dezembro 06, 2013

"Autogestión y política del deseo", por Félix Guattari

PICICA: "Una política de autogestión, surgida de un militantismo analítico (o de un análisis militante, como se quiera), solamente podrá establecerse entonces a condición de que sean emplazados instrumentos de semiotización capaces de tratar sistemas de signos sin quedar prisioneros de las redundancias dominantes y de las significaciones de poder. Pero lo que a menudo desorienta a los militantes y a los especialistas de la cosa social, es que su micropolítica de deseo y su material conceptual les hacen perder la semiotización de la economía libidinal del campo social, en tanto que no cesa de desplazar sus intensidades sobre un continuum cuya existencia recusa por adelantado los sistemas de opción cristalizados según una lógica de objetos totalizados, de personas responsabilizadas, de conjuntos cerrados. Si no “acomodan” sobre lo real en ese campo, es, paradójicamente, porque las nociones que manejan son a la vez demasiado generales y no lo suficientemente abstractas[1]. Los flujos capitalísticos, en efecto, no trabajan con las categorías generales territorializadas (por ejemplo los hombres, las ciudades, las naciones), sino que ponen en juego funciones desterritorializadas que implican los modos de semiotización más abstractos en el orden económico, científico, técnico, etc. Pensar la “modernidad”, en tales condiciones, solo puede significar, según nosotros, una ruptura con todos los sistemas de categorías generales que no hacen más que sobrevolar lo real, que solo consiguen operar un inventario formal de sus elementos pretendidamente originales, supuestamente para organizarlos “lógicamente”, pero de hecho para estratificarlos en pragmáticas cuyas prolongaciones políticas jamás son explicitadas." 

por Félix Guattari
(El presente texto es un capítulo de Líneas de fuga. Por otro mundo de posibles, editado por Cactus hace unos pocos días)

Metodologías de ruptura

Una política de autogestión, surgida de un militantismo analítico (o de un análisis militante, como se quiera), solamente podrá establecerse entonces a condición de que sean emplazados instrumentos de semiotización capaces de tratar sistemas de signos sin quedar prisioneros de las redundancias dominantes y de las significaciones de poder. Pero lo que a menudo desorienta a los militantes y a los especialistas de la cosa social, es que su micropolítica de deseo y su material conceptual les hacen perder la semiotización de la economía libidinal del campo social, en tanto que no cesa de desplazar sus intensidades sobre un continuum cuya existencia recusa por adelantado los sistemas de opción cristalizados según una lógica de objetos totalizados, de personas responsabilizadas, de conjuntos cerrados. Si no “acomodan” sobre lo real en ese campo, es, paradójicamente, porque las nociones que manejan son a la vez demasiado generales y no lo suficientemente abstractas[1]. Los flujos capitalísticos, en efecto, no trabajan con las categorías generales territorializadas (por ejemplo los hombres, las ciudades, las naciones), sino que ponen en juego funciones desterritorializadas que implican los modos de semiotización más abstractos en el orden económico, científico, técnico, etc. Pensar la “modernidad”, en tales condiciones, solo puede significar, según nosotros, una ruptura con todos los sistemas de categorías generales que no hacen más que sobrevolar lo real, que solo consiguen operar un inventario formal de sus elementos pretendidamente originales, supuestamente para organizarlos “lógicamente”, pero de hecho para estratificarlos en pragmáticas cuyas prolongaciones políticas jamás son explicitadas. Pensar la minoría en el orden del deseo presupone un asidero directo sobre la semiotización de un real en acto, dicho de otro modo la fabricación de nuevas líneas de realidades. Las funciones de equipamiento se apoyan sistemáticamente sobre categorías generales que tienden a apropiarse de los procesos colectivos para reterritorializarlos sobre las formaciones de poder, mientras que las funciones de agenciamiento se esfuerzan, por el contrario, en conectar directamente los flujos semióticos a las máquinas abstractas producidas por la desterritorialización de los flujos. La localización de este tipo de conexiones, mediante procesos de diagramatización, nos permitirá fundar mejor la oposición entre la política de los Equipamientos, en tanto que se apoya sobre un régimen de signos que funciona sobre el modelo de la representación, de los representantes de la enunciación, y de los iconos de poder, y la política de los agenciamientos colectivos que funcionan a partir de modos de semiotización que hacen trabajar los signos “directamente” en las cosas, los cuerpos y los flujos de toda naturaleza. En el primer caso, trataremos con interacciones entre objetos, sujetos distintos unos de otros, con una causalidad que opera sobre estratos discernibles; en el segundo, trataremos con interacciones que atraviesan, deshacen los estratos, cristalizan multiplicidades intensivas, polarizan modos de semiotización que ya no son atribuibles, en derecho, a personas individuadas, sino que permanecen adyacentes a constelaciones de órganos, de funciones orgánicas, de flujos materiales, de flujos semióticos, etc.

