PICICA: "A veces, el militante político y el psicoanalista se dan en la misma
persona y, en lugar de permanecer estancos, no dejan de mezclarse, de
interferirse, de comunicarse e intercambiarse. Es un acontecimiento
bastante infrecuente desde Reich. Pierre-Félix Guattari no se ha
preocupado apenas por los problemas de la unidad del Yo. El Yo forma
parte, más bien, de aquello que es preciso disolver, bajo el asedio
concertado de las fuerzas políticas y de las analíticas. La frase de
Guattari «todos somos grupúsculos» nos indica a la perfección su
búsqueda de una nueva subjetividad, una subjetividad de grupo, que no
puede encerrarse en un todo forzado a reconstruir cuanto antes un Yo o,
lo que aún sería peor, un Super-yo, sino que se extiende a varios
grupos al mismo tiempo, grupos divisibles, multiplicables, comunicados y
siempre revocables. El criterio de un buen grupo es que no sueñe ser el
único, inmortal y significante, como una asociación de defensa o de
seguridad, como un ministerio de excombatientes, sino que se ramifique
en un afuera que le confronte a sus posibilidades de sinsentido, de
muerte o de explosión, «en virtud de su misma apertura a los demás
grupos». El individuo es, por su parte, un grupo de esta clase. Guattari
encarna, de la forma más natural, los dos aspectos del anti-Yo: por una
parte, una suerte de roca catatónica, cuerpo ciego y rígido penetrado
por la muerte ruando se quita sus gafas; por otra, un brillo de mil
fuegos en el cual hormiguean vicias múltiples cada vez que dirige su
mirada: actúa, ríe, piensa y ataca. Por eso se llama Pierre y Félix:
potencias esquizofrénicas."
Gilles Deleuze / Tres problemas de grupo
A veces, el militante político y el psicoanalista se dan en la misma
persona y, en lugar de permanecer estancos, no dejan de mezclarse, de
interferirse, de comunicarse e intercambiarse. Es un acontecimiento
bastante infrecuente desde Reich. Pierre-Félix Guattari no se ha
preocupado apenas por los problemas de la unidad del Yo. El Yo forma
parte, más bien, de aquello que es preciso disolver, bajo el asedio
concertado de las fuerzas políticas y de las analíticas. La frase de
Guattari «todos somos grupúsculos» nos indica a la perfección su
búsqueda de una nueva subjetividad, una subjetividad de grupo, que no
puede encerrarse en un todo forzado a reconstruir cuanto antes un Yo o,
lo que aún sería peor, un Super-yo, sino que se extiende a varios
grupos al mismo tiempo, grupos divisibles, multiplicables, comunicados y
siempre revocables. El criterio de un buen grupo es que no sueñe ser el
único, inmortal y significante, como una asociación de defensa o de
seguridad, como un ministerio de excombatientes, sino que se ramifique
en un afuera que le confronte a sus posibilidades de sinsentido, de
muerte o de explosión, «en virtud de su misma apertura a los demás
grupos». El individuo es, por su parte, un grupo de esta clase. Guattari
encarna, de la forma más natural, los dos aspectos del anti-Yo: por una
parte, una suerte de roca catatónica, cuerpo ciego y rígido penetrado
por la muerte ruando se quita sus gafas; por otra, un brillo de mil
fuegos en el cual hormiguean vicias múltiples cada vez que dirige su
mirada: actúa, ríe, piensa y ataca. Por eso se llama Pierre y Félix:
potencias esquizofrénicas.
En este encuentro del psicoanalista con el militante, se plantean al
menos tres clases de problemas: l°) ¿Cómo introducir la política en la
práctica y la teoría psicoanalíticas (presuponiendo que, en todo caso,
la política esté ya en el propio inconsciente)? 2°) ¿Tiene sentido —y,
en caso afirmativo, de que manera— introducir el psicoanálisis en los
grupos militantes revolucionarios? 3°) ¿Cómo concebir y formar grupos
terapéuticos específicos, cuya influencia afectaría a los grupos
políticos y a las estructuras psiquiátricas y psicoanalíticas? Respecto
de estas tres clases de problemas, Guattari presenta en este libro
algunos artículos, de 1955 a 1970, que indican una evolución con dos
grandes hitos: las esperanzas y desilusiones posteriores a la
Liberación, y las esperanzas y desilusiones posteriores a Mayo del 68;
y, entre ambos, la labor de zapa que preludió Mayo.
