setembro 22, 2015

Acerca de la moral intelectual. POR Jose Carlos Chiaramonte (NUESTRO TIEMPO)

PICICA: "La publicación hace algún tiempo de escritos inéditos de Heidegger, textos en los que se comprobaría nuevamente su colaboración con el nazismo, reavivó la polémica sobre los valores morales del filósofo alemán. Pero más allá de este caso particular, el episodio puede llevarnos a tomar conciencia de un problema que recorre la historia cultural de la humanidad. Se trata de la abundancia de casos en que la calidad intelectual o artística va unida a conductas personales juzgadas como inmorales.

Más recientemente, una interesante nota de Mario Vargas Llosa sobre los intelectuales franceses pro soviéticos de la segunda posguerra del siglo XX, como Sartre o Aragon entre otros, advertía sobre “los peligros de disociar la moral de la ideología” (La Nación, 29 de julio de 2014). Pero un problema de distinta naturaleza, y no menos preocupante, es que esa disociación no ha invalidado el valor de las obras de muchos de esos autores, tanto de los pro soviéticos como de los pro fascistas –Celine, Proust, Pirandello, D’Annunzio…–, obras que reciben el aprecio que merecen."

Acerca de la moral intelectual


Martin Heidegguer
Martin Heidegguer
JOSE CARLOS CHIARAMONTE

La publicación hace algún tiempo de escritos inéditos de Heidegger, textos en los que se comprobaría nuevamente su colaboración con el nazismo, reavivó la polémica sobre los valores morales del filósofo alemán. Pero más allá de este caso particular, el episodio puede llevarnos a tomar conciencia de un problema que recorre la historia cultural de la humanidad. Se trata de la abundancia de casos en que la calidad intelectual o artística va unida a conductas personales juzgadas como inmorales.

Más recientemente, una interesante nota de Mario Vargas Llosa sobre los intelectuales franceses pro soviéticos de la segunda posguerra del siglo XX, como Sartre o Aragon entre otros, advertía sobre “los peligros de disociar la moral de la ideología” (La Nación, 29 de julio de 2014). Pero un problema de distinta naturaleza, y no menos preocupante, es que esa disociación no ha invalidado el valor de las obras de muchos de esos autores, tanto de los pro soviéticos como de los pro fascistas –Celine, Proust, Pirandello, D’Annunzio…–, obras que reciben el aprecio que merecen.

Por eso, vincular el juicio sobre la obra filosófica de Heidegger a la discusión sobre su mayor o menor adhesión al nazismo puede pecar de ingenuidad, la de suponer que una postura política censurable podría invalidar el valor de una obra, cuando muchos casos históricos revelan lo contrario. En cambio, un problema importante que sí afectaría al juicio sobre esa obra pero que no es objeto de esta nota, es el de la posible conexión del contenido de su filosofía con sus posturas racistas y favorables al nazismo.

Es de notar que las conductas personales censurables pueden provenir de distintos planos de la vida de un creador, esto es, pueden originarse en su conducta privada o en su actuación pública. Respecto del primer caso, por ejemplo, en un ensayo dedicado por Paul Valery a dos poetas franceses, el medieval François Villon y su contemporáneo Paul Verlaine, Valery se preguntaba cómo pudo mostrar tal sensibilidad y calidad artística gente inmersa en el delito o en la infamia como estos (Paul Valery, Estudios literarios, Madrid, Visor, 1995). Respecto de Villon, exclama Valery: “¿Cómo pueden coexistir en la misma cabeza la ideación de fechorías, su planificación, la voluntad decidida de cometerlas, con la sensibilidad que algunas de sus obras muestran, […] De dónde saca este bellaco, a quien hace temblar la idea de ser ahorcado, el coraje para hacer cantar en versos admirables a los desventurados títeres que el viento mueve y disloca al final de la soga?” Algo similar le asombra en Verlaine: “¿Cómo imaginar que este mendigo con aspecto y voz tan brutales en ocasiones, sórdido, capaz de inspirar a la vez miedo y compasión, fuera, sin embargo, el autor de las músicas poéticas más delicadas, de las melodías verbales más nuevas y más emocionantes que hayan sonado en francés?” Valery presentaba de manera patética, por la relevancia de los dos casos, este problema que preocupó y sigue preocupando a quienes estudian la historia de la cultura, el de la no correspondencia entre la calidad intelectual y artística, y la moralidad en la vida privada. Pero casos como el de Heidegger nos lleva a otra faz del problema, porque su adopción de posturas políticas condenables es algo que se ubica en el ámbito de lo público. Y por añadidura, enfrentamos aquí otra dificultad, la que proviene de la diferencia entre casos en que esa actuación pública ha surgido de una ilusa pretensión de influir sobre el poder político y aquellos en que se trató de una búsqueda de ventajas personales.

