PICICA: "Cartografías queer: El flâneur perverso, la lesbiana topofóbica y la puta multicartográfica, o cómo hacer una cartografía "zorra" con Annie Sprinkle"
Beatriz Preciado / Cartografías queer
Cartografías queer: El flâneur perverso, la lesbiana topofóbica y la puta multicartográfica, o cómo hacer una cartografía "zorra" con Annie Sprinkle
La tarde del 25 de junio de 1984 moría Michel Foucault en el pabellón Su
muerte provocada por el SIDA pero cuyas causas fueron camufladas bajo
el nombre “rara infección cerebral” nos introdujo en la era postsexual:
un tiempo políticamente enigmático (por no decir maquiavélico) en el que
el hecho de haber desvelado colectivamente los procesos de construcción
cultural a través de los que se producen nuestras identidades de género
y sexuales no impedía que siguiéramos inmersos en los circuitos de la
opresión, la exclusión o la normalización. El mismo Foucault que había
examinado de forma lúcida la función disciplinaria de los saberes y de
las instituciones médicas en la construcción de la heterosexualidad y la
homosexualidad, de lo normal y lo patológico, desaparecía azotado por
un virus que poco después pasaría a llamarse popularmente “el cáncer
gay”.
¿Cómo hacer entonces una cartografías de las prácticas y
representaciones que emergen de los movimientos feministas, gays,
lesbianos, queer, transexuales y transgénero en esta intempestiva y
contradictoria diagramas del poder sobre el sexo o bien podría ésta
actuar como una La imagen del zorro, nos recuerda Antonio Negri en su
introducción al libro de Althusser sobre Maquiavelo, corresponde mejor a
la idea del poder de transformación política que la del león. Al uso
realista de la fuerza opone Maquiavelo la táctica del zorro: “la
simulación de la revolución en ausencia de todas sus condiciones y la
provocación que consiste en expresar ininterrumpidamente una verdad
revolucionaria que en condiciones dadas es inaceptable... ser zorro
significa ocuparse de la potencia del cuerpo, de los cuerpos, de la
multitud, más que del poder y de la política.”1 Así, me
dispongo en las páginas que siguen a intentar cuestionar la tarea
cartográfica (más que a realizarla) con las tácticas del zorro, o más
bien, de la zorra, puesto que de políticas de género y sexuales se
trata.
1. Cartografías identitarias o del “león”
Parten de la noción de identidad sexual (o de diferencia sexual, en el
caso del feminismo), ya sea ésta entendida como un hecho natural o
biológico incontestable o como el producto de un proceso de construcción
histórica o lingüística (explicado con instrumentos teóricos marxistas,
psicoanalíticos, etc.) que una vez constituido funciona como un núcleo
duro e invariable cuya trayectoria puede ser trazada y descrita como la
física de un sólido. Este tipo de cartografía empieza por ser una
taxonomía de identidades sexuales y de género (masculinas o femeninas,
heterosexuales u homosexuales) que se presentan como legibles en la
medida en la que son mutuamente excluyentes. Aquí el cartógrafo ideal es
un etnógrafo desencarnado que haciendo abstracción de su propia
posición identitaria, aparece como neutro —ni masculino ni femenino, ni
heterosexual ni homosexual— y capaz de registrar los movimientos de las
diferentes identidades sexuales y de los usos del espacio, de las
prácticas urbanas o artísticas que emanan de éstas. No es difícil
reconocer que hasta no hace mucho, la mayoría de las historiografías del
arte moderno y contemporáneo no eran sino cartografías identitarias
dominantes (o mayores, por decirlo con Deleuze y Guattari) que
registraban las prácticas masculinas y heterosexuales como si éstas por
sí solas pudieran agotar la geografía de lo visible. Por tanto, dentro
de esta metodología, el cartógrafo de las identidades sexuales
minoritarias hace las veces de un detective de lo invisible, a medio
camino entre el policía secreto y el vidente capaz de sacar a la luz
geografías hasta ahora ocultas bajo el mapa dominante.
Si el peligro de la cartografía dominante es su tendencia hagiográfica,
su aspiración utópica que le lleva a imaginarse como gran relato y a
borrar, absorber o recodificar aquello que excede o resiste a la norma;
el peligro de la cartografía identitaria de las minorías es funcionar,
por decirlo con Foucault, como “un acta de vigilancia”, solapándose de
algún modo con el mapa que arrojarían los dispositivos de control social
para acabar convirtiéndose en un archivo de víctimas que más que
criticar la opresión y su diferencia terminan por estetizarla.
En este tipo de cartografía, la transformación de la ciudad o la
producción artística llevadas a cabo por la minorías sexuales son
síntomas (en el sentido clínico del término) de la identidad, signos y
señas de una diferencia constitutiva o histórica que puede ser después y
según las épocas (pensemos, por ejemplo, en el desplazamiento entre el
arte degenerado alemán y el arte gay) denunciada, romantizada o
mercantilizada. El éxito de estos ejercicios de esencialismo
historiográfico es proporcional a la distancia temporal y política con
el contexto en el que se llevaron a cabo tales prácticas o del impacto
que éstas puedan tener en las cartografías dominantes. Nada mejor para
una cartografía de la identidad homosexual que reconstituir una
geografía homoerótica que va desde los escenarios de la pedofilia griega
hasta las actuales saunas gays, o de trazar una genealogía estética en
la que Miguel Ángel pasa secretamente el relevo de la liberación sexual a
Caravagio y así sucesivamente hasta Andy Warhol. Lo mismo se podría
decir, por cierto, del actual revival de exposiciones feministas que
utilizando criterios esencialistas (arte feminista = arte producido por
mujeres) despliegan cartografías en las que los movimientos sociales y
los discursos políticos feministas y su diálogo con la producción
artística se ven substituidos por una serie de clichés historiográficos
(la igualdad legal, el cuerpo de las mujeres, la violencia y la
opresión, etc.) que aseguran la selección de artistas y de obras.
