que son “ideológicas” y dependen de una base económica.
Sería hacerles todavía demasiado honor. Llevándolo al extremo, ¡ya no dependen
de nada! No existen más que a título de redundancia vacía. Louis Althusser hizo
de la ideología una categoría demasiado general que engloba y confunde
prácticas semióticas radicalmente heterogéneas. Identificándola, según la
tradición clásica, al logos, quiso marcar que no podría constituir una fuerza
productiva. Y, en ese punto, solo podemos separarnos de él. De hecho, es toda
una concepción del lenguaje y de la producción la que aquí está cuestionada.
Un abordaje analítico de la libido social exigiría que
uno no se aferre a las meras partes visibles de equipamientos tales como las
escuelas, las prisiones, los estadios, etc. En efecto, una parte fundamental de
su funcionamiento consiste en su aptitud en captar no solamente los intereses,
sino también los deseos individuales y colectivos. Si uno se aferra a su
discurso manifiesto (reglamentario, legal, etc.), se pierde una parte esencial
del iceberg represivo de los regímenes capitalísticos. Contentarse con analizar
el carácter ideológico de estos discursos corre el riesgo de hacernos perder no
solamente sus dimensiones implícitas –aquello que los freudianos intentaron
delimitar con la oposición entre los enunciados manifiestos y los contenidos
latentes-, sino también, de manera más fundamental, el metabolismo de las componentes
de codificación y de las componentes semióticas no lingüísticas de los agenciamientos de enunciación que les
corresponden. La ideología es un señuelo a título doble: al nivel de su
contenido, da consistencia a redundancias vacías y, al nivel de su existencia
misma, se esfuerza en dar crédito a la idea de que como tal, juega un rol de
primer grado. Así, todo el mundo finge creer que el porvenir de la sociedad
depende del hecho de que los dirigentes, los partidos, diarios, etc., vehiculan
tales o cuales doctrinas, cuando en realidad, hoy, las perspectivas teóricas
–los “proyectos de sociedad”- solo entran en una parte insignificante de los
procesos decisionales reales del mundo capitalístico. Solo agenciamientos
pragmáticos que embraguen sobre la realidad a partir de su propia máquina
diagramática podrán aportar respuestas efectivas a los problemas sociales
contemporáneos, sin que haya que esperar gran cosa de grupos y de líderes que
pretendan aleccionar a las masas.
Se ha acondicionado a las personas para aplaudir al
compás –voto, sondeo de opinión, manifestación, etc.- frente a las escenas
demasiado bien alumbradas de la ideología, con sus personajes y sus opciones
maniqueas: ¿la derecha o la izquierda, el socialismo o la barbarie, el fascismo
o la revolución? Pero los proyectores de la historia real ahora se desplazan,
irreversiblemente según parece, hacia una problemática completamente distinta:
la izquierda y la derecha
inextricablemente mezcladas, el socialismo y
la barbarie, el fascismo y la
revolución, es decir todo a la vez el estadio a la chilena, al nivel molar, y
la “política de la plaza”, según la feliz expresión de Paul Virilio, al nivel
molecular, es decir una micropolítica de cuadriculado generalizado[4].
¡Las instituciones represivas nos tienen tomados por todos los extremos, nos
movilizan a cada instante de nuestra vida –incluso los sueños, los actos
fallidos y los lapsus tienen ahora que rendir cuentas, bajo el régimen de
vigilancia psicoanalítica que comienza a ser puesto en marcha en cierto número
de instituciones!
El conjunto de las concepciones relativas a los
“tiempos fuertes” de las luchas en los períodos ascendentes y en los períodos
descendentes, todos los sistemas de elección estratégicos del tipo “Hay que
ganar tiempo para dejar consolidar el poder de los Soviets en la URSS” o los
cálculos tácticos del tipo: “Primero las elecciones, luego las
reivindicaciones” tienden a perder su significación. Una revolución molecular
–adosada a las revoluciones molares-, para desviar de sus fines catastróficos a
las sociedades capitalísticas, para volver a captar la economía de los flujos
desterritorializados que ellas han logrado poner a su servicio, solo podrá ser
permanente e instaurarse sobre todos los frentes a la vez. ¡No solamente
“capitalizará” todos los vectores de desterritorialización, sino que “cargará
las tintas” sobre ellos, en la medida en que se empeñará en deshacer las
reterritorializaciones burguesas, entre las cuales conviene contar hoy todas
las nostalgias retros!