En cuanto al primer problema, se verá que Guattari tuvo muy pronto la
impresión de que el inconsciente se relaciona directamente con todo un
campo social, económico y político, mucho más que con las coordenadas
míticas y familiares invocadas tradicionalmente por el psicoanálisis. Se
trata de la libido como tal, como esencia del deseo y la sexualidad,
que ocupa y desocupa los flujos de todo tipo que recorren el campo
social, que los interrumpe, los bloquea, impulsa sus fugas y sus
retenciones. Sin duda, no actúa de forma manifiesta, al modo de los
intereses objetivos de la conciencia y de los encadenamientos de la
causalidad histórica, pero despliega un deseo latente coextensivo al
campo social que comporta rupturas de la causalidad, emergencias de
singularidades, puntos de detención y de fuga. 1936 no es solamente un
acontecimiento de la conciencia histórica, sino también un complejo del
inconsciente. Nuestros amores, nuestras opciones sexuales, no derivan
tanto de unos míticos Papá-y-Mamá como de lo real-social, son
interferencias y efectos de flujos cargados de libido. ¿Con quién no
jugamos al amor y la muerte? Guattari puede, por tanto, reprochar al
psicoanálisis su modo de eludir sistemáticamente todos los contenidos
socio-políiicos del inconsciente, que no obstante determinan realmente
los objetos del deseo. El psicoanálisis, dice, parte de una suerte de
narcisismo absoluto (Das Ding) y culmina en un ideal de
adaptación social que llama curación; pero este trayecto deja siempre
en la sombra una constelación social singular que, sin embargo, habría
que explorar en lugar de sacrificarla a la invención de un inconsciente
simbólico abstracto. Das Ding no es el horizonte recurrente que funda
ilusoriamente una personalidad individual, sino un cuerpo social que
sirve de base a potencialidades latentes (¿por qué se dan aquí locos y
allá revolucionarios?). Más que el padre, la madre o la abuela,
importan todos esos personajes que habitan las preguntas fundamentales
de la sociedad como lucha de clases de nuestro tiempo. Más que contar
cómo un buen día la sociedad griega, gracias a Edipo, «viró la
dermorreacción», importa la enorme Spaltung que hoy atraviesa el
mundo comunista. ¿Cómo olvidar el papel desempeñado por el Estado en
todas las trampas en las que la libido se encuentra atrapada, reducida a
ocupar las imágenes intimistas de la familia? ¿Cómo creer que el
complejo de castración pueda encontrar alguna vez una solución
satisfactoria mientras la sociedad le otorgue una función inconsciente
de regulación y represión social? En suma, la relación social no
constituye nunca un más allá ni un después de los problemas
individuales y familiares. Es incluso curioso hasta qué punto los
contenidos sociales, económicos y políticos de la libido se muestran
tanto mejor cuando nos hallamos ante síndromes en su aspecto más
des-socializado, como en el caso de la psicosis. «Más allá del Yo, el
sujeto se encuentra abierto por los cuatro costados al universo
histórico, el delirante rompe a hablar lenguas extranjeras, alucina la
historia, y los conflictos de clase o las guerras se convierten en
instrumentos de su expresión más propia [...] la distinción entre la
vida privada y los diversos niveles de la vida social no tiene ya
sentido.» (Compárese con Freud, que sólo retiene de la guerra un
instinto de muerte indeterminado y un choque no cualificado, un exceso
de excitación de tipo «bum-bum».) Restituirle al inconsciente sus
perspectivas históricas sobre el fondo de la inquietud y lo desconocido
implica una subversión del psicoanálisis, y sin duda un redescubrimiento
de la psicosis bajo los oropeles de la neurosis. Pues el psicoanálisis
ha unido sus esfuerzos a los de la psiquiatría más tradicional para
acallar la voz de los locos que nos hablan esencialmente de política,
de economía, de orden y de revolución. En un reciente artículo, Marcel
Jaeger muestra que «las conversaciones de los locos no presentan sólo el
espesor de sus desórdenes psíquicos individuales, el discurso de la
locura se articula con otro discurso, el de la historia política,
social, religiosa, que habla en cada uno de ellos. [...] En ciertos
casos, la utilización de conceptos políticos provoca un estado de
crisis en el enfermo, como si sacase a la luz el nudo de las
contradicciones en las cuales el loco está atrapado. [...] No hay lugar
del campo social, incluido el manicomio, en donde no se escriba la
historia del movimiento obrero».1 Estas
formulas expresan la misma orientación que los trabajos de Guattari
desde sus primeros artículos, la misma empresa de re-evaluación de la
psicosis.
