PICICA: "La publicación hace algún tiempo de
escritos inéditos de Heidegger, textos en los que se comprobaría
nuevamente su colaboración con el nazismo, reavivó la polémica sobre los
valores morales del filósofo alemán. Pero más allá de este caso
particular, el episodio puede llevarnos a tomar conciencia de un
problema que recorre la historia cultural de la humanidad. Se trata de
la abundancia de casos en que la calidad intelectual o artística va
unida a conductas personales juzgadas como inmorales.
Más recientemente, una interesante nota
de Mario Vargas Llosa sobre los intelectuales franceses pro soviéticos
de la segunda posguerra del siglo XX, como Sartre o Aragon entre otros,
advertía sobre “los peligros de disociar la moral de la ideología” (La
Nación, 29 de julio de 2014). Pero un problema de distinta naturaleza, y
no menos preocupante, es que esa disociación no ha invalidado el valor
de las obras de muchos de esos autores, tanto de los pro soviéticos como
de los pro fascistas –Celine, Proust, Pirandello, D’Annunzio…–, obras
que reciben el aprecio que merecen."
Acerca de la moral intelectual
JOSE CARLOS CHIARAMONTE
La publicación hace algún tiempo de
escritos inéditos de Heidegger, textos en los que se comprobaría
nuevamente su colaboración con el nazismo, reavivó la polémica sobre los
valores morales del filósofo alemán. Pero más allá de este caso
particular, el episodio puede llevarnos a tomar conciencia de un
problema que recorre la historia cultural de la humanidad. Se trata de
la abundancia de casos en que la calidad intelectual o artística va
unida a conductas personales juzgadas como inmorales.
Más recientemente, una interesante nota
de Mario Vargas Llosa sobre los intelectuales franceses pro soviéticos
de la segunda posguerra del siglo XX, como Sartre o Aragon entre otros,
advertía sobre “los peligros de disociar la moral de la ideología” (La
Nación, 29 de julio de 2014). Pero un problema de distinta naturaleza, y
no menos preocupante, es que esa disociación no ha invalidado el valor
de las obras de muchos de esos autores, tanto de los pro soviéticos como
de los pro fascistas –Celine, Proust, Pirandello, D’Annunzio…–, obras
que reciben el aprecio que merecen.
Por eso, vincular el juicio sobre la
obra filosófica de Heidegger a la discusión sobre su mayor o menor
adhesión al nazismo puede pecar de ingenuidad, la de suponer que una
postura política censurable podría invalidar el valor de una obra,
cuando muchos casos históricos revelan lo contrario. En cambio, un
problema importante que sí afectaría al juicio sobre esa obra pero que
no es objeto de esta nota, es el de la posible conexión del contenido de
su filosofía con sus posturas racistas y favorables al nazismo.
Es de notar que las conductas personales
censurables pueden provenir de distintos planos de la vida de un
creador, esto es, pueden originarse en su conducta privada o en su
actuación pública. Respecto del primer caso, por ejemplo, en un ensayo
dedicado por Paul Valery a dos poetas franceses, el medieval François
Villon y su contemporáneo Paul Verlaine, Valery se preguntaba cómo pudo
mostrar tal sensibilidad y calidad artística gente inmersa en el delito o
en la infamia como estos (Paul Valery, Estudios literarios, Madrid,
Visor, 1995). Respecto de Villon, exclama Valery: “¿Cómo pueden
coexistir en la misma cabeza la ideación de fechorías, su planificación,
la voluntad decidida de cometerlas, con la sensibilidad que algunas de
sus obras muestran, […] De dónde saca este bellaco, a quien hace temblar
la idea de ser ahorcado, el coraje para hacer cantar en versos
admirables a los desventurados títeres que el viento mueve y disloca al
final de la soga?” Algo similar le asombra en Verlaine: “¿Cómo imaginar
que este mendigo con aspecto y voz tan brutales en ocasiones, sórdido,
capaz de inspirar a la vez miedo y compasión, fuera, sin embargo, el
autor de las músicas poéticas más delicadas, de las melodías verbales
más nuevas y más emocionantes que hayan sonado en francés?” Valery
presentaba de manera patética, por la relevancia de los dos casos, este
problema que preocupó y sigue preocupando a quienes estudian la historia
de la cultura, el de la no correspondencia entre la calidad intelectual
y artística, y la moralidad en la vida privada. Pero casos como el de
Heidegger nos lleva a otra faz del problema, porque su adopción de
posturas políticas condenables es algo que se ubica en el ámbito de lo
público. Y por añadidura, enfrentamos aquí otra dificultad, la que
proviene de la diferencia entre casos en que esa actuación pública ha
surgido de una ilusa pretensión de influir sobre el poder político y
aquellos en que se trató de una búsqueda de ventajas personales.