Perspectivas
autogestionarias
Se pueden señalar muchos índices de tal renovación
revolucionaria, ¿pero es en esta vía que entrará la historia? Durante algunas
“crisis de sociedades” como las que han marcado a los Estados Unidos, por
ejemplo, al final de la guerra de Vietnam, o a Portugal en ocasión del
desmoronamiento del régimen salazarista, algunas tentativas autogestionarias y
proyectos comunitarios de toda naturaleza vieron el día, luego se estancaron en
sus dificultades internas y en la indiferencia general. En Francia, la
autogestión se ha vuelto un poco de moda con el caso Lip, es decir precisamente
a propósito de una empresa implacablemente cercada por el capitalismo, el poder
de estado y los sindicatos y, que, por ende, no tenía ninguna chance de
supervivencia. ¡Pero, se dirá, ese entrecruzamiento se encontrará siempre más o
menos por todas partes! Y toda tentativa de ese tipo terminará siempre por ser
controlada o liquidada. Casi todo lo que fue puesto en movimiento en Mayo del
68 fue recuperado. Pero una inmensa fisura entre los equipamientos represivos y
la energía colectiva reveló una nueva problemática, puso en circulación nuevas
máquinas abstractas y abrió nuevas perspectivas de innovación militantes que
transforman poco a poco las condiciones generales de las luchas sociales.
Sea lo que sea, nos parece que uno de los mayores
obstáculos para que una orientación autogestionaria pueda ganar terreno, de
forma decisiva, sobre el tablero político, es que la mayor parte de sus
defensores y de sus promotores solo la conciben como debiendo limitarse
solamente a la esfera de los problemas materiales y económicos. De este modo
aparecen, ante los ojos de la opinión, como personas que buscan ante todo
arreglar sus propios asuntos, en
función de sus propios deseos y no
tanto en función de los del resto de la sociedad. Chocamos aquí con el mito del
espontaneísmo que, visto desde el exterior, es interpretado como una política
del “cada uno para sí mismo”. Liberar la perspectiva autogestionaria del
espontaneísmo, ya no es por tanto solamente un asunto de ideología, sino un
problema fundamental de orientación que concierne a cuestiones teóricas
cruciales –en particular cierta definición del inconsciente- así como a
cuestiones muy prácticas de vida cotidiana y de organización militante. La
autogestión, no puede ser ni antigestión, ni un manejo “democrático” de la
planificación tal como la izquierda la concibe actualmente. Antes de ser
económica, deberá involucrar la propia textura del socius, mediante la
promoción de un nuevo tipo de relaciones entre las cosas, los signos y los
modos colectivos de subjetivación. En sí misma, la idea de un “modelo” de
autogestión es por tanto contradictoria. La autogestión solo puede resultar de
un proceso continuo de experimentación colectiva que, al tiempo que toma las
cosas siempre más adelante en el detalle de la vida y el respeto de las
singularidades de deseo, no será por ello menos capaz de, poco a poco, asegurar
“racionalmente” tareas esenciales de coordinación a los niveles sociales más
amplios.
Digámoslo bien claro, no nos parece muy honesto
prometer hoy la autogestión para mañanas electorales, sin comenzar a ponerla en
práctica en todos lados donde ya es posible. ¡Es de inmediato, en el partido,
en el sindicato, en la vida privada, que debe ser puesta en práctica! Las
neurosis colectivas que se manifiestan por el investimento del burocratismo, el
recurso mágico a los líderes, a las vedettes, a los campeones… no son
únicamente el caso de los enemigos de clase ¡Es alrededor nuestro y en nosotros
que se perpetúan! Y no se puede pretender resolverlos en otra parte si no se
los ataca en los puntos en los que ellos más nos paralizan, es decir en los
puntos ciegos de nuestros propios micro-fascismos. La autogestión no puede ser
sinónimo de un autonomismo generalizado, de un cierre sobre territorialidades
celosas unas de otras –la familia, la comunidad, el partido, la raza-: es, por
el contrario, desterritorializar, conectar las antiguas estratificaciones,
abrirse sobre una perspectiva de gestión planetaria no centralizada, no
planificadora multiplicando los centros de decisión y liberando energías
libidinales hasta entonces prisioneras de investimentos raciales, nacionales,
falocráticos, etc. No puede por tanto estar separada, como hemos intentado
mostrarlo, del emplazamiento de agenciamientos
analítico-políticos que solo tienen lejanas relaciones con lo que cierto
número de psicosociólogos “no directivistas”, rogerianos, etc., han clasificado
bajo el registro de los “analizadores”;
no se trata, en efecto, de proponer una nueva receta de “animación” de los
pequeños grupos, sino de contemplar las condiciones de una micropolítica del
deseo, indisociable ella misma de una política “a gran escala” concerniente al
conjunto de las luchas de clases[5].