Reverso indispensable de los discursos dominantes, la narración
identitaria es una de las tentaciones de todo proyecto cartográfico de
la que no están exentas incluso aquellas cartografías que adoptan el
lenguaje y los instrumentos críticos de la deconstrucción feminista
constructivista y queer de las identidades sexuales.
Durante la década de los noventa, Beatriz Colomina, Mark Wigley, Diana
Agrest, Jane Rendell, Barbara Penner, Iain Borden y Jennifer Bloomer
llevaron a cabo diferentes intentos de desvelar las retóricas de género
presentes en los discursos y las prácticas arquitectónicas. Los
resultados de estas lecturas dejan entrever el potencial transformador
de estos aparatos críticos en una historiografía, que más aún que la del
arte moderno y contemporáneo, escondía tras presupuestos formalistas
complicidades con las narrativas heterosexuales y coloniales dominantes.
Por no citar sino alguno de los ejemplos que más han sacudido el relato
tradicional de la arquitectura moderna, Diana Agrest cuestiona el sexo
del cuerpo que sirve desde Vitruvio hasta Le Corbusier como modelo a la
imaginación arquitectónica, Colomina desenmascara las retóricas raciales
y de género presentes en el diseño de Adolf Loss para la casa de
Josephine Baker, mientras Mark Wigley deconstruye en términos de género
la relación entre estructura y ornamento presente en la arquitectura
moderna2.
Abriendo este campo crítico a los estudios gays, lesbianos y queer,
Aaron Betsky, Christopher Reed, Joel Sanders, Michael Moon, Douglas
Crimp y José Miguel Cortés entre otros examinan las retóricas masculinas
y heterosexuales en las prácticas y los discursos arquitectónicos
modernos y contemporáneos3. Por otra parte, mientras la
crítica de género y queer penetraba (lentamente) la historia y la teoría
de la arquitectura y el urbanismo, los estudios gays, lesbianos y queer
comenzaban a entender el espacio y la producción de visibilidad como
elementos constitutivos en la producción histórica de la identidad y la
del reconocimiento políticos.
Desde principios de los años noventa, en el emergente ámbito de los
estudios gays, lesbianos y queer, se fueron realizando diferentes
análisis históricos sobre la presencia de las subculturas gays y en la
configuración de las ciudades (especialmente) americanas, sus usos
desviados de los espacios normativos y la producción de geografías
disidentes. La mayoría de estos estudios, sin embargo tomaban como eje
la subcultura gay, urbana, blanca y de clase media, a menudo
naturalizada y separada de toda influencia y relación con la subcultura
lesbiana, transgénero o transexual4.
Basta con rastrear unas cuantas publicaciones relativamente recientes
sobre la cuestión de espacio y sexualidad, para verificar que tras la
nominación “espacios o cartografías queer” operan dos retóricas opuestas
de espacialización de las identidades gays y lesbianas. En uno de los
estudios más conocidos e influyentes, Aaron Betsky define el “espacio
queer” como “inútil, inmoral, un espacio sensual que existe para y por
la experiencia. Es un espacio de espectáculo, consumo, baile y
obscenidad. Un uso desviado y una deformación de un lugar, una
apropiación de los edificios y de los códigos de la ciudad con fines
perversos. Un espacio que se encuentra entre el cuerpo y la tecnología,
un espacio puramente artificial”5, para explicar después que
se trata en realidad de “aquel espacio generado por la condición
cultural experimentada por los hombres homosexuales en Occidente durante
el siglo veinte.”6 Este proyecto cartográfico permitirá a
Betsky establecer relaciones entre la casa de Oscar Wilde, las calles
del Greenwich Village, el pier 52 de Nueva York, los laberintos entre
arbustos de Central Park, la casa de Charles Moore, o los clubes
sadomasoquistas de San Francisco al precio no sólo de naturalizar y
estetizar procesos políticos, sino de producir nuevos silencios (en
términos de género, sexualidad, raza, diferencia corporal, etc.).
Si esta cartografía gay emerge como consecuencia de la extrusión bajo la
opacidad que genera la cartografía dominante, la cartografía de las
prácticas lesbianas aparecería como un negativo de la cartografía gay.
Es decir, como sugiere De Lauretis, haciendo referencia a la paradójica
situación de la figura de la lesbiana en relación con las tecnologías
visuales: la lesbiana se encuentra en el punto muerto del espejo
retrovisor. José Miguel G. Cortés, por lo demás inspirado por
metodologías foucaultianas, explica: “las lesbianas más que concentrarse
en un territorio determinado (aunque lo hagan ocasionalmente), tienden a
establecer redes más interpersonales. Es decir, no adquieren una base
geográfica tan clara en la ciudad, y ocupan espacios más interiores e
íntimos, lo cual les priva —en gran manera— de una organización política
tan evidente y nítida como la de los gays.”7 Mientras que la figura del gay aparece como un “flâneur
perverso” (por recoger la feliz expresión de Aaron Betsky), la lesbiana
se ve desmaterializada, de modo que su inscripción en el espacio es
fantasmática, tiene la cualidad de una sombra, posee una condición
transparente o produce el efecto antireflejo del vampiro.