En el mejor de los casos, sucede que ya desde tiempos antiguos una ingenua esperanza ha animado a muchos intelectuales: corregir lasLa constatación del nazismo de Heidegger reabre el debate sobre las posturas de pensadores y narradores. ¿Se puede leerlos y obviar sus ideas? imperfecciones o las atrocidades del ejercicio del poder poniéndolo en manos de hombres buenos –buenos, fuese por su sabiduría, como en el caso de la aspiración de Platón a gobiernos en manos de filósofos, o simplemente por su naturaleza benévola. El curso de los conflictos políticos desde tiempos medievales hasta las revoluciones de los siglos XVII y XVIII –particularmente en el proceso político británico, pero también, luego, en el francés– fue desmoralizador para los creyentes en esa clase de solución. Las revoluciones para corregir los abusos del poder dieron lugar a otros abusos no menos sensibles, aun en un país donde las libertades políticas tenían mayor vigencia como Inglaterra. La composición de lugar emergente de esas experiencias, aplicada en este caso al sistema representativo, fue formulada con sobria elocuencia por John Stuart Mill en una obra publicada en 1861, al sostener que en el gobierno representativo quienes accediesen al poder abusarían de él en provecho propio, no porque esa fuese la norma, sino por “ser tal la tendencia natural de las cosas, tendencia que las instituciones libres tienen por principal objeto regular”. La importancia de esta observación consiste justamente en que privilegia los procedimientos de control del poder, como fundamento de la posibilidad de un buen gobierno, y no los rasgos morales de los gobernantes. No significa esto que Mill fuera indiferente a la necesaria moralidad en la política, pero no hacía de algo tan incierto la clave de la solución a los riesgos emanados del ejercicio del poder.

Pero en los regímenes representativos contemporáneos la aspiración a corregir las imperfecciones de los sistemas políticos no se ha limitado a quienes los diseñan, ni a decisiones del electorado o de las organizaciones políticas. También se observa el mismo propósito en las iniciativas de destacados intelectuales que, prolongando quizás inconscientemente la aspiración de Platón, han buscado utilizar su saber y su prestigio con tal cometido, a veces movidos por laudables aspiraciones al bien público, otras por ansias de poder, conscientes o no.

Según Valery, en la elogiosa semblanza de Voltaire que hizo en su discurso de ingreso a la Academia Francesa, el autor de Cándido habría sido el primer hombre de letras que utilizara su autoridad intelectual con tal propósito. También a su juicio Chateaubriand, Lamartine, Víctor Hugo, Zola, soñaban con “inducir a actuar según sus ideas a los mismos hombres a quienes, hasta ese momento, sólo habían instruido, conmovido o proporcionado imágenes y cantos.” Cada uno de ellos a su modo, afirmaba, poseídos del “demonio de la política, atentarán contra sus contemporáneos con la idea de manipular los acontecimientos mediante las almas, como habían manipulado las almas mediante las obras puramente literarias de su genio”.