Para terminar con el diálogo de sordos que opone a los “centralistas”, que se
dicen democráticos, y a los “espontaneístas”, que no lo son mucho más, los
militantes autogestionarios deberán tomar a cargo a un nivel práctico el entrecruzamiento de las
formaciones de poder y de las máquinas de deseo con las cuales se ven
confrontados. Pero, en las actuales condiciones de una alienación capitalística
de la que no se salva nadie, ¡cuesta imaginar que tales grupos analítico-militantes
comiencen a caer del cielo!
¡No es de un día para el otro, tomando buenas
resoluciones, optando por un buen programa, que se los hará proliferar! Y aun
en condiciones revolucionarias o pre-revolucionarias, favorables en principio a
la instauración de sistemas de “doble poder”, ¡uno no puede esperarse que se
pongan a brotar por sí mismos sobre el suelo de la espontaneidad popular! Solo
podrán nacer a partir de embriones debidamente experimentales, de
agenciamientos colectivos completamente microscópicos algunas veces, capaces de
combinar problemáticas de labor de gestión económica, de vida cotidiana, y del
deseo. Tales agenciamientos, para producirse, a condición de haber conseguido
embragar sobre la realidad, no tendrán necesidad de ser calcados o
“propagandizados”. En efecto, desde el momento en que una nueva forma de lucha
o de organización[6]
logra resolver un problema, uno se da cuenta que se trasmite a la velocidad de
lo audiovisual. ¡Una vez más, no es cuestión aquí de la puesta en circulación
de un modelo! El crecimiento y la expansión de las “innovaciones sociales” solo
pueden efectuarse en efecto según una línea –un rizoma- de experimentación
creadora. Lo que continúa siendo enriquecedor, por ejemplo en la obra de
Célestin Freinet[7],
son menos sus “métodos” o el movimiento que los reivindica (de una forma a
veces dogmática) que el hecho de que contribuye a catalizar otras tentativas,
en otros contextos, por ejemplo en un marco urbano, con la pedagogía
institucional[8],
o que anuncia la idea de un cuestionamiento, mucho más radical, de la
existencia de la escuela en tanto tal[9].
Transversalidades
sociales
Jamás se puede decir de una situación particular de
opresión que ella no ofrece ninguna posibilidad de lucha; inversamente, jamás
se puede pretender que una sociedad o un conjunto social, como tal, estará
definitivamente prevenido contra el ascenso de una nueva forma de fascismo. La
semiotización molecular trabaja las estratificaciones molares e, inversamente,
estas últimas intentan impotenciar los agenciamientos moleculares. Las
territorialidades macroscópicas o microscópicas, las desterritorializaciones
masivas o las líneas de fuga minúsculas, las reterritorializaciones paranoicas
locales o fascistas a gran escala, no cesan de penetrarse entre sí según un
principio general de transversalidad, de modo que, por ejemplo, pueden surgir
de todos lados conjunciones de poder micro-fascista, como se lo ve hoy en día
en Francia, en Alemania y en Italia, sin que se hayan modificado los derechos
jurídicos y las garantías constitucionales, o incluso las “ventajas
adquiridas”. Hasta el presente, en estos países, las conjunciones
micro-fascistas parecen no tener que cristalizar de manera clara en el nivel
molar. ¡Pero nada nos asegura que será siempre así! ¡No hemos olvidado, en la
víspera del golpe de Estado en Chile, las declaraciones de los generales que
afirmaban que su ejército era el más democrático del mundo! ¿Qué pasaba
entonces, no solamente en sus cabezas, sino sobre todo en la de las personas
que “les creyeron”?