En el mejor de los casos, sucede que ya
desde tiempos antiguos una ingenua esperanza ha animado a muchos
intelectuales: corregir lasLa constatación
del nazismo de Heidegger reabre el debate sobre las posturas de
pensadores y narradores. ¿Se puede leerlos y obviar sus ideas?
imperfecciones o las atrocidades del ejercicio del poder poniéndolo en
manos de hombres buenos –buenos, fuese por su sabiduría, como en el caso
de la aspiración de Platón a gobiernos en manos de filósofos, o
simplemente por su naturaleza benévola. El curso de los conflictos
políticos desde tiempos medievales hasta las revoluciones de los siglos
XVII y XVIII –particularmente en el proceso político británico, pero
también, luego, en el francés– fue desmoralizador para los creyentes en
esa clase de solución. Las revoluciones para corregir los abusos del
poder dieron lugar a otros abusos no menos sensibles, aun en un país
donde las libertades políticas tenían mayor vigencia como Inglaterra. La
composición de lugar emergente de esas experiencias, aplicada en este
caso al sistema representativo, fue formulada con sobria elocuencia por
John Stuart Mill en una obra publicada en 1861, al sostener que en el
gobierno representativo quienes accediesen al poder abusarían de él en
provecho propio, no porque esa fuese la norma, sino por “ser tal la
tendencia natural de las cosas, tendencia que las instituciones libres
tienen por principal objeto regular”. La importancia de esta observación
consiste justamente en que privilegia los procedimientos de control del
poder, como fundamento de la posibilidad de un buen gobierno, y no los
rasgos morales de los gobernantes. No significa esto que Mill fuera
indiferente a la necesaria moralidad en la política, pero no hacía de
algo tan incierto la clave de la solución a los riesgos emanados del
ejercicio del poder.
Pero en los regímenes representativos
contemporáneos la aspiración a corregir las imperfecciones de los
sistemas políticos no se ha limitado a quienes los diseñan, ni a
decisiones del electorado o de las organizaciones políticas. También se
observa el mismo propósito en las iniciativas de destacados
intelectuales que, prolongando quizás inconscientemente la aspiración de
Platón, han buscado utilizar su saber y su prestigio con tal cometido, a
veces movidos por laudables aspiraciones al bien público, otras por
ansias de poder, conscientes o no.
Según Valery, en la elogiosa semblanza
de Voltaire que hizo en su discurso de ingreso a la Academia Francesa,
el autor de Cándido habría sido el primer hombre de letras que utilizara
su autoridad intelectual con tal propósito. También a su juicio
Chateaubriand, Lamartine, Víctor Hugo, Zola, soñaban con “inducir a
actuar según sus ideas a los mismos hombres a quienes, hasta ese
momento, sólo habían instruido, conmovido o proporcionado imágenes y
cantos.” Cada uno de ellos a su modo, afirmaba, poseídos del “demonio de
la política, atentarán contra sus contemporáneos con la idea de
manipular los acontecimientos mediante las almas, como habían manipulado
las almas mediante las obras puramente literarias de su genio”.