¿Pero dónde se manifiestan actualmente tales agenciamientos diagramáticos? Ciertamente no en la sociedad civil y política, cuya codificación se aferra a las leyes personológicas precapitalistas. Es más bien en dominios como las ciencias, la industria, las máquinas militares, artísticas, etc., que mejor podemos verlos en acción, en la medida en que los sistemas de signos que ponen en juego ya forman parte de manera intrínseca de su material de producción. Hasta el presente, las tentativas autogestionarias o comunitarias que han intentado luchar contra tales maquinismos desterritorializados han permanecido impotentes frente a la complejidad de la integración semiótica a la cual arriban. Es muy evidente que las invocaciones al “retorno a la naturaleza”, al “retorno al budismo zen”, a la defensa del entorno, al crecimiento cero, etc., como tales, jamás bastarán para detener las mega-máquinas que, actualmente, están barriendo todo a su paso: la naturaleza, los cuerpos, los espíritus, las formas originarias, las “morales”… Una recuperación revolucionaria de procesos maquínicos no podría contentarse entonces con una crítica ideológica que articule nociones generales que no acoplen sobre los procesos diagramáticos que aseguran la potencia real de los regímenes capitalísticos.

Solo la creación de otros tipos de máquinas de semiotización que reorienten la economía de los flujos desterritorializados deshaciendo las redundancias dominantes y las estratificaciones de los poderes establecidos podría comenzar a responder a un objetivo semejante. Lenin es uno de los que habían comprendido la necesidad de tal creación cuando, tomando conciencia de la ineficacia del discurso social-demócrata, economista, humanista o anarquista, consagró toda su energía a la construcción de un género absolutamente nuevo de máquina revolucionaria. Es esencialmente sobre problemas de organización que conduce su lucha contra la socialdemocracia, pareciéndole que las divergencias programáticas, en cierto modo, habían pasado bajo la dependencia de esta ruptura prioritaria con las viejas prácticas sindicales y socialdemócratas. Así el partido bolchevique se fijó por tarea primera formar un nuevo tipo de militante como soporte de una conciencia específica de la clase obrera y constituir una suerte de máquina de guerra capaz de chocar de frente con los aparatos políticos, económicos, policiales, sindicales socialdemócratas existentes. Para eso, debía estar en condiciones de extraer signos, consignas, de semiotizar sobre un modelo diagramático una nueva vanguardia obrera y de iniciar la desterritorialización revolucionaria del campesinado ruso que había quedado profundamente enraizado en el despotismo asiático. ¿Cómo la máquina leninista se dejó cercar por el imperialismo antes de enlistarse en el stalinismo? ¡Eso es otra cuestión! La “experimentación” leninista, aunque haya permanecido demasiado territorializada por el hecho de su centralismo implacable y de su nacionalismo de partido, aunque se haya dejado recuperar por el Estado soviético, por las máquinas militares y policiales, aunque el tipo de partido que produjo se haya vuelto, en el mundo entero, un equipamiento represivo suplementario, no habrá llegado menos a la creación de uno de los más importantes agenciamientos colectivos de enunciación de las clases obreras modernas. Lo que debe ser retenido aquí, no son los modelos que el leninismo ha creado sino la metodología de ruptura que puso en acto. Aunque el partido leninista ya no corresponde en absoluto a las necesidades de las luchas sociales contemporáneas, aunque aquellos que pretenden reproducir indefinidamente sus consignas y su organización se coloquen completamente fuera de la evolución histórica, la máquina abstracta que el leninismo puso en circulación, las cuestiones que planteó, a saber las de un nuevo modo de vida, de una nueva moral, de una nueva forma de agenciar las prácticas militantes y de sostener un discurso sobre la política y la sociedad, permanecen aún vivos. De hecho, las tentativas de vuelta atrás hacia las prácticas socialdemócratas nunca han desembocado sino en los peores compromisos. Solo un rebasamiento de esta problemática permitirá desbloquear el impasse en el cual se encuentra el movimiento obrero. Pero, allí también, se plantea la cuestión de una miniaturización de las máquinas de guerra y de la constitución de múltiples “micro-maquis” que permitan afrontar, con nuevas armas, las luchas de clase y las luchas de deseo bajo su aspecto molecular.