Vemos cuál es su diferencia con respecto a Reich: no hay una economía
libidinal que vendría a prolongar la economía política por otros medios,
no hay una represión sexual que interiorice la explotación económica y
la sumisión política, sino que el deseo como libido está siempre ya en
todas partes, la sexualidad recorre y acompaña todo el campo social,
coincidiendo con los flujos que circulan por sus objetos, las personas y
los símbolos de un grupo, de los cuales dependen su configuración y su
propia constitución. Ese es justamente el carácter latente de la
sexualidad del deseo, que solo se hace manifiesto en las elecciones de
objetos sexuales y de símbolos (es demasiado obvio que los símbolos son
conscientemente sexuales). Por tanto, la economía política en cuanto
tal, en cuanto economía de flujos, es inconscientemente libidinal: no
hay dos economías, no es que el deseo o la libido sean únicamente la
subjetividad de la economía política: «Lo económico es, a fin de
cuentas, el resorte mismo de la subjetividad». Esto es lo que expresa la
noción de institución, que se define por una subjetividad de los
fluidos y de su interrupción en las formas objetivas de un grupo. Las
dualidades de lo objetivo y lo subjetivo, de la infraestructura y la
superestructura, de la producción y la ideología, se desvanecen para ser
sustituidas por la complementariedad estricta del sujeto deseante de la
institución y el objeto institucional (habría que comparar estos
análisis institucionales de Guattari con los que hacía Cardan, en la
misma época, en Socialisme ou Barbarie, y que se asimilaron bajo la misma y amarga crítica de los trotskistas).2
El segundo problema, «¿tiene sentido —y cómo— introducir el
psicoanálisis en los grupos políticos?», excluye evidentemente toda idea
de «aplicación» del psicoanálisis a los fenómenos históricos y
sociales. En este tipo de aplicaciones, con Edipo a la cabeza, el
psicoanálisis ha acumulado suficientes ridículos. El problema es
completamente distinto: la situación que hace del capitalismo aquello
que la revolución debe destruir, pero que también ha hecho de la
revolución rusa, de su historia posterior, de la organización de los
partidos comunistas y de los sindicatos nacionales otras tantas
instancias incapaces de llevar a cabo tal destrucción. A este respecto,
el carácter propio del capitalismo, que se presenta como una
contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las
relaciones de producción, consiste en lo siguiente: el proceso de
reproducción del capital, del cual depende el régimen de las fuerzas
productivas, es en sí mismo un fenómeno internacional que implica la
división mundial del trabajo, pero el capitalismo no puede, sin embargo,
romper con los marcos nacionales en el interior de los cuales
desarrolla sus relaciones de producción, ni con el Estado como
instrumento de revalorización del capital.* El
internacionalismo del capital se materializa, pues, en estructuras
estatales y nacionales que, al mismo tiempo que lo frenan, lo realizan, y
que desempeñan el papel de arcaísmos con una función actual. El
capitalismo monopolista de Estado, lejos de ser un dato último, es el
resultado de un compromiso. En esta «expropiación de los capitalistas en
el seno del capital», la burguesía mantiene su plena dominación del
aparato de Estado, pero esforzándose cada vez más por institucionalizar e
integrar a la clase obrera, de manera que las luchas de clase se hallan
descentradas con respecto a los lugares y factores de decisión reales,
que remiten a la economía capitalista internacional y desbordan con
mucho a los Estados. En virtud del mismo principio, «solamente una
pequeña esfera de la producción se inserta en el proceso mundial de
reproducción del capital», mientras que el resto están sometidas, en los
Estados del tercer mundo, a relaciones precapitalistas (arcaísmos
actuales de un segundo tipo).