En el extremo opuesto, la doble situación de habitante legítimo del
espacio público (por su condición masculina) y de cuerpo marginal sujeto
a vigilancia y normalización (por su condición homosexual) convierte al
sujeto gay en un hermeneuta aventajado del espacio urbano: “el gay
puede ser entendido como un flâneur perverso que pasea sin rumbo
determinado por la ciudad en busca de novedades y acontecimientos. Su
experiencia le convierte en un privilegiado observador que todo lo ve y
todo lo conoce de una ciudad que parece no tener secretos para él... el
gay penetra más allá de la superficie y descubre el carácter oculto de
las calles, convirtiéndose en un intérprete de la vida urbana (sobre
todo nocturna).”8
La retóricas de la cartografía gay y lesbiana son tan opuestas que
podrían identificarse una en términos de utopía de desterritorialización
de los espacios y de su régimen de sexualización dominante, y otra en
términos no ya de distopía o agorafobia (noción cuyo sentido ha sido
politizado pertinentemente por Rosalyn Deutsche9) sino más bien de lo que podríamos denominar topofobia, del rechazo de toda especialización y del horror a toda cartografía.
Cindy Sherman, Untitled Film Still #54, 1980. |
Así mismo, cuando el crítico de arte Douglas Crimp decide acometer la
tarea de dibujar una cartografía de las redes en torno a las que se
constituyó la comunidad artística en Nueva York durante los años setenta
y su relación con el impacto de las micro-políticas gay y lesbianas
emergentes después de Stonewall, opone las fotografías de los espacios
de crusing (ligue) gay en sur de Manhattan (Soho, Little Italy, Tribeca,
Lower East y West Side) , espacios que se convertirían después en
enclaves de la escena artística, pero también del barrio gay, a las que
realiza en la misma época (en torno a mediados de los años setenta) y en
los mismo lugares Cindy Sherman. Mientras que en las fotografías de crusing gay
las calles desiertas del centro de Manhattan procuran el “sentimiento
de un sujeto solitario que se apropia de la ciudad, la posee, el
sentimiento de que la ciudad puede pertenecer a aquellos maricas que
salen buscando lo mismo que otros maricas”10, en las
fotografías de Cindy Sherman, las calles desiertas se convierten en
territorios amenazantes, dice Crimp. Ya no se trata de Nueva York, sino
de “una ciudad genérica”: la ciudad se convierte un escenario
cinematográfico en el que representar una feminidad amenazada. Y
concluye Crimp: “the city is not a good place for her to be”: la ciudad
no es un buen sitio para ella.
Es esta doble retórica la que permite, por ejemplo a Cortés, comparar y
oponer las obras de Jesús Martínez Oliva, David Wojnarowics o Robert
Gober y las de artistas como Cathie Opie (especialmente la serie de
fotografías Domestic (1995-2000) que retrata la vida doméstica de grupos
de lesbianas en Estados Unidos) o las serie de fotografías de piscinas
vacías de Cabello —Carceller— de nuevo la lesbiana sería un fantasma o
una identidad visual que se mide más por su capacidad de escapar de la
representación, y por tanto por su ausencia que por su presencia11.
El carácter topofóbico de la identidad lesbiana tal como ha sido
representada por la mayoría de los estudios, hace de la noción de
cartografía lesbiana un curioso oxímoron : la lesbiana en cuanto
identidad vendría definida precisamente por esta ausencia de
localización espacial, presentándose como un elemento radicalmente
anticartográfico. No investigaré aquí la relación conflictiva y compleja
entre lo que podríamos llamar el lesbotipo (no la lesbiana como
naturaleza o identidad sino la lesbiana como representación) y los
dispositivos cartográficos. Me limitaré a señalar que hasta ahora el
lesbotipo ha sido sistemáticamente borrado no sólo de las topografías
dominantes, sino también de las así llamadas topografías o geografías
gays. Lo mismo podría decirse de otras prácticas sexuales e identidades
políticas complejas que ponen en cuestión los términos mismos
(hombre/mujer, heterosexual/homosexual) que movilizan la cartografía
como las identidades transexuales y transgénero, las prácticas drag
king, la pedofilia, la bisexualidad o la pansexualidad... Hasta aquí,
por tanto, algunas de la limitaciones de hacer cartografía con el león.
2. Cartografías queer o de la “zorra”
Pero, ¿qué podría ser, frente a una cartografía identitaria, una
cartografía hecha al estilo de la "zorra" de Maquiavelo? Félix Guattari y
Gilles Deleuze han sido aquellos que más profusamente y de un modo más
radical ha utilizado la noción de cartografía en un sentido crítico.
Deleuze adopta precisamente esta noción para describir la tarea llevada a
cabo por Foucault en Vigilar y Castigar: “Foucault no es un
escritor”, se atreve a afirmar Deleuze, “sino un nuevo cartógrafo”,
puesto que en su obra la escritura “no funciona nunca como mera
representación objetiva del mundo, sino que organiza un nuevo tipo de
realidad”12. Para Deleuze, la cartografía, relacionada al
mismo tiempo con el mapa y con el diagrama, dibuja la forma que toman
los mecanismos del poder cuando se espacializan (como en el caso del
Panóptico de Bentham y el poder disciplinario descrito por Foucault),
pero puede operar también como una “máquina abstracta que expone las
relaciones de fuerza que constituyen el poder “ dejándolas así al
descubierto y abriendo vías posibles de resistencia y transgresión.13
Siguiendo este doble programa, la noción de cartografía despliega toda su potencialidad en la obra de Félix Guattari de 1989 Cartographies schizoanalytiques.14
No sin cierta sorpresa, averiguamos leyendo a Guattari que su
cartografía esquizoanalítica no tiene como objetivo dibujar una red de
espacios transitados por sujetos minoritarios, ni mucho menos
facilitarnos una taxonomía de lugares habitados y transformados por la
locura (del neurótico o del psicótico), sino más bien “esbozar un mapa
de los modos de la producción de la subjetividad”15. Dicho
mapa no se podrá hacer, nos advierte Guattari, sin tener en cuenta lo
que él denomina las tecnologías de la representación, información y
comunicación que (como auténticas máquinas performativas) no se
contentan con vehicular contenidos dados, sino que producen la
subjetividad que pretenden describir. Desde este punto de vista, una
cartografía busca dibujar un paisaje de lo que Guattari llama “equipos
colectivos de subjetivación.”16 Opone esta tarea de hacer una
cartografía a tres tradiciones clásicas de producción de saber: la
historia, la sociología y la psicología. Dicho de otro modo, una
cartografía es una contra-historia, una contra-sociología y una
contra-psicología. Por ello, Guattari concibe la cartografía no
simplemente como una técnica de representación de las subjetividades
políticas dadas, sino (y de ahí su interés para las políticas sexuales)
como una auténtica práctica revolucionaria de transformación estética y
política.