Singularidades de deseo

Todas las definiciones existentes de la vanguardia, de la función de los intelectuales revolucionarios, de los cuadros, del militantismo de masa, etc., se deben cuestionar. Apuntemos en particular que los análisis de Gramsci relativos a la división del trabajo entre los intelectuales y los militantes, por interesantes que sean, no nos parecen hacer progresar la cuestión de manera decisiva. Uno recuerda que él esperaba de la constitución de “intelectuales colectivos” la enunciación de una teoría que se volvería “la carne y la sangre del proletariado”[2]. Es evidente que lo que nosotros hemos designado a través de la expresión de agenciamiento colectivo no podría coincidir con esta nueva raza de “intelectuales orgánicos de la clase obrera”. Pensamos, en efecto, que no hay razón para erigir un grupo y una praxis específicas cuya función sería la de sintetizar la Teoría y la Acción. La práctica de la teoría, en la medida en que renunciaría a fundarse sobre sistemas de universales –aunque fuesen dialécticos y materialistas-, y la acción, en la medida en que se instituirá en la prolongación de una economía de deseo liberador, deberían hacer degenerar toda forma de división del trabajo entre el militantismo, el análisis del inconsciente y la actividad intelectual. La dinámica incesante de las componentes semióticas y pragmáticas de los agenciamientos colectivos relativos a las luchas de intereses y a los investimentos de deseo tiende en efecto a hacer perder su identidad formal a los polos tradicionales de la representación social (oposiciones; hombres-mujeres; jóvenes-adultos; manuales-intelectuales; base-cuadros; normales-locos; héteros-homos, etc.).

Por tal motivo la determinación de las condiciones en las cuales la clase obrera deberá tomar el control del Estado –o, según una fórmula de Gramsci, “hacerse Estado”- ya no se planteará en absoluto en esos términos, puesto que la cuestión de la degeneración del poder de Estado ya no será reenviada al final de un largo proceso histórico sino que será puesta a la orden del día de cada etapa de las luchas. Es toda la casuística marxista-leninista-maoísta de las contradicciones principales y de las contradicciones secundarias la que debe ser cuestionada. Considerar, por ejemplo, que las contradicciones hombres-mujeres, niños-adultos, son secundarias por relación a las contradicciones de clase en régimen capitalista no corresponde ni a la historia ni a las situaciones concretas actuales. Las tentativas de jerarquización de las contradicciones al nivel de la doctrina implican siempre una micropolítica de sujeción de las luchas de deseo a las “cosas serias” de la lucha de clases, es decir, en última instancia, a los estados mayores “representativos”. Se puede admitir que durante grandes luchas sociales la clase obrera tenga que jugar un rol determinante; pero eso no implica de ningún modo que las organizaciones obreras tengan algo que imponer a los movimientos de las mujeres, de los jóvenes, a las corrientes artísticas, intelectuales, regionalistas, a las minorías sexuales, etc.

Esta pérdida de las identidades, de los roles y de las especialidades, en el seno de “agenciamientos colectivos de enunciación”, no debería entonces, sino al contrario, acarrear la disolución de las características singulares de cada “región” pragmática. Sin diferenciar razas distintas de militantes, de intelectuales, de artistas, etc., se volverá posible que una misma persona pueda legítimamente pasar de un tipo de actividad a otra y cambiar radicalmente de sistema de referencia, sin que eso le cree dificultades mentales o sociales. Es claro, en efecto, que toda tentativa por homogeneizar los campos pragmáticos, por atenuar las singularidades de deseo relativas a cada tipo de componentes semióticas, funciona siempre en el sentido del cúmulo de las represiones (lo que puede ser localizado hoy al considerar las afinidades –sobre todo al nivel de sus prácticas institucionales- que existen entre formaciones de poder tales como los estados mayores de los partidos centralizados, los de los grupúsculos, de las sociedades de psicoanálisis, de las camarillas literarias, de los lobbies universitarios, etc.). Los agenciamientos diagramáticos existen de ahora en adelante en todas partes en las sociedades capitalísticas: constituyen el resorte mismo de su potencia semiótica. Pero todo está hecho para canalizar su creatividad sobre las territorialidades dominantes del sistema. Así el diagramatismo desterritorializante es sin cesar recuperado, reterritorializado, jerarquizado, impotentado. Paradójicamente, las sociedades capitalistas y socialistas burocráticas no podrían prescindir de procedimientos de captura semiótica de la libido, que, por otra parte, los amenazan intrínsecamente. Los Equipamientos colectivos son así el asiento de un complejo metabolismo de capitalización pero, al mismo tiempo, de neutralización de los agenciamientos diagramáticos. En consecuencia, están en la bisagra de la vieja sociedad civil y de la revolución maquínica.