En esta situación, se constata la complicidad de los partidos comunistas
nacionales, que procuran la integración del proletariado en el Estado,
hasta el punto de que «los particularismos nacionales de la burguesía
son, en buena medida, el resultado de los particularismos nacionales del
proletariado mismo, y la división interior de la burguesía expresa la
división del proletariado». Por otra parte, incluso si se afirma la
necesidad de luchas revolucionarias en el tercer mundo, estas luchas
sirven de moneda de cambio de las negociaciones, y subrayan la misma
renuncia a una estrategia internacional y a un desarrollo de la lucha de
clases en los países capitalistas. ¿Puede todo reducirse a la consigna:
defensa de las fuerzas productivas nacionales por parte de la clase
obrera, lucha contra los monopolios y conquista del aparato del Estado?
El origen de esta situación se encuentra en lo que Guattari denomina «el
gran corte leninista» de 1917, que fija, para bien y para mal, las
grandes actitudes, los enunciados principales, las iniciativas y los
estereotipos, las fantasías y las interpretaciones del movimiento
revolucionario. Este corte se presenta como la posibilidad de realizar
una verdadera ruptura de la causalidad histórica, «interpretando» la
desbandada militar, económica, política y social como una victoria de
las masas. En lugar de la necesidad de la sagrada unión del
centro-derecha, surgió la posibilidad de la revolución socialista. Pero
esta posibilidad no fue asumida más que convirtiendo el partido, que
había sido una modesta formación clandestina, en embrión de un aparato
de Estado capaz de dirigirlo todo, adoptando una vocación mesiánica y
sustituyendo a las masas. De ello se siguen dos consecuencias de mayor o
menor alcance. En la medida en que el nuevo Estado se enfrentó a los
Estados capitalistas, mantuvo con ellos unas relaciones de fuerza cuyo
ideal era una suerte de statu quo lo que había sido la táctica
leninista en la fase de la NEP se transformó en la ideología de la
coexistencia pacífica y de la rivalidad económica. Esta idea de
rivalidad fue ruinosa para el movimiento revolucionario. Por otra parte,
en cuanto que el nuevo Estado se hizo cargo del internacionalismo
proletario, no pudo desarrollar la economía socialista más que en
función de los datos del mercado mundial y con objetivos similares a los
del capital internacional, aceptando de buen grado la integración de
los partidos comunistas locales en las relaciones de producción
capitalistas, siempre en nombre de la defensa, por parte de la clase
obrera, de las fuerzas productivas nacionales. En definitiva, no es
exacto decir, como los tecnócratas, que las dos clases de regímenes y de
Estados convergen en su evolución, pero tampoco lo es afirmar, como
Trotski, la existencia de un Estado proletario sano que habría sido
pervertido por la burocracia y que podría ser salvado mediante una
simple revolución política. En la forma en que el Estado-partido respondía
a los Estados-ciudad del capitalismo, incluso mediante relaciones de
hostilidad y contraposición, ya todo estaba decidido y traicionado. Lo
prueba la debilidad de la creación institucional rusa en todos los
dominios, a partir de la precoz liquidación de los Soviets (por ejemplo:
al importar fábricas de automóviles completamente montadas se importan
también un tipo de relaciones humanas, de funciones tecnológicas, de
separación entre trabajo intelectual y trabajo manual y un modo de
consumo profundamente extraños al socialismo).
Todo este análisis adquiere sentido en función de la distinción propuesta por Guattari entre grupos sometidos y grupos-sujetos.
Los grupos sometidos lo son tanto por los amos de los que se dotan o
que aceptan como por sus masas; la jerarquía, la organización vertical o
piramidal que les caracteriza está hecha para conjurar toda inscripción
posible de sinsentido, de muerte o de explosión, para impedir el
desarrollo de cortes creadores, para asegurar mecanismos de
autoconservación fundados en la exclusión de los demás grupos; su
centralismo opera mediante estructuración, totalización y unificación,
sustituyendo las condiciones de una verdadera «enunciación» colectiva
por una composición de enunciados estereotipados .separados tanto de lo
real como de la subjetividad (y ahí es donde se producen los fenómenos
imaginarios de edipización, de super-yoización y de castración de
grupo). Los grupos-sujetos, al contrario, se definen por coeficientes de
transversalidad que conjuran las totalidades y las jerarquías:
son agentes de enunciación, soportes de deseo, elementos de creación
institucional; a través de su práctica no cesan de confrontarse con los
límites de su propio sinsentido, de su propia muerte o su propia
ruptura. E incluso no se trata tanto de dos clases de grupos como de dos
vertientes de la institución, ya que un grupo-sujeto siempre corre
peligro de dejarse someter, en una crispacion paranoica por la que desea
a toda costa mantenerse y eternizarse como sujeto; y a la inversa, «un
partido antaño revolucionario y hoy más o menos sometido al orden
dominante puede aún ocupar a los ojos de las masas el lugar vacío del
sujeto de la historia, convertirse a su pesar en portavoz de un discurso
que no es el suyo, aunque lo traicione cuando las relaciones de fuerza
comporten un retorno a la normalidad: no por ello dejará de conservar,
de forma involuntaria, una potencialidad de corte subjetivo que podrá
revelarse en un cambio de contexto» (ejemplo extremo de como los peores
arcaísmos pueden llegar a ser revolucionarios: los vascos, los católicos
irlandeses, etcétera).