Sin duda, La Historia de la locura, Vigilar y Castigar y La historia de la sexualidad
de Michel Foucault, podrían repensarse hoy como cartografías queer en
el sentido guattariano del término: dispositivos de subjetivación de la
modernidad de los que surgirá una “implantación múltiple de
‘perversiones’”: “la histérica”, “el niño masturbador”, “el enfermo
mental”, “el criminal”, “el homosexual”...17. Las nociones
cartográficas de panóptico y de heterotopías de Foucault pertenecen a un
intento de dar cuenta de la transformación del ejercicio de poder en
Occidente y su relación con el cuerpo a partir del siglo XVIII que
llevará hasta la conceptualización de la “biopolítica”. Si el panóptico,
recordemos prototipo arquitectónico creado en 1791 como espacio de
vigilancia y gestión de la producción industrial (y no penitenciaria, en
principio) de grupos humanos se convierte en el modelo diagramático del
biopoder no es tanto por su profusión fáctica en el tejido urbano del
siglo XIX (puesto que como sabemos no será construido hasta mediados del
siglo XX) sino porque permite a Foucault pensar la arquitectura
implícitamente visual de la relación cuerpo/poder en la modernidad.
Pero de lo que se trata en realidad es de pensar la arquitectura, el
desplazamiento y la espacialización del poder como tecnologías de
producción de la subjetividad. De este modo, lo importante no son sólo
los programas y la distribución espacial específica de lo que él llamará
“arquitecturas de encierro” —la prisión, el hospital, la caserna y el
campamento militar, la fábrica o el espacio doméstico— sino más bien la
capacidad de éstas para funcionar como auténticos exoesqueletos del
alma. Foucault nos invita de este modo por primera vez a pensar la
arquitectura y las estructuras de espacialización (el muro, la ventana,
la puerta, el peep-hole, el armario, los urinarios, la distribución
vertical u horizontal de programas, etc.), pero también de
temporalización que éstas proponen (fluidez o retención de la
circulación, ordenación rítmica de la acción, distribución secuencial de
visibilidad/invisibilidad, etc.) como ortesis-políticas, dispositivos
duros y externos, de producción de la subjetividad.
La producción de sujetos desviados en la modernidad es inseparable de la
modificación del tejido urbano, de la fabricación de arquitecturas
políticas específicas en la que estos circulan, se domestican o resisten
a la normalización. La centralidad de las nuevas estrategias de
producción de saber sobre el sexo (la medicina, la psiquiatría, la
justicia penal, la demografía) no existe sin sus exoesqueletos técnicos
respectivos, sin lo que podríamos llamar el despliegue de una
architectura sexualis: el sillón ginecológico, la camisa de fuerza, la
celda, el pupitre, el edificio social, etc. Se organizan agenciamientos
específicos de arquitecturas de sexualización que funcionan como “redes
de placeres/poderes”18 articulados en puntos múltiples:
surgen el ama de casa burguesa y la intimidad doméstica; las nuevas
normas de higiene y canalización de desechos; la pareja heterosexual
maltusiana y la cama de matrimonio; la separación del dormitorio de los
padres y de los hijos; la histérica y el vibrador médico; la feminidad
pública y el burdel; el niño masturbador y sus rituales de pedagogía,
vigilancia y ocultación; la prostituta y los barrios chinos, el
homosexual y los puertos y las cárceles; la masculinidad heterosexual y
el espacio público como lugar de debate, organización y producción de
discurso y visibilidad social.
Podríamos decir que, contrariamente a la opinión común, lo propio de las
sociedades modernas no es haber obligado al sexo a permanece en el
ámbito privado, sino haber producido las identidades sexuales y de
género como efectos de una gestión política de los ámbitos privados y
públicos y de sus modos de acceso a lo visible. De esta cartografía
foucaultiana continuada después por críticos queer como Eve K. Sedgwick y
Michael Moon o Judith Butler surgen varias conclusiones provisionales:
1) Todo cuerpo es potencialmente desviado, contemplado como un “individuo que debe ser corregido”19
y por tanto debe circular a través de un conjunto de arquitecturas
políticas (espacio doméstico, escuela, hospital, caserna, fábrica, etc.)
que aseguran su normalización. Sin una especialización política del
cuerpo (verticalización, privatización del ano, control de la mano
masturbatoria, sexualización de los genitales, etc.), sin una gestión
del espacio y de la visibilidad del cuerpo en el espacio público no hay
subjetivación sexual. Implícito en este análisis de los procesos de
subjetivación está un nuevo concepto de cuerpo: cuerpo maquínico
(Deleuze/Guattari), plataforma tecnoviva (Donna Haraway), “cuerpo
performativo” (Judith Butler) en todo caso cuerpo que se constituye en
relación con lo inorgánico, con la electricidad y el haz de luz, con los
nuevos materiales sintéticos y su capacidad para funcionar como
órganos, con los objetos de consumo, con la máquina y su movimiento, con
los sistemas de signos y su inscripción codificada, con las nuevas
tecnologías fotográficas y cinematográficas de representación.