Los señuelos de la ideología

Esforzándose en no salirse nunca de los marcos de la ortodoxia marxista –pero sería preciso observar esto más de cerca-, Louis Althusser intentó delimitar la especificidad de estas máquinas de semiotización colectiva con aquello que llamó los Aparatos ideológicos de Estado[3]. Recordamos que distingue, en el funcionamiento de los poderes represivos, una componente de poder de Estado que, dice, “funciona por la violencia” y una componente ideológica que funciona, en cierto modo, con suavidad. Por eso, para conseguir un cuadriculado sistemático del campo social en todos los dominios (religioso, escolar, familiar, jurídico, político, sindical, de la información, de la cultura, etc.), estos Aparatos son llevados a proceder por sutiles combinaciones de violencia y de “engaño” ideológico.  El hecho de que Louis Althusser despegue de lo que llama los “Aparatos represivos de Estado”, que dependen del dominio público, otros aparatos que dependen del ámbito privado nos parece algo del más alto interés. Pero nos separamos de él cuando caracteriza estos últimos como siendo fundamentalmente “ideológicos”. La problemática que hemos buscado delimitar nosotros mismos con los agenciamientos colectivos de enunciación, las máquinas diagramáticas y las funciones de Equipamiento colectivo nos condujo, por el contrario, a considerar la existencia de una continuidad entre las formas caracterizadas de represión pública y los innumerables modos de interiorización “privados” de la represión.

El Estado está en todas partes, y antes de encarnarse en instrumentos represivos, funciona en la libido. Decimos bien la libido, pues el movimiento de las ideas, sobre todo en este campo, no puede ser separado del metabolismo del inconsciente social. No podemos por tanto seguir a Louis Althusser cuando localiza los Aparatos ideológicos de Estado al nivel de superestructuras ideológicas, retomando así las viejas metáforas del siglo XIX del “edificio” de las causalidades. La base económica, según nosotros, no constituye una infraestructura que se impone necesariamente a la libido y a las ideas. ¡Todo puede devenir infraestructura! En ciertas condiciones, las doctrinas jurídico-políticas, las máquinas de inyectar ideas, determinaciones religiosas, etc., pueden jugar un rol determinante; es porque dependen entonces de procesos diagramáticos. En otras condiciones, flotan fuera de toda realidad social. E incluso entonces ya no es suficiente con decir que son “ideológicas” y dependen de una base económica. Sería hacerles todavía demasiado honor. Llevándolo al extremo, ¡ya no dependen de nada! No existen más que a título de redundancia vacía. Louis Althusser hizo de la ideología una categoría demasiado general que engloba y confunde prácticas semióticas radicalmente heterogéneas. Identificándola, según la tradición clásica, al logos, quiso marcar que no podría constituir una fuerza productiva. Y, en ese punto, solo podemos separarnos de él. De hecho, es toda una concepción del lenguaje y de la producción la que aquí está cuestionada.

Un abordaje analítico de la libido social exigiría que uno no se aferre a las meras partes visibles de equipamientos tales como las escuelas, las prisiones, los estadios, etc. En efecto, una parte fundamental de su funcionamiento consiste en su aptitud en captar no solamente los intereses, sino también los deseos individuales y colectivos. Si uno se aferra a su discurso manifiesto (reglamentario, legal, etc.), se pierde una parte esencial del iceberg represivo de los regímenes capitalísticos. Contentarse con analizar el carácter ideológico de estos discursos corre el riesgo de hacernos perder no solamente sus dimensiones implícitas –aquello que los freudianos intentaron delimitar con la oposición entre los enunciados manifiestos y los contenidos latentes-, sino también, de manera más fundamental, el metabolismo de las componentes de codificación y de las componentes semióticas no lingüísticas de los agenciamientos de enunciación que les corresponden. La ideología es un señuelo a título doble: al nivel de su contenido, da consistencia a redundancias vacías y, al nivel de su existencia misma, se esfuerza en dar crédito a la idea de que como tal, juega un rol de primer grado. Así, todo el mundo finge creer que el porvenir de la sociedad depende del hecho de que los dirigentes, los partidos, diarios, etc., vehiculan tales o cuales doctrinas, cuando en realidad, hoy, las perspectivas teóricas –los “proyectos de sociedad”- solo entran en una parte insignificante de los procesos decisionales reales del mundo capitalístico. Solo agenciamientos pragmáticos que embraguen sobre la realidad a partir de su propia máquina diagramática podrán aportar respuestas efectivas a los problemas sociales contemporáneos, sin que haya que esperar gran cosa de grupos y de líderes que pretendan aleccionar a las masas.

Se ha acondicionado a las personas para aplaudir al compás –voto, sondeo de opinión, manifestación, etc.- frente a las escenas demasiado bien alumbradas de la ideología, con sus personajes y sus opciones maniqueas: ¿la derecha o la izquierda, el socialismo o la barbarie, el fascismo o la revolución? Pero los proyectores de la historia real ahora se desplazan, irreversiblemente según parece, hacia una problemática completamente distinta: la izquierda y la derecha inextricablemente mezcladas, el socialismo y la barbarie, el fascismo y la revolución, es decir todo a la vez el estadio a la chilena, al nivel molar, y la “política de la plaza”, según la feliz expresión de Paul Virilio, al nivel molecular, es decir una micropolítica de cuadriculado generalizado[4]. ¡Las instituciones represivas nos tienen tomados por todos los extremos, nos movilizan a cada instante de nuestra vida –incluso los sueños, los actos fallidos y los lapsus tienen ahora que rendir cuentas, bajo el régimen de vigilancia psicoanalítica que comienza a ser puesto en marcha en cierto número de instituciones!