Ciertamente, si el problema de las funciones de grupo no se plantea
desde el principio, enseguida será demasiado tarde para hacerlo.
¿Cuántos grupúsculos que no alojan sino a unas masas fantasmales tienen
ya una estructura de sometimiento, con su dirección, su correa de
transmisión y su base, que reproducen en el vacío los errores y
perversiones que combaten? La experiencia de Guattari ha atravesado el
trotskismo, el entrismo, la oposicion izquierda (la Voie Communiste),
el movimiento del 22 de marzo. A lo largo de este camino, el problema
sigue siendo el del deseo o el de la subjetividad inconsciente: ¿cómo un
grupo puede ser portador de su propio deseo, ponerlo en conexión con
los deseos de otros grupos y con los deseos de las masas, cómo puede
producir los enunciados creadores correspientes y constituir las
condiciones, no de su unificación, sino de una multiplicación propicia a
los enunciados de ruptura? La ignorancia y la represion de los
fenómenos de deseo inspiran las estructuras de sometimiento y
burocratización, el estilo militante hecho de ese amor rencoroso que
decide favor de cierto número de enunciados dominantes y excluyentes. La
manera constante en que los grupos revolucionarios han traicionado su
labor es bien conocida. Proceden por separación, imposición y selección
residual separación de una vanguardia a la que se supone el saber;
imposición de un proletariado bien disciplinado, organizado,
jerarquizado; residuo de un sub-proletariado que se presenta como grupo
que hay que excluir o reeducar. Pero esta división tripartita reproduce
exactamente las divisiones que la burguesía ha introducido en el
proletariado, y sobre las que ha basado su poder en el marco de las
relaciones de producción capitalistas. Pretender volverlas contra la
burguesía es una lucha perdida de antemano. La tarea revolucionaria es
la supresión del proletariado en cuanto tal, es decir, de las
distinciones correspondientes entre vanguardia y proletariado,
proletariado y lumpenproletariado, la lucha efectiva contra toda
operación de separación, de imposición y de selección residual, para dar
lugar, al contrario, a posiciones subjetivas y singulares capaces de
comunicarse trans-versalmente (Cfr. el texto de Guattari El estudiante, el loco y el katangueño).
Honra a Guattari el haber mostrado que el problema no es en absoluto
buscar una alternativa entre el espontaneísmo y el centralismo, entre la
guerrilla y la guerra generalizada. De nada sirve hacerse lenguas de
un cierto derecho a la espontaneidad en los comienzos para reclamar la
exigencia de centralización en una segunda fase: la teoría de las etapas
ha sido ruinosa para todo movimiento revolucionario. Hay que ser, desde
el principio, más centralista que los centralistas. Es evidente que una
máquina revolucionaria no puede conformarse con luchas puntuales y
locales: debe ser al mismo tiempo hiper-deseante e hiper-centralizada.
El problema es el de la unificación que ha de lograr transversalmente, a
través de una multiplicidad y no verticalmente y sofocando esa
multiplicidad propia del deseo. Ello significa, en primer lugar, que la
unificación ha de ser la de una máquina de guerra, no la de un aparato de Estado (el
Ejército Rojo deja de ser una máquina de guerra en la medida en que se
convierte en un engranaje más o menos decisivo de un aparato de
Estado). En segundo lugar, la unificación debe realizarse mediante el análisis, debe desempeñar el papel de analizador
con respecto al deseo de grupo y de masas, y no el de una síntesis que
proceda por racionalización, totalización, exclusión, etcétera
Distinción entre una máquina de guerra y un aparato de Estado, entre el
análisis o el analizador de deseo y las síntesis seudo-racionales y
científicas, he ahí las dos grandes líneas que aporta el libro de
Guattari, y que señalan para él la tarea teórica que actualmente habría
que desarrollar.