¿No estábamos ya allí, al nivel de un fenómeno de
creencia colectiva, en presencia de una toma de poder fascista? Michel Foucault
mostró bien que no se puede considerar que el poder político de Estado sea
únicamente el resultado de organismos jerarquizados de coerción. Puso en
evidencia aquello que llamó la anatomía ramificada del poder disciplinario: “La
disciplina no puede identificarse ni con una institución, ni con un aparato; es
un tipo de poder, una modalidad para ejercerlo que conlleva todo un conjunto de
instrumentos, de técnicas, de procedimientos, de niveles de aplicación, de
blancos; es una física o una ‘anatomía’ del poder, una ‘tecnología’[10].”
¡Toda la cuestión reside en saber en qué condiciones esta tecnología podrá ser
neutralizada y esta anatomía deshecha! No se trata por tanto, para nosotros, de
oponer dos tipos de origen, un origen genealógico de las grandes formaciones
sociales y una emergencia micro-física del socius a partir de las máquinas
deseantes. De lo que se trata aquí, más bien, es de la liquidación de toda idea de origen, y esto habida
cuenta de la imposibilidad práctica en la cual generalmente se encuentran los
agentes activos de enunciación –y no de los observadores “objetivos” y
exteriores- de determinar el número y la intensidad de las componentes semióticas
que, en un momento dado, en una situación dada, son capaces de intervenir para
transformar una formación social.
Nuestra intención no es de ningún modo la de promover aquí una
metafísica del indeterminismo, sino la de criticar las concepciones políticas
que piensan la causalidad social en términos estáticos –aun cuando se pretenden
dialécticos o se inspiran en conceptos termodinámicos[11].
Con sus “locomotoras de la historia”, sus “eslabones débiles y sus eslabones
fuertes”, sus “correas de transmisión”, parece que cierto número de marxistas tuvieran
una auténtica fijación con lo que podríamos llamar el ¡“complejo de la máquina
a vapor”! Antes que apegarse a modelos simplistas de causalidad entre objetos
perfectamente discernibles y en función de parámetros energéticos distintos
entre sí, harían bien en inspirarse en “modelos” más recientes, por ejemplo en
aquellos de las interacciones de la física contemporánea[12].
Debiendo la inspiración ser entendida aquí a la manera de los poetas o de los
paseantes que quieren cambiar un poco el aire. No se trata evidentemente de
proponer nuevos calcos o la búsqueda compulsiva de una “cientificidad” de los
conceptos que, en estos ámbitos, parece depender más de la neurosis obsesiva
que de un análisis teórico conectado con realidades sociales.
[1] Volveremos,
en la segunda parte de este texto, sobre concepciones de Chomsky que, según
nosotros, pierden de vista precisamente cierto nivel de abstracción del
funcionamiento del lenguaje.
[2] Gramsci, OEuvres choisies, Paris, Éditions
sociales, 1959; Lettres de la prison,
Paris, Éditions sociales, 1953.
[3] Louis Althusser, Positions, Paris, Éditions sociales, 1976.
[4] L’Insécurité du territoire, Paris, Stock, 1976. Ejemplo reciente: la
decisión gubernamental que crea comisiones departamentales que hacen pasar bajo
el control directo del director de acción sanitaria y social, de los
inspectores de academia y de los notables, el internamiento de los niños en los
establecimientos médico-psicológicos y asimilados. Los psiquiatras y los
psicólogos serán obligados a aplicar las decisiones de dichas comisiones. Luego
de los 16 años, podrán transferir ciertos niños que estiman “retrasados”
directamente a los hospitales psiquiátricos cuyos servicios, se lo sabe, están
muy a menudo semivacíos. Precisemos que uno vuelve a encontrar estos notables
en las comisiones de vigilancia de estos mismos establecimientos y de los
hospitales psiquiátricos. ¡Todo encaja!
[5] Habiendo
yo mismo lanzado, hace unos quince años, los temas de “el análisis
institucional” y de los analizadores,
fui llevado a realizar la puesta a punto siguiente en la reedición de 1974 de
una compilación de artículos Psicoanálisis
y Transversalidad, publicado en las ediciones Maspero: “Es a partir de 1961, durante las reuniones
del GTPSI (Grupo de trabajo de psicología y de terapia institucional), que
propuse situar la psicoterapia institucional como un caso particular de lo que
llamé “el análisis institucional”.