El conjunto de las concepciones relativas a los “tiempos fuertes” de las luchas en los períodos ascendentes y en los períodos descendentes, todos los sistemas de elección estratégicos del tipo “Hay que ganar tiempo para dejar consolidar el poder de los Soviets en la URSS” o los cálculos tácticos del tipo: “Primero las elecciones, luego las reivindicaciones” tienden a perder su significación. Una revolución molecular –adosada a las revoluciones molares-, para desviar de sus fines catastróficos a las sociedades capitalísticas, para volver a captar la economía de los flujos desterritorializados que ellas han logrado poner a su servicio, solo podrá ser permanente e instaurarse sobre todos los frentes a la vez. ¡No solamente “capitalizará” todos los vectores de desterritorialización, sino que “cargará las tintas” sobre ellos, en la medida en que se empeñará en deshacer las reterritorializaciones burguesas, entre las cuales conviene contar hoy todas las nostalgias retros!

Perspectivas autogestionarias

Se pueden señalar muchos índices de tal renovación revolucionaria, ¿pero es en esta vía que entrará la historia? Durante algunas “crisis de sociedades” como las que han marcado a los Estados Unidos, por ejemplo, al final de la guerra de Vietnam, o a Portugal en ocasión del desmoronamiento del régimen salazarista, algunas tentativas autogestionarias y proyectos comunitarios de toda naturaleza vieron el día, luego se estancaron en sus dificultades internas y en la indiferencia general. En Francia, la autogestión se ha vuelto un poco de moda con el caso Lip, es decir precisamente a propósito de una empresa implacablemente cercada por el capitalismo, el poder de estado y los sindicatos y, que, por ende, no tenía ninguna chance de supervivencia. ¡Pero, se dirá, ese entrecruzamiento se encontrará siempre más o menos por todas partes! Y toda tentativa de ese tipo terminará siempre por ser controlada o liquidada. Casi todo lo que fue puesto en movimiento en Mayo del 68 fue recuperado. Pero una inmensa fisura entre los equipamientos represivos y la energía colectiva reveló una nueva problemática, puso en circulación nuevas máquinas abstractas y abrió nuevas perspectivas de innovación militantes que transforman poco a poco las condiciones generales de las luchas sociales.

Sea lo que sea, nos parece que uno de los mayores obstáculos para que una orientación autogestionaria pueda ganar terreno, de forma decisiva, sobre el tablero político, es que la mayor parte de sus defensores y de sus promotores solo la conciben como debiendo limitarse solamente a la esfera de los problemas materiales y económicos. De este modo aparecen, ante los ojos de la opinión, como personas que buscan ante todo arreglar sus propios asuntos, en función de sus propios deseos y no tanto en función de los del resto de la sociedad. Chocamos aquí con el mito del espontaneísmo que, visto desde el exterior, es interpretado como una política del “cada uno para sí mismo”. Liberar la perspectiva autogestionaria del espontaneísmo, ya no es por tanto solamente un asunto de ideología, sino un problema fundamental de orientación que concierne a cuestiones teóricas cruciales –en particular cierta definición del inconsciente- así como a cuestiones muy prácticas de vida cotidiana y de organización militante. La autogestión, no puede ser ni antigestión, ni un manejo “democrático” de la planificación tal como la izquierda la concibe actualmente. Antes de ser económica, deberá involucrar la propia textura del socius, mediante la promoción de un nuevo tipo de relaciones entre las cosas, los signos y los modos colectivos de subjetivación. En sí misma, la idea de un “modelo” de autogestión es por tanto contradictoria. La autogestión solo puede resultar de un proceso continuo de experimentación colectiva que, al tiempo que toma las cosas siempre más adelante en el detalle de la vida y el respeto de las singularidades de deseo, no será por ello menos capaz de, poco a poco, asegurar “racionalmente” tareas esenciales de coordinación a los niveles sociales más amplios.