Con respecto a esto último, no se trata en verdad de una «aplicación»
del psicoanálisis a los fenómenos grupales; tampoco de crear un grupo
terapéutico que se ocuparía de «tratar» a las masas; se trata de
construir en el grupo las condiciones de un análisis del deseo, ejercido
sobre sí mismo y sobre los demás; se trata de seguir los flujos que
constituyen las líneas de fuga de la sociedad capitalista, operando
rupturas, imponiendo cortes en el seno mismo del determinismo social y
de la causalidad histórica: sacar a la luz los agentes colectivos de
enunciación capaces de formar los nuevos enunciados de deseo; no
constituir una vanguardia, sino grupos adyacentes a los procesos
sociales, dedicados únicamente a hacer avanzar una cierta verdad por
caminos que jamás seguiría ordinariamente; en suma, una subjetividad
revolucionaria con respecto a la cual ya no tenga sentido preguntarse
qué es primero, si las determinaciones políticas, las económicas o las
libidinales, puesto que atraviesa todos esos órdenes tradicionalmente
separados; alcanzar este punto de ruptura en el cual, precisamente, la economía política y la economía libidinal no son más que una sola y la misma.
El inconsciente no es otra cosa que este orden de la subjetividad de
grupo que introduce máquinas explosivas en las estructuras llamadas
significantes y en las cadenas causales, y que las fuerza a abrirse para
liberar sus potencialidades ocultas como una realidad futura bajo el
efecto de la ruptura. El movimiento del 22 de marzo sigue siendo
ejemplar a este respecto, pues aunque fuera insuficiente como máquina de
guerra, al menos funcionó admirablemente como grupo analítico y
deseante que, no conforme con mantener su discurso al modo de una
asociación genuinamente libre, «se constituyó como analizador de una
masa considerable de estudiantes y de trabajadores jóvenes» sin
pretensión de vanguardia o hegemonía, como un simple soporte que permite
la transferencia o el levantamiento de las inhibiciones. Este tipo de
análisis en acto, en el cual el análisis y el deseo están finalmente del
mismo lado, en el cual el deseo mismo dirige el análisis, es el que
caracteriza a los grupos-sujetos, mientras que los grupos sometidos
continúan viviendo bajo las leyes de una simple «aplicación» del
psicoanalisis en un medio estanco (la familia como continuación del
Estado por otros medios). El carácter económico y político de la libido
en cuanto tal, el carácter libidinal y sexual del campo
político-económico, toda esta deriva de la historia sólo puede
descubrirse en el medio abierto por los grupos sujetos, allí donde se
erige una verdad. Pues «la verdad no es la teoría ni la organización»,
no es la estructura ni el significante sino más bien la maquina de
guerra y su sinsentido. «Cuando la verdad surge es cuando la teoria y la
organización dejan de fastidiar. La autocrítica tienen que hacerla
siempre la teoría y la organización, nunca el deseo.»
Esta transformación del psicoanálisis en esquizo-análisis implica una
evaluación de la especificidad de la locura. Y éste es uno de los puntos
en los que más insiste Guattari, uniéndose a Foucault cuando éste
anunciaba que no es la locura lo que va a desaparecer a favor de las
enfermedades mentales positivamente determinadas, tratadas, asépticas,
sino al contrario desaparecerán las enfermedades mentales en beneficio
de algo que aun no hemos comprendido de la locura.3
Pues los verdaderos problemas residen en la psicosis (no en las
neurosis de aplicación). Siempre es agradable suscitar las burlas de los
positivistas: Guattari no deja de reclamar los derechos de un punto de
vista metafísico o trascendental, que consiste en purgar la locura de la
enfermedad mental y no al revés: «¿Llegará un día en que se estudiarán
con la misma seriedad y el mismo rigor las definiciones de Dios del
presidente Schreber o de Antonin Artaud que las de Descartes o
Malebranche? ¿Seguiremos durante mucho tiempo perpetuando la escisión
entre aquello que sería objeto de una crítica teórica pura y la
actividad analítica conreta de las ciencias humanas?». (Y hemos de
comprender que las definiciones delirantes son, de hecho, más serias y
rigurosas que las definiciones racionales-enfermizas mediante las que
los grupos sometidos se remiten a Dios bajo la especie de la razón.)