2) Lo que caracteriza al espacio público en la modernidad occidental es
ser un espacio de producción de masculinidad heterosexual. Bajo la
aparente indiferencia de nuestros espacios democráticos, como ha
detectado Eve K. Sedgwick, subyace la paradójica y constitutiva relación
entre homofobia y homoerotismo: el espacio público se caracteriza al
mismo tiempo por la exclusión de la feminidad y la homosexualidad y por
el placer derivado de estas segregaciones. Lo público es, por tanto, una
erotización des-sexualizante del separatismo masculino20. De
aquí, es posible concluir, que la sexualidad feminidad, genérica, no
sólo la homosexual, es en realidad un tipo de sexualidad periférica, en
cuanto su producción se lleva a cabo por exclusión del espacio público.
3) Circulando a través de estas arquitecturas de subjetivación y
sometidos a técnicas de representación visual, los sujetos sexopolíticos
emergen en el siglo XIX al mismo tiempo como objetos de conocimiento y
como figuras de espectáculo y representación pública. Así la histeria,
la prostitución, la homosexualidad son inseparables de las planchas
fotográficas de las histéricas del laboratorio de la Salpêtrière de
Charcot, o de los “invertidos” del laboratorio fotográfico del Institut
für Sexualwissenschaft de Magnus Hirschfeld, de los freak shows, de los
planos de higienización de los barrios chinos, de los archivos
policiales, pero también de los álbumes de fotos privados. No es posible
entonces hacer una historia de la sexualidad en la modernidad sin
dibujar cartografías superpuestas de normalización y de resistencia. Lo
importante de este análisis Foucaultiano no es sólo pensar la identidad
sexual como el efecto de un proceso de construcción política, sino
identificar las técnicas semioticotécnicas, visuales, arquitectónicas y
urbanísticas a través de las que se lleva a cabo esta construcción. Lo
que no habíamos imaginado hasta ahora es que el trabajo (tanto
discursivo como técnico) de los arquitectos, urbanistas, fotógrafos,
cinematógrafos, demógrafos, ingenieros del territorio... era, entre
otras cosas, la producción de un sujeto sexual.
4) Los espacios de subjetivación son espacios performativos. Como
sabemos, uno de los impulsos posidentitarios en la metodología feminista
y queer surge de la interpretación performativa de la identidad llevada
a cabo por Judith Butler en Gender Trouble. A través de una
lectura cruzada de los saberes disciplinarios de Foucault, de los actos
de habla performativos de John Austin y del análisis del
fundamentocitacional de la fuerza performativa de Jacques Derrida,
Butler afirma que la identidad de género y sexual no tienen realidad
ontológica más allá del conjunto de actos performativos (convenciones
discursivas y repetición ritualizada de performances corporales) que las
producen. Desde este punto de vista, dibujar una cartografía queer
requiere acentuar cómo el discurso, la representación y la arquitectura
construyen el sujeto que dicen explicar, describir o albergar, más que
de constituir un archivo de los discursos, representaciones y espacios
producidos por las subculturas gays, lesbianas, transexuales o
transgénero. Uno de los peligros de la generalización de este análisis
performativo al estudio de los espacios de sexualización es, como nos
recuerda Eve K. Sedgwick, la reducción de fenómenos no-ligüísticos a
estructuras y procesos que proceden del análisis de los actos de habla.
Sedgwick nos alerta frente a la reducción del gesto, la estilización
corporal o la modificación somática a eventos lingüísticos. Resulta
necesario llevar a cabo una interpretación teatral, corporal y tectónica
de la noción de performatividad21. En el caso de una
cartografía queer, esta dimensión no lingüística cobra una relevancia
especial, puesto que lo que nos interesa aquí es más bien entender los
espacios y sus divisiones públicas o privadas, su opacidad y su
transparencia, su accesibilidad o su cierre, no tanto como escenarios
vacíos en los que se lleva a cabo el drama de la identidad, sino como
auténticas tecnologías de producción de subjetividad.
Si volvemos a algunos de los textos canónicos de la teoría queer, como Mother Camp: Female Impersonators in America de Esther Newton o al documental Paris is Burning
de Jennie Livingston, dos de los primeros estudios de la cultura drag
queen en Nueva York que sirvieron como base antropológica para la
definición performativa de la identidad sexual y de género de Judith
Butler, veremos que el fenómeno del “drag” no es sólo un proceso de
travestismo corporal, sino que implica la transformación de un espacio,
su uso desviado, es decir algo que podríamos denominar, la fabricación
de “drag spaces”, de espacios performativos. Como explica Eve K.
Sedgwick: “drag, la teatralización del género, no es tanto un acto como
un sistema heterogéneo, un campo ecológico cuya relacionalidad se dirige
tanto hacia ese mismo espacio como hacia las normas que lo cuestionan.
Si perdemos de vista esta dimensión espacial, el fenómeno complejo de la
teatralización del género queda simplificado y reificado.”22
Por tanto, la invención de nuevos sujetos sexuales a finales del siglo
XIX (hetosexualidad/homosexualidad, normal/perverso, histérica/casta,
masturbador/reproductor, etc.) es inseparable de la circulación de estos
cuerpos en espacios que actúan como teatros de subjetivación.
Así por ejemplo, nos recuerda G. Didi-Huberman, la histérica no existe
fuera del agenciamiento performativo de los dispositivos fotográficos
que la representan, de la cama, la silla y el arnés que fijan una pose
durante el tiempo que requiere la inscripción fotográfica. La histeria
como espectáculo induce un equipo de producción: el paciente como actor,
el médico como director, la comunidad científica como público.
Didi-Huberman no duda en calificar a Charcot de “coreógrafo de la
histeria” donde la hipnosis no es tanto una solución hermenéutica o
terapéutica como una técnica que permite producir performativamente el
sujeto sexual fotografíco23. En definitiva, una cartografía
queer no propone tanto un análisis en términos de identidad, sino de
producción de subjetividad, menos de posición que de movimiento, no
tanto de representación como de performatividad, menos en términos de
objeto o cuerpo que en términos de tecnologías políticas y de
relacionalidad.