Digámoslo bien claro, no nos parece muy honesto prometer hoy la autogestión para mañanas electorales, sin comenzar a ponerla en práctica en todos lados donde ya es posible. ¡Es de inmediato, en el partido, en el sindicato, en la vida privada, que debe ser puesta en práctica! Las neurosis colectivas que se manifiestan por el investimento del burocratismo, el recurso mágico a los líderes, a las vedettes, a los campeones… no son únicamente el caso de los enemigos de clase ¡Es alrededor nuestro y en nosotros que se perpetúan! Y no se puede pretender resolverlos en otra parte si no se los ataca en los puntos en los que ellos más nos paralizan, es decir en los puntos ciegos de nuestros propios micro-fascismos. La autogestión no puede ser sinónimo de un autonomismo generalizado, de un cierre sobre territorialidades celosas unas de otras –la familia, la comunidad, el partido, la raza-: es, por el contrario, desterritorializar, conectar las antiguas estratificaciones, abrirse sobre una perspectiva de gestión planetaria no centralizada, no planificadora multiplicando los centros de decisión y liberando energías libidinales hasta entonces prisioneras de investimentos raciales, nacionales, falocráticos, etc. No puede por tanto estar separada, como hemos intentado mostrarlo, del emplazamiento de agenciamientos analítico-políticos que solo tienen lejanas relaciones con lo que cierto número de psicosociólogos “no directivistas”, rogerianos, etc., han clasificado bajo el registro de los “analizadores”; no se trata, en efecto, de proponer una nueva receta de “animación” de los pequeños grupos, sino de contemplar las condiciones de una micropolítica del deseo, indisociable ella misma de una política “a gran escala” concerniente al conjunto de las luchas de clases[5]. Para terminar con el diálogo de sordos que opone a los “centralistas”, que se dicen democráticos, y a los “espontaneístas”, que no lo son mucho más, los militantes autogestionarios deberán tomar a cargo a un nivel práctico el entrecruzamiento de las formaciones de poder y de las máquinas de deseo con las cuales se ven confrontados. Pero, en las actuales condiciones de una alienación capitalística de la que no se salva nadie, ¡cuesta imaginar que tales grupos analítico-militantes comiencen a caer del cielo!

¡No es de un día para el otro, tomando buenas resoluciones, optando por un buen programa, que se los hará proliferar! Y aun en condiciones revolucionarias o pre-revolucionarias, favorables en principio a la instauración de sistemas de “doble poder”, ¡uno no puede esperarse que se pongan a brotar por sí mismos sobre el suelo de la espontaneidad popular! Solo podrán nacer a partir de embriones debidamente experimentales, de agenciamientos colectivos completamente microscópicos algunas veces, capaces de combinar problemáticas de labor de gestión económica, de vida cotidiana, y del deseo. Tales agenciamientos, para producirse, a condición de haber conseguido embragar sobre la realidad, no tendrán necesidad de ser calcados o “propagandizados”. En efecto, desde el momento en que una nueva forma de lucha o de organización[6] logra resolver un problema, uno se da cuenta que se trasmite a la velocidad de lo audiovisual. ¡Una vez más, no es cuestión aquí de la puesta en circulación de un modelo! El crecimiento y la expansión de las “innovaciones sociales” solo pueden efectuarse en efecto según una línea –un rizoma- de experimentación creadora. Lo que continúa siendo enriquecedor, por ejemplo en la obra de Célestin Freinet[7], son menos sus “métodos” o el movimiento que los reivindica (de una forma a veces dogmática) que el hecho de que contribuye a catalizar otras tentativas, en otros contextos, por ejemplo en un marco urbano, con la pedagogía institucional[8], o que anuncia la idea de un cuestionamiento, mucho más radical, de la existencia de la escuela en tanto tal[9].

Transversalidades sociales

Jamás se puede decir de una situación particular de opresión que ella no ofrece ninguna posibilidad de lucha; inversamente, jamás se puede pretender que una sociedad o un conjunto social, como tal, estará definitivamente prevenido contra el ascenso de una nueva forma de fascismo. La semiotización molecular trabaja las estratificaciones molares e, inversamente, estas últimas intentan impotenciar los agenciamientos moleculares. Las territorialidades macroscópicas o microscópicas, las desterritorializaciones masivas o las líneas de fuga minúsculas, las reterritorializaciones paranoicas locales o fascistas a gran escala, no cesan de penetrarse entre sí según un principio general de transversalidad, de modo que, por ejemplo, pueden surgir de todos lados conjunciones de poder micro-fascista, como se lo ve hoy en día en Francia, en Alemania y en Italia, sin que se hayan modificado los derechos jurídicos y las garantías constitucionales, o incluso las “ventajas adquiridas”. Hasta el presente, en estos países, las conjunciones micro-fascistas parecen no tener que cristalizar de manera clara en el nivel molar. ¡Pero nada nos asegura que será siempre así! ¡No hemos olvidado, en la víspera del golpe de Estado en Chile, las declaraciones de los generales que afirmaban que su ejército era el más democrático del mundo! ¿Qué pasaba entonces, no solamente en sus cabezas, sino sobre todo en la de las personas que “les creyeron”?