Contradicciones intelectuales
La conducta política censurable de
muchos destacados intelectuales ha merecido frecuentes y variados
análisis. Así, por ejemplo, un libro publicado en el año 2001 pasaba
revista a varios intelectuales europeos caracterizados a la vez por la
alta calidad intelectual de su obra y la aparentemente incongruente
adhesión de ellos al nazismo, al estalinismo o, en el caso de Foucault, a
la revolución iraní (Mark Lilla, The Reckless Mind, Intellectuals in
Politics , New York, New York Review Books, 2001. Traducido al español
con el erróneo título de Pensadores temerarios , Barcelona, Debate,
2004). En sucesivos capítulos, se examinaban los casos de Heidegger,
Carl Schmitt, Walter Benjamin, Alexandre Kojeve, Michel Foucault y
Jacques Derrida. Siendo el autor estadounidense es extraño que no haya
agregado a esa lista el caso de Ezra Pound –uno de los mayores poetas
del siglo XX–, cuya actividad política en apoyo al régimen de Mussolini
durante la Segunda Guerra Mundial lo llevó a ser castigado en EE. UU.
con reclusión en un hospital psiquiátrico, decisión tomada para evitar
la condena a muerte.
Los capítulos dedicados a cada una de
esas figuras provocan una merecida atracción por varias razones. Entre
ellos, la adhesión de Heidegger al nazismo y a su política racial es
examinada con acopio de datos que permiten trascender la versión
eufemística de la actuación del filósofo como transitorio error de un
intelectual poco ducho en política. En cambio, se muestra su voluntad de
imponer una hegemonía intelectual germana desde el encumbrado lugar que
estaba adquiriendo como filósofo, la que fue unida no sólo a su
afiliación al partido nazi o a su elogio de Hitler, sino también a actos
como la denuncia ante la Gestapo, probada en dos casos, de alumnos
judíos. Asimismo, cuentan otros rasgos como el conocido incidente de
haber retirado la dedicatoria a su maestro judío Edmund Husserl en una
reedición de El Ser y el Tiempo .
Es también ejemplo de lo que analizamos
el contraste de la apasionada militancia nazi de Carl Schmitt
–incluyendo el asesoramiento personal a Hitler, su labor propagandística
en el partido nazi y su profundo antisemitismo–, con el renacimiento
del interés por su obra y por su persona después de la guerra. Luego de
haber sido interrogado en Nuremberg y sancionado con la exclusión de la
docencia, y luego de unos años de retraimiento, fue notable el
peregrinaje a su lugar de residencia de intelectuales no sólo
conservadores, sino también liberales y aun marxistas.
Lo recién resumido ilustra esa otra
variante, concerniente a la actividad pública, de la incongruencia entre
la calidad de una obra intelectual y los valores personales de sus
creadores. Pero todos los casos que hemos comentado, tanto los atinentes
a la conducta privada como los relativos a la actuación pública, son
ejemplos de ese dilema que sorprende y preocupa a los historiadores de
la cultura.
Sin embargo, esto no agota la
complejidad del asunto, pues si bien parece indiscutible concluir que el
valor de una obra no varía por la conducta personal de su creador, en
cambio, sí es cuestión debatible si el valor de esa obra exime a sus
creadores de las sanciones merecidas por su conducta personal. Ésta es
una fuente de inquietud en el ámbito de la conciencia individual de
quienes disfrutan de esas obras, así como fue también un dramático
problema en el curso de los juicios de Nuremberg en relación con
destacados intelectuales y artistas acusados de colaboración con el
fascismo y el nazismo.
Por eso, si bien los estudiosos y
lectores de obras como la de estos autores –a los que podríamos agregar a
Borges, cuyas desatinadas opiniones sobre cuestiones políticas y
étnicas son conocidas–, podremos valorarlas con prescindencia de su
conducta personal, no deberíamos dejar de tomar conciencia de esta
compleja y desconcertante realidad del ámbito de la cultura que solemos
eludir por su perturbadora naturaleza.
Fuente: http://www.revistaenie.clarin.com/
Fuente: Nuestro Tiempo
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