Pistas para una cartografía zorra: representación pospornográfica y políticas del espacio en Annie Sprinkle
La recurrencia de la figura del flâneur* (flâneur heterosexual en las cartografías dominantes, flâneur perverso en las cartografías gays y la escurridiza flâneuse
lesbiana topofóbica en las aún escasas cartografías lesbianas) me ha
llevado a imaginar otros cuerpos, distintos en su posición y su estatus
político-sexual que podrían entrar en relación con este privilegiado
paseante de la modernidad. Si tenemos en cuenta la segregación masculina
que estructura el espacio público, observaremos que el “gentleman” de
Baudelaire “que se pasea por las calles de la ciudad”, aquel que según
Walter Benjamin es el primero en haber experimentado el nuevo espacio de
la metrópolis moderna, se encuentra con un cuerpo que, marcado como
femenino, ha adquirido, sin embargo, la condición de público: el cuerpo
prostituido, aquel que como nos explica Benjamin establece con el flâneur moderno una “comunidad sexual”.24 Mientras que el flâneur
aparece como el prototipo individual y bohemio de las nuevas clases
burguesas consumidoras en las que la conciencia política se ve
desbancada por la intoxicación estética, el cuerpo prostituido ocupa más
bien la posición de un trabajador sexual del espacio público (en el que
opera como mercancía para el consumo sexual de aquel), representante de
un invisible subproletariado sin estatuto legal y sin carta de
ciudadanía. Este cuerpo trabajador sexual anónimo del espacio público me
interesa como nueva figura de lo político, como índice de una nueva
cartografía. Notemos que aquí la identidad de género y sexual han dejado
de tener relevancia, mientras que es la práctica misma de poner el sexo
a trabajar en el espacio público la que define los posibles vectores
cartográficos.
A través y con Annie Sprinkle como “puta multimedia”25 e indudable interlocutora de estas ficciones del flâneur
en las cartografías identitarias, querría llevar a cabo un ligero
desplazamiento desde una historia de las prácticas artísticas y de
representación gays y lesbianas hasta una posible cartografía hecha al
estilo maquiavélico de la “zorra”. Ya no partimos aquí de una identidad
de género o sexual ontológica (mujer, gay, lesbiana, etc.), ni dada ni
construida culturalmente, para hacer después la historia de sus
prácticas artísticas, discursivas y de representación, sino que más
bien, tomando como punto de partida una metodología cartográfica (en el
sentido guattariano del término y por oposición a histórica, sociológica
y psicológica) y queer (por oposición a identitaria o
naturalista), se tratará de entender la espacialización de la
sexualidad, la visibilidad y la circulación de los cuerpos y la
transformación de los espacios públicos y privados como actos
performativos capaces de hacer y deshacer la identidad.26 Annie Sprinkle, nos explica en su autobiografía Post-Porn Modernist: My 25 Years as a Multimedia Whore,
siendo todavía Ellen Steinberg, “accede al mercado de trabajo como
vendedora de palomitas en un cine de barrio” de Tucson, Arizona, que
será poco después cerrado por la policía por haber difundido la película
pornográfica producida por Gerard Damiano en 1972 Deep Throat, cuyo impacto marcará la obra posterior de Sprinkle27. La intriga narrativa de la Deep Throat,
fundadora en gran parte de la gramática cinematográfica que se
extenderá después a todos los códigos pornográficos durante los setenta,
podría definirse como una cuestión de cartografía sexual del cuerpo de
la protagonista, Linda Lovelace: una mujer que no experimenta placer
sexual a través de la penetración vaginal descubre gracias a un examen
médico que su clítoris está situado en el fondo de su garganta. El
porno-drama épico consistirá en enseñar a Linda una nueva técnica de
felación (“garganta profunda”) para acceder al orgasmo a través de la
estimulación de su clítoris gutural.
Destacaré aquí tan sólo dos elementos cruciales para entender el trabajo
posterior de Annie Sprinkle y su deconstrucción de las tecnologías de
representación de la sexualidad como plataforma de invención de nuevos
sujetos político-sexuales. En primer lugar, este texto audiovisual
centrado en torno al placer femenino y sus enigmas construye una
feminidad perversa y patológica, que se sitúa en el límite de la
enfermedad mental, la discapacidad física y la carencia de conocimiento y
conciencia de sí. Deep Throat nos enseña que el cuerpo femenino
en la semiología audiovisual pornográfica es siempre un cuerpo queer.
Linda Lovelace no sólo desconoce su cuerpo y sus placeres, sino que
sufre de un curioso desplazamiento anatómico (un clítoris gutural) que
afecta a la organización de sus órganos y que demanda una
reestructuración de sus prácticas sexuales. La pornografía aparecerá
aquí al mismo tiempo como pedagogía y como terapia proponiendo una nueva
territorialización de su cuerpo que reorganizará la relación entre
órganos y producción de placer. Lo que resulta extraño, es que esta
nueva espacialización del placer produzca un agenciamiento
pene-boca-garganta que escapa a la economía heterosexual y reproductiva
que conecta pene y vagina. La historiadora de la pornografía Linda
Williams sugiere que la felación y la eyaculación visible, que se
convertirán a partir de los años 70 en los sintagmas característicos de
la representación pornográfica heterosexual, aparecieron primero en las
primeras películas porno gays y más particularmente en la película de
Wakefield Poole, Boys in the Sand. El porno gay se sitúa así,
según Williams, como el avant-garde de la representación pornográfica,
introduciendo nuevos sintagmas que serán luego normalizados al pasar a
la pornografía heterosexual dominante28. Podríamos decir,
llevando este argumento al límite y poniendo en cuestión una vez más la
cartografía identitaria, que la felación y la eyaculación externa en Deep Throat,
en cuanto elementos de ficción de la narración pornográfica, son la
citación de un sintagma de la narración pornográfica gay en un texto
aparentemente heterosexual.