¿No estábamos ya allí, al nivel de un fenómeno de creencia colectiva, en presencia de una toma de poder fascista? Michel Foucault mostró bien que no se puede considerar que el poder político de Estado sea únicamente el resultado de organismos jerarquizados de coerción. Puso en evidencia aquello que llamó la anatomía ramificada del poder disciplinario: “La disciplina no puede identificarse ni con una institución, ni con un aparato; es un tipo de poder, una modalidad para ejercerlo que conlleva todo un conjunto de instrumentos, de técnicas, de procedimientos, de niveles de aplicación, de blancos; es una física o una ‘anatomía’ del poder, una ‘tecnología’[10].” ¡Toda la cuestión reside en saber en qué condiciones esta tecnología podrá ser neutralizada y esta anatomía deshecha! No se trata por tanto, para nosotros, de oponer dos tipos de origen, un origen genealógico de las grandes formaciones sociales y una emergencia micro-física del socius a partir de las máquinas deseantes. De lo que se trata aquí, más bien, es de la liquidación de toda idea de origen, y esto habida cuenta de la imposibilidad práctica en la cual generalmente se encuentran los agentes activos de enunciación –y no de los observadores “objetivos” y exteriores- de determinar el número y la intensidad de las componentes semióticas que, en un momento dado, en una situación dada, son capaces de intervenir para transformar una formación social.  Nuestra intención no es de ningún modo la de promover aquí una metafísica del indeterminismo, sino la de criticar las concepciones políticas que piensan la causalidad social en términos estáticos –aun cuando se pretenden dialécticos o se inspiran en conceptos termodinámicos[11]. Con sus “locomotoras de la historia”, sus “eslabones débiles y sus eslabones fuertes”, sus “correas de transmisión”, parece que cierto número de marxistas tuvieran una auténtica fijación con lo que podríamos llamar el ¡“complejo de la máquina a vapor”! Antes que apegarse a modelos simplistas de causalidad entre objetos perfectamente discernibles y en función de parámetros energéticos distintos entre sí, harían bien en inspirarse en “modelos” más recientes, por ejemplo en aquellos de las interacciones de la física contemporánea[12]. Debiendo la inspiración ser entendida aquí a la manera de los poetas o de los paseantes que quieren cambiar un poco el aire. No se trata evidentemente de proponer nuevos calcos o la búsqueda compulsiva de una “cientificidad” de los conceptos que, en estos ámbitos, parece depender más de la neurosis obsesiva que de un análisis teórico conectado con realidades sociales.





[1] Volveremos, en la segunda parte de este texto, sobre concepciones de Chomsky que, según nosotros, pierden de vista precisamente cierto nivel de abstracción del funcionamiento del lenguaje.   
[2] Gramsci, OEuvres choisies, Paris, Éditions sociales, 1959; Lettres de la prison, Paris, Éditions sociales, 1953. 
[3] Louis Althusser, Positions, Paris, Éditions sociales, 1976.
[4] L’Insécurité du territoire, Paris, Stock, 1976. Ejemplo reciente: la decisión gubernamental que crea comisiones departamentales que hacen pasar bajo el control directo del director de acción sanitaria y social, de los inspectores de academia y de los notables, el internamiento de los niños en los establecimientos médico-psicológicos y asimilados. Los psiquiatras y los psicólogos serán obligados a aplicar las decisiones de dichas comisiones. Luego de los 16 años, podrán transferir ciertos niños que estiman “retrasados” directamente a los hospitales psiquiátricos cuyos servicios, se lo sabe, están muy a menudo semivacíos. Precisemos que uno vuelve a encontrar estos notables en las comisiones de vigilancia de estos mismos establecimientos y de los hospitales psiquiátricos. ¡Todo encaja!   
[5] Habiendo yo mismo lanzado, hace unos quince años, los temas de “el análisis institucional” y de los analizadores, fui llevado a realizar la puesta a punto siguiente en la reedición de 1974 de una compilación de artículos Psicoanálisis y Transversalidad, publicado en las ediciones Maspero: “Es a partir de 1961, durante las reuniones del GTPSI (Grupo de trabajo de psicología y de terapia institucional), que propuse situar la psicoterapia institucional como un caso particular de lo que llamé “el análisis institucional”. Esta idea tuvo entonces poco eco. Es más allá de los medios psiquiátricos, en particular en los grupos de la FGERI (Federación de los grupos de estudios de investigaciones institucionales), que fue retomada. Los animadores de la corriente de psicoterapia institucional apenas contemplaban una tímida extensión del análisis hacia los campos de la psiquiatría y, eventualmente, de la pedagogía. En mi idea, tal extensión solo podía llevar a un callejón sin salida sin no apuntaba al conjunto del campo político y social. En especial, me parecía que uno de los puntos de aplicación políticos esenciales de este análisis institucional era el fenómeno de la burocratización de las organizaciones militantes que debía poder involucrar lo que llamo “los analizadores de grupos”. Estos temas han hecho su camino, hemos colocado los analizadores, el análisis institucional e incluso la transversalidad, un poco a diestra y siniestra; quizá hay que ver en esto la indicación de que, a pesar de su carácter aproximativo, encerraban una problemática un tanto viva. ¡Lejos de mí la idea de defender una ortodoxia cualquiera a propósito del origen de estos conceptos! En esa época, el trabajo de elaboración del GTPSI era colectivo; las ideas estallaban desde todas partes sin pertenecer a nadie. Desgraciadamente, el clima cambió y si soy llevado a apuntar estas precisiones, es porque me pareció que escapaban a cierto número de personas que hoy en día se interesan por la evolución de esta corriente de pensamiento. Para colmar su laguna o su falta de formación, y para ser completamente exacto, recuerdo entonces que nada se ha dicho ni escrito sobre “el análisis institucional” y los “analizadores” antes de las diferentes versiones que dí de mi informe sobre “La Transversalidad”. Publicado en 1964 en el nº 1 de la Revue de psychothérapie institutionelle.    
   