Esta idea tuvo entonces poco eco. Es más allá de los medios psiquiátricos, en
particular en los grupos de la FGERI (Federación de los grupos de estudios de
investigaciones institucionales), que fue retomada. Los animadores de la
corriente de psicoterapia institucional apenas contemplaban una tímida
extensión del análisis hacia los campos de la psiquiatría y, eventualmente, de
la pedagogía. En mi idea, tal extensión solo podía llevar a un callejón sin
salida sin no apuntaba al conjunto del campo político y social. En especial, me
parecía que uno de los puntos de aplicación políticos esenciales de este
análisis institucional era el fenómeno de la burocratización de las
organizaciones militantes que debía poder involucrar lo que llamo “los
analizadores de grupos”. Estos temas han
hecho su camino, hemos colocado los analizadores, el análisis institucional e
incluso la transversalidad, un poco a diestra y siniestra; quizá hay que ver en
esto la indicación de que, a pesar de su carácter aproximativo, encerraban una
problemática un tanto viva. ¡Lejos de mí la idea de defender una ortodoxia
cualquiera a propósito del origen de estos conceptos! En esa época, el trabajo
de elaboración del GTPSI era colectivo; las ideas estallaban desde todas partes
sin pertenecer a nadie. Desgraciadamente, el clima cambió y si soy llevado a
apuntar estas precisiones, es porque me pareció que escapaban a cierto número
de personas que hoy en día se interesan por la evolución de esta corriente de
pensamiento. Para colmar su laguna o su falta de formación, y para ser completamente
exacto, recuerdo entonces que nada se ha dicho ni escrito sobre “el análisis
institucional” y los “analizadores” antes de las diferentes versiones que dí de
mi informe sobre “La Transversalidad”. Publicado en 1964 en el nº 1 de la Revue de psychothérapie institutionelle.
[6] O, en
otros dominios, de una nueva máquina matemática o de un nuevo procedimiento
técnico.
[7] Célestin Freinet, Pour
l’école du peuple, Paris, Maspero, 1969, y Élise Freinet, Naissance d’une pédagogie populaire,
Paris, Maspero, 1969.
[8] Fernand Oury et Jacques Pain, Chronique
de l’école caserne, Paris, Maspero, 1972; Fernand Oury et Aïda Vasquez, De al classe cooperative à la pédagogie
institutionelle, Paris, Maspero, 1970; Fernand Oury et Aïda Vasquez, Vers une pédagogie institutionelle,
Paris, Maspero, 1967.
[9] Un
artículo apasionante aparecido en Libération
en setiembre de 1975 sobre las redes paralelas de educación intitulado “Vivre
sans école” y en la revista Parallèle,
nº 1, abril-mayo-junio 1976, editado por el Grupo de experimentación social
(Reid, Hall, 4, rue de Chervreuse, 75006 Paris)
- y un artículo de Liane Mozère, “Projet d’hôtel d’enfants”.
[10] Michel
Foucault, op. cit.
[11] Ver
igualmente la muy sorprendente metafísica lacano-maoísta de Guy Lardeau y
Christian Jambet, L’Ange, Paris,
Grasset, 1976, quienes se esfuerzan en desmarcar de los universales lacanianos
de la enunciación, a saber los cuatro discursos fundamentales: el del Amo, el
del Universitario, el del Histérico y el del Analista, un “discurso del rebelde”.
Cf. el seminario de Jacques Lacan, Libro XX, Encore, 1972-1973, Paris,
Seuil, 1975. “Así es preciso purificar la
palabra del Amo de los simulacros que la estorban, no para doblegarse ante ella
sino para salirse de allí” (!) (p. 73). A riesgo de añadir a su lasitud
(“¿Hace falta volver a decir sin cesar que el significante no es “lingüístico”,
en el sentido en que se opondría a no sé cuál “libido”, pensamiento según la
intensidad? ¿Hace falta reafirmar esta perogrullada de que la oposición de la
energética a la ley significante es una burrada pre-crítica, imposible desde
Lacan?”), nosotros continuaremos inquietándonos, con algunos otros asnos
pre-lacanianos, por las consecuencias prácticas
–políticas y analíticas- de la reducción de todos
los sistemas de intensidad, de todas
las energéticas, sobre el único registro (lingüístico o no) llamado del
“significante”.
Fuente: Lobo suelto!
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