En segundo lugar, con la llegada de la representación pornográfica a los
cines populares se produce un nuevo tipo de espacio y una nueva
experiencia visual que reclama la creación de un público. Se trata de lo
que Linda Williams denomina un “espacio público oscuro” en el que,
transgrediendo los límites de género hasta entonces establecidos por la
contención de la representación pornográfica dentro de los espacios de
prostitución o de los clubes masculinos (época del Stag movie), se encuentran por primera vez el observador masculino y femenino29.
Sin embargo, como nos recuerda Annie Sprinkle y el cierre del cine
donde pasaban Deep Throat, este momento de desprivatización de la imagen
pornográfica, de ampliación del espacio público y transformación de la
relación entre espacio y género será breve, puesto que a partir de 1974
se suceden, tanto en Estados Unidos como en Europa, diferentes leyes que
vendrán a regular la representación de la sexualidad en el espacio
público.
Curiosamente, al menos según su autoficción pospornográfica, Annie
Sprinkle conocerá a Gerard Damiano y Linda Lovelace al ser citada como
testigo en el juicio por divulgación de imágenes obscenas contra el cine
en el que trabajaba. Para ese momento, Sprinkle ha comenzado ya a
trabajar como prostituta en una caravana en Tucson. Su encuentro con
Damiano la llevará hasta los Kirt Studios de Nueva York donde trabajará
primero como guionista, editora y diseñadora de escenarios porno y
después como actriz. Durante este tiempo, el cuerpo público de Annie
Sprinkle será construido a través de técnicas visuales, cinematográficas
y performativas como el “pin-up modeling”, el primer plano y la
fragmentación secuencial hasta convertirlo en un icono mediático de la
cultura popular americana, comparable con otros objetos de consumo. Sin
embargo, éste no es un proceso de imposición frente al que el cuerpo de
la actriz porno funcione como un objeto pasivo o dócil, sino que es
constitutivamente un proceso al mismo tiempo de construcción y de
agenciamiento.
Esa tensión entre normalización pornográfica y resistencia
pospornográfica, comienza de hecho con la elección del nombre “Annie
Sprinkle.” Este pseudonimo procede en realidad de una fotografía de un
cementerio, lugar que Foucault había identificado como heterotópico,
precisamente por su capacidad para funcionar como una ciudad paralela a
la ciudad de los vivos, un curioso espacio público donde el cuerpo, a
pesar de ser el principio de organización espacial (cada tumba
corresponde a un cuerpo, a sus restos orgánicos), ha dejado de ser
visible: se trata de la fotografía de la tumba de Annie Sprinkle, una
joven nacida en 1864 en Baltimore que muere a los diecisiete años. Annie
Sprinkle como nombre propio, en el sentido performativo del término, es
un acto de habla cuyo poder ilocucionario será transformar a Ellen
Steinberg en cuerpo público, y más particularmente, en prostituta y
actriz porno. Mientras que la mayoría de los nombres de actrices y
actores porno juegan de manera intertextual con los nombres de los
iconos hollywoodianos de la cultura popular (y créanme sería posible
llevar a cabo toda una genealogía crítica basada únicamente en el
estudio de estos pseudónimos —Nina Roberts, Julia Channel, Carolyn
Monroe, Cicciolina, etc.), el carácter de inscripción mortuoria del
nombre Annie Sprinkle nos invita a establecer relaciones entre el
estatuto político de la prostituta en la ciudad y del cuerpo en el
cementerio, ambos próximos de la condición de visibilidad del fantasma,
entidades que como el virus o el vampiro, nos recuerda Jean-Luc Nancy,
deconstruyen los límites entre lo vivo y lo muerto, lo orgánico y lo
inorgánico, lo masculino y lo femenino, lo visible y lo invisible, la
realidad y lo virtual e invocan otras taxonomías, otras narraciones
biográficas y otros modos de habitar el espacio30.
Por otra parte, la palabra “sprinkle” (en inglés al mismo tiempo verbo y
nombre, acción de orinar y lluvia dorada) transformada aquí en nombre
propio supone desde el comienzo la voluntad de visibilizar y hacer
pública tanto la orina, un flujo corporal que culturalmente (y
especialmente para las mujeres) ha sido objeto de privatización, como el
acto mismo de orinar, práctica cultural genderizada que implica verticalidad y publicidad en el caso de la masculinidad y pliegue y privacidad en el caso de la feminidad.
En 1976 Annie Sprinkle organiza un “Piss-In” colectivo para celebrar el
aniversario de la Independencia de los Estados Unidos del 4 de Julio, y
en 1979 dedica el Número 4 de “The Sprinkle Report: The newsletter
devoted to piss art”31. Desnaturaliza de este modo el acto de
orinar convirtiéndolo en una técnica del cuerpo y una práctica de
ocupación y de sexualización del espacio público para las mujeres32.
Se recodifica así tanto la práctica corporal y su gestión en el espacio
público, como el flujo corporal y su visibilidad. Por una parte, se
invita a los participantes, tanto hombres como mujeres, a mear de pie,
transgrediendo la genderización cultural de esta práctica. Por otra,
como en la fotografía en la que Annie Sprinkle orina de pie sobre la
cara de Jack Smith, la representación visual de la orina, su significado
y su materialidad, toman el lugar que ocupa el semen en la pornografía
tradicional desplazando de algún modo la eyaculación facial en tanto que
sintagma privilegiado de la gramática pornográfica dominante.