[6] O, en otros dominios, de una nueva máquina matemática o de un nuevo procedimiento técnico.
[7] Célestin Freinet, Pour l’école du peuple, Paris, Maspero, 1969, y Élise Freinet, Naissance d’une pédagogie populaire, Paris, Maspero, 1969.
[8] Fernand Oury et Jacques Pain, Chronique de l’école caserne, Paris, Maspero, 1972; Fernand Oury et Aïda Vasquez, De al classe cooperative à la pédagogie institutionelle, Paris, Maspero, 1970; Fernand Oury et Aïda Vasquez, Vers une pédagogie institutionelle, Paris, Maspero, 1967.
[9] Un artículo apasionante aparecido en Libération en setiembre de 1975 sobre las redes paralelas de educación intitulado “Vivre sans école” y en la revista Parallèle, nº 1, abril-mayo-junio 1976, editado por el Grupo de experimentación social (Reid, Hall, 4, rue de Chervreuse, 75006 Paris)  - y un artículo de Liane Mozère, “Projet d’hôtel d’enfants”.
[10] Michel Foucault, op. cit.
[11] Ver igualmente la muy sorprendente metafísica lacano-maoísta de Guy Lardeau y Christian Jambet, L’Ange, Paris, Grasset, 1976, quienes se esfuerzan en desmarcar de los universales lacanianos de la enunciación, a saber los cuatro discursos fundamentales: el del Amo, el del Universitario, el del Histérico y el del Analista, un “discurso del rebelde”. Cf. el seminario de Jacques Lacan, Libro XX, Encore, 1972-1973, Paris, Seuil, 1975. “Así es preciso purificar la palabra del Amo de los simulacros que la estorban, no para doblegarse ante ella sino para salirse de allí” (!) (p. 73). A riesgo de añadir a su lasitud (“¿Hace falta volver a decir sin cesar que el significante no es “lingüístico”, en el sentido en que se opondría a no sé cuál “libido”, pensamiento según la intensidad? ¿Hace falta reafirmar esta perogrullada de que la oposición de la energética a la ley significante es una burrada pre-crítica, imposible desde Lacan?”), nosotros continuaremos inquietándonos, con algunos otros asnos pre-lacanianos, por las consecuencias prácticas –políticas y analíticas- de la reducción de todos los sistemas de intensidad, de todas las energéticas, sobre el único registro (lingüístico o no) llamado del “significante”.
[12] Cuatro tipos de interacción permiten a los físicos “pasar” de la materia a la energía –interacciones gravitacionales – tipo “gravedad” –, interacciones electromagnéticas – tipo “luz” y “materia” -, interacciones débiles e interacciones fuertes – tipo “energía nuclear”. Otro tema de meditación podría ser el modo de articulación entre la mecánica cuántica, a escala microscópica, y la mecánica estática, a escala macroscópica, o incluso los principios elementales de la relatividad que consisten en jamás separar las mediciones del tiempo y del espacio del movimiento de los instrumentos que las efectúan, es decir de su “observador” o, si se quiere, de su agenciamiento de enunciación. Pero, a diferencia de estos “observadores” relativistas, cuyos movimientos propios y cuyas coordenadas de referencia son “homogeneizadas” a partir de un  mismo principio de invariancia matemática, los agenciamientos colectivos de deseo nunca renuncian completamente a la singularidad de aquello que los físicos llaman su “línea de capacidad”. Cf. Banesh Hoffmann (completado por Michel Paty), L’Etrange Histoire des quanta, Paris, Seuil, 1967.  

Fuente: Lobo suelto!

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