Precisamente el análisis institucional le reprocha a la antipsiquiatría,
no solamente su rechazo de la farmacología, no solamente el negar a la
institución toda posición revolucionaria, sino sobre todo el de
confundir finalmente la alienación mental con la alienación social,
suprimiendo así la especificidad de la locura. «Con las mejores
intenciones del mundo, morales y políticas, se llega a negar al loco el
derecho a estar loco, y el es culpa de la sociedad puede ocultar
una forma de reprimir toda desviación. La negación de la institución se
convertiría entonces en denegación del hecho singular de la alienación
mental.» No es que haya que sostener una suerte de generalidad de la
locura, ni invocar una unidad mística del revolucionario y el loco:
aunque sin duda es inútil intentar escapar a una crítica que de todas
formas se hará. Pero hay que decir que no es que haya que reducir la
locura al orden de la generalidad sino lo contrario: el mundo moderno o
el conjunto del campo social han de interpretarse también en
función de la singularidad del loco en su propia posicion subjetiva. Los
militantes revolucionarios no pueden dejar de sentirse concernidos por
la delincuencia, la desviación y la locura, y no como educadores o
reformadores, sino como quienes no pueden leer más que en espejos el
rostro de su propia diferencia. Así lo prueba este fragmento de dialogo
con Jean Oury al comienzo de esta compilación: «Hay algo que debería
definir a un grupo de militantes en el dominio psiquiátrico: el estar
comprometidos en la lucha social, pero también el estar lo suficientente
locos como para tener la posibilidad de estar con los locos; aunque
muchas personas en el marco político que son incapaces de formar parte
de este grupo [...]».
La aportación característica de Guattari a la psicoterapia institucional
consiste en cierto número de nociones cuya formación puede seguirse en
estas paginas: la distinción de las dos clases de grupos, la oposición
entre las fantasías grupales y las individuales, la concepción de la
transversalidad. Estas nociones tienen una orientación práctica muy
precisa: introducir en la institución una función política militante,
constituir una suerte de «monstruo» que ya no es el psicoanálisis, ni la
práctica hospitalaria, y menos aún la dinámica de grupo, y que se ha de
aplicar sin restricciones: al hospital, a la escuela, en la militancia;
una máquina para producir y enunciar el deseo. Por este motivo,
Guattari reclama el nombre de «análisis institucional» más que el de
«psicoterapia institucional». En el movimiento institucional, tal y como
aparece con Tosquelles y Jean Oury, se anunciaba realmente una tercera
edad de la psiquiatría: la institución como modelo, más allá de la ley y
del contrato. El viejo manicomio estaba regido por la ley represiva, en
la medida en que los locos eran considerados «ineptos» y, por ello,
excluidos de las relaciones contractuales que ligan a las personas
presuntamente razonables; la innovación freudiana consistió en mostrar
que, en las familias burguesas y fuera de las fronteras de los
manicomios, un amplio grupo de personas llamadas neuróticas podían
formar parte de un contrato particular que, con medios originales, las
reconducía a las normas de la medicina tradicional (el contrato
psicoanalítico como caso particular de la relación contractual de la
medicina liberal). El abandono de la hipnosis fue una fase decisiva en
esta vía. No creemos que se haya analizado hasta ahora el papel y los
efectos de este modelo de contrato al cual está adherido el
psicoanálisis, una de cuyas principales consecuencias fue hacer que la
psicosis se convirtiera en el horizonte del psicoanálisis como fuente
genuina de su material clínico y, sin embargo, fuera excluida del campo
contractual. No hay que extrañarse de que la psicoterapia institucional,
como lo prueban muchos de los textos que siguen, implique en sus
principales propuestas una crítica del contrato llamado liberal tanto
como de la ley represiva, que pretendía sustituir por el modelo de la
institución. Esta crítica tenía que ampliarse en direcciones muy
variadas, puesto que la organización piramidal de los grupos, su
sometimiento o su división jerárquica del trabajo se apoyan en
relaciones contractuales tanto como en estructuras legalistas. En el
primer texto de esta compilación, acerca de las relaciones
enfermeros-médicos, Oury interviene para decir: «Hay un racionalismo de
la sociedad que es más bien una racionalización de la mala fe, de la
canallada. Lo que se ve desde dentro son las relaciones con los locos en
los contactos cotidianos a condición de romper cierto “contrato” con lo tradicional.