Contradicciones intelectuales

La conducta política censurable de muchos destacados intelectuales ha merecido frecuentes y variados análisis. Así, por ejemplo, un libro publicado en el año 2001 pasaba revista a varios intelectuales europeos caracterizados a la vez por la alta calidad intelectual de su obra y la aparentemente incongruente adhesión de ellos al nazismo, al estalinismo o, en el caso de Foucault, a la revolución iraní (Mark Lilla, The Reckless Mind, Intellectuals in Politics , New York, New York Review Books, 2001. Traducido al español con el erróneo título de Pensadores temerarios , Barcelona, Debate, 2004). En sucesivos capítulos, se examinaban los casos de Heidegger, Carl Schmitt, Walter Benjamin, Alexandre Kojeve, Michel Foucault y Jacques Derrida. Siendo el autor estadounidense es extraño que no haya agregado a esa lista el caso de Ezra Pound –uno de los mayores poetas del siglo XX–, cuya actividad política en apoyo al régimen de Mussolini durante la Segunda Guerra Mundial lo llevó a ser castigado en EE. UU. con reclusión en un hospital psiquiátrico, decisión tomada para evitar la condena a muerte.

Los capítulos dedicados a cada una de esas figuras provocan una merecida atracción por varias razones. Entre ellos, la adhesión de Heidegger al nazismo y a su política racial es examinada con acopio de datos que permiten trascender la versión eufemística de la actuación del filósofo como transitorio error de un intelectual poco ducho en política. En cambio, se muestra su voluntad de imponer una hegemonía intelectual germana desde el encumbrado lugar que estaba adquiriendo como filósofo, la que fue unida no sólo a su afiliación al partido nazi o a su elogio de Hitler, sino también a actos como la denuncia ante la Gestapo, probada en dos casos, de alumnos judíos. Asimismo, cuentan otros rasgos como el conocido incidente de haber retirado la dedicatoria a su maestro judío Edmund Husserl en una reedición de El Ser y el Tiempo .

Es también ejemplo de lo que analizamos el contraste de la apasionada militancia nazi de Carl Schmitt –incluyendo el asesoramiento personal a Hitler, su labor propagandística en el partido nazi y su profundo antisemitismo–, con el renacimiento del interés por su obra y por su persona después de la guerra. Luego de haber sido interrogado en Nuremberg y sancionado con la exclusión de la docencia, y luego de unos años de retraimiento, fue notable el peregrinaje a su lugar de residencia de intelectuales no sólo conservadores, sino también liberales y aun marxistas.

Lo recién resumido ilustra esa otra variante, concerniente a la actividad pública, de la incongruencia entre la calidad de una obra intelectual y los valores personales de sus creadores. Pero todos los casos que hemos comentado, tanto los atinentes a la conducta privada como los relativos a la actuación pública, son ejemplos de ese dilema que sorprende y preocupa a los historiadores de la cultura.

Sin embargo, esto no agota la complejidad del asunto, pues si bien parece indiscutible concluir que el valor de una obra no varía por la conducta personal de su creador, en cambio, sí es cuestión debatible si el valor de esa obra exime a sus creadores de las sanciones merecidas por su conducta personal. Ésta es una fuente de inquietud en el ámbito de la conciencia individual de quienes disfrutan de esas obras, así como fue también un dramático problema en el curso de los juicios de Nuremberg en relación con destacados intelectuales y artistas acusados de colaboración con el fascismo y el nazismo.

Por eso, si bien los estudiosos y lectores de obras como la de estos autores –a los que podríamos agregar a Borges, cuyas desatinadas opiniones sobre cuestiones políticas y étnicas son conocidas–, podremos valorarlas con prescindencia de su conducta personal, no deberíamos dejar de tomar conciencia de esta compleja y desconcertante realidad del ámbito de la cultura que solemos eludir por su perturbadora naturaleza.


Fuente: http://www.revistaenie.clarin.com/

Fuente: Nuestro Tiempo

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