En cierto sentido, puede decirse que saber lo que es estar en contacto
con los locos es, al mismo tiempo, ser progresista. [...] Es evidente
que los propios términos «enfermero-médico» pertenecen a ese contrato
que se ha dicho que había que romper». Hay, en la psicoterapia
institucional, una especie de inspiración al estilo de un Saint-Just
psiquiatra, en la medida en que Saint-Just definía el régimen
republicano como «muchas instituciones y pocas leyes» (y también pocas
relaciones contractuales). La psicoterapia institucional fragua su
difícil camino entre la antipsiquiatría, que tiende a retornar a formas
contractuales desesperadas (Cfr. una reciente entrevista de
Laing), y la psiquiatría sectorial, con su control de barrio y su
triangulación planificada, que se arriesga a hacer buenos los
manicomios que se cerraron antaño (¡los buenos tiempos!).
Aquí plantea Guattari sus propios problemas sobre la naturaleza de los
grupos asistentes-asistidos capaces de constituir grupos-sujetos, es
decir, de convertir la institución en objeto de una verdadera creación
en la cual la locura y la revolución, sin confundirse, se otorguen la
una a la otra aquel «rostro de su diferencia» en las posiciones
singulares de una subjetividad deseante. Por ejemplo, el análisis de las
UTB de La Borde, las unidades terapéuticas de base, en el texto ¿Dónde comienza la psicoterapia de grupo?
¿Cómo conjurar la sumisión en grupos que están ellos mismos sometidos,
como aquellos en los que concurre el psicoanálisis tradicional? Y las
asociaciones psicoanalíticas, ¿en qué vertiente de la institución están,
qué clase de grupo forman? Gran parte del trabajo de Guattari antes de
Mayo del 68 consistió en conseguir «que los propios enfermos se hagan
cargo de su enfermedad, con el apoyo del conjunto del movimiento
estudiantil». Siempre ha habido en Guattari un cierto sueño de
sinsentido y de palabra vacía, institucional, contra la ley o el contrato de la palabra plena, un cierto derecho del flujo-esquizo,
empeñado en romper las divisiones y los estancamientos jerárquicos y
seudo-funcionales: pedagógicos, psiquiátricos, analíticos, militantes.
Todos los textos de esta compilación son artículos circunstanciales.
Están animados por una doble finalidad: la de su origen en tal o cual
giro de la psicoterapia institucional, en tal o cual momento de la vida
política militante, en tal o cual aspecto de la Escuela Freudiana y de
la enseñanza de Lacan, pero también la de su función, la de su posible
funcionamiento en circunstancias distintas de aquellas que fueron su
origen. El libro debe considerarse como el montaje o la instalación,
aquí y allá, de piezas y engranajes de una máquina. A veces se trata de
pequeños engranajes, minuciosos pero desordenados, aunque perfectamente
indispensables. Máquina de deseo, es decir, de guerra y de análisis.
Por ello podemos destacar dos textos particularmente importantes: un
texto teórico en el cual el principio mismo de una máquina se
desembaraza de la hipótesis de la estructura y se deshace de los
vínculos estructurales (Máquina y estructura), y un texto-esquizo en donde las nociones de «punto signo» y «signo-mancha» se liberan de la hipoteca del significante.
Prefacio a Félix Guattari, Psychanalyse et transversalité, François Maspero, París, 1972, pp. I-XI (Psicoanálisis y transversalidad, trad. cast. Fernando Hugo Azcurra, Buenos Aires, Siglo XXI, 1976, pp. 9-21).
1 Marcel Jaeger, «L’Underground de la folie», en Folie pour folie, Partisans, febrero de 1972.
2 Cahiers de la Verité, serie Ciencias humanas y lucha de clases, nº 1.
* Deleuze añade, en una nota de su
ejemplar personal: «Por ejemplo, la política económica se decide como
mínimo a escala europea, mientras que la política social se deja al
cuidado de cada Estado».
3 Michel Foucault, Histoire de la folie, Gallimard, París, 1972, Apéndice I (Historia de la locura en la época clásica, trad. cast. Juan José Utrilla, México, FCE, 1967, 2 vols.).
Fuente: Artillería Inmanente
Nenhum comentário:
Postar um comentário