Anny Sprikle, Anatomy of a Pin-Up. 1988 |
En 1978, sin duda influida por el encuentro con el artista holandés del
movimiento Fluxus Willem de Ridder, comienza a publicar sus propias
revistas (“The Kinky World of Annie Sprinkle”, “Annie Sprinkle’s
Bazoombas”, “Love Magazine”) en las que aunque utilizando todavía los
códigos de la representación pornográfica tradicional a través de los
que su cuerpo había sido producido como icono porno aparecen algunos
desplazamientos interesantes. Así por ejemplo, en una de las
fotografías, junto a la que podemos leer “Mastúrbate delante de tus
plantas”, vemos a Annie posando semidesnuda de pie sobre un automóvil
vacío situándose a la altura de un árbol próximo, en otra serie de
fotografías con la inscripción "¿Esto te parece un acto abominable
contra natura?" Annie es penetrada por el muñón de la pierna de una
joven amputada33. Progresivamente, este soporte servirá a
Sprinkle para elaborar un diario político-sexual de las comunidades de
putas, drag queens, lesbianas, butches, practicantes de SM y bodyart
(Fakir Mustafar, John Holmes, Veronica Vera, Jack Smith, Long Jean
Silver, Kenneth Anger, Ron Athey, etc.) por las que circula.
En una de estas revistas Annie Sprinkle publica la que será una de sus
primeras obras emblemáticas “The Anatomy of a Pin-Up” en la que,
utilizando la fotografía como superficie de inscripción, Sprinkle dibuja
literalmente una cartografía de los procesos performativos a través de
los que se produce la feminidad pornográfica.
Indicando desmonta y desvela sexual. El con flechas cada una de las
partes de su cuerpo, Sprinkle la retórica realista que domina la
representación pornográfica los mecanismos teatrales y visuales que
construyen el cuerpo giro pospornográfico ha comenzado.
En 1979 Annie Sprinkle se muda a Nueva York y comienza a frecuentar el Club Hellfire, que como el Catacombs de San Francisco34
era un espacio de encuentro que se definía, no tanto en términos de
identidad sexual, sino por su aproximación teatral, paródica y múltiple a
la sexualidad (gay, bi, staight, drag queen, SM, transexual...).35
En parte gracias al contexto performativo del Hellfire y a la
teatralización de la sexualidad propia a la cultura SM del Hell Hole
Hospital (una mazmorra SM situada en la Calle 27 con la Tercera Avenida
en la que trabaja a finales de los años 70), se distancia
definitivamente de los códigos realistas de la pornografía tradicional y
comienza a subrayar la dimensión performativa, construida y codificada
de la sexualidad. Es así como Sprinkle va a crear un conjunto de
tácticas de intervención en el espacio público y de crítica de las
construcciones de género y sexuales codificadas por el discurso
pornográfico tradicional.
En 1979 transforma sus apartamentos de Nueva York (primero el 90 de la
Avenida Lexington con la Calle 27 Street, piso 11, después la 132 Oeste
con la Calle 24) en lo que llamará el “Sprinkle Salon”. La pelvis
dibujada en la tarjeta de visita del Salon, como una anticipación de su
performance Public Cervix Announcement, invita al visitante a entrar en
el cuerpo de Annie Sprinkle, anunciando al mismo tiempo el carácter
radicalmente público de este espacio. Allí se darán cita directores y
directoras, actores y actrices porno como Gerard Damiano, John Holmes,
la cantante y performer Lydia Lunch, el entonces fotógrafo y después
director de cine Larry Clark, el dibujante y diseñador de Alien H.R.
Giger, Susi Bright, escritora lesbiana y colaboradora de la primera
revista porno lesbiana en Estados Unidos On our Backs, Quentin Crisp,
escritor y figura mítica de la escena drag queen y dandy newyorkina,
Kenneth Anger, director de películas experimentales como Scorpio Rising y
el pionero del body play e iniciador de la práctica corporal modern primitive Fakir Musafar, entre otros.
Se trataba de un espacio que bien podríamos calificar con el concepto de
Sedgwick como un “drag space” por su capacidad de transformación
performativa. El salón de Sprinkle, literalmente su cuarto de estar, su
cocina y su baño se había convertido en espacios públicos y
performativos, a veces escenarios de teatro burlesque o de performance, a
veces salones de tatuaje y piercing, escenarios de rodaje de películas,
mazmorras SM, centro de reuniones políticas de pornógrafos y
trabajadoras sexuales, espacio expositivo para lo que Sprinkle comienza
en esta época a denominar “sex art”, o centro de publicaciones desde
donde se fabrican folletos, revistas y panfletos político-sexuales a
favor de la legalización de la prostitución y de la pornografía.
Este proceso de “publicación” (de devenir público) del espacio privado
es característico por una parte de la emergencia de la performance como
prácticas artísticas a principios de los años 70 y por otra del arte
feminista. Así, podríamos comparar el Sprinkle Salon de Nueva York con
los innumerables espacios performativos que se abren en esos años en
apartamentos neoyorkinos como, por ejemplo, los de Adrian Piper o Yvonne
Rainer, o con The Woman House Project de Los Angeles,
California, en el que a falta de espacios expositivos y arrinconadas por
las instituciones educativas de los Colegios de Bellas Artes, un grupo
de feministas entre las que se encuentran Judy Chicago, Miriam Shapiro o
Faith Wilding transforman un espacio doméstico en espacio performativo y
galería entre 1971-81. Progresivamente el trabajo de Sprinkle irá
desplazándose desde la publicidad privada del club sexual o del Sprinkle
Salon hasta la tematización de los procesos de construcción, de
publicación y privatización de su cuerpo y su sexualidad en las
performances de los años ochenta. Por ejemplo, en Strip Speak (creado
primero en las salas de Striptease del Show World Center en la Calle 42 de Nueva York y presentado después en The Performing Garage
de Calle Wooster como parte del Prometheus Project) Sprinkle
distorsiona la retórica pornográfica dominante introduciendo fragmentos
de discurso reflexivos y políticos en la coreografía, en principio
silenciosa, del Striptease.
En “Pornstistics”, una performance de la misma pieza, Sprinkle presenta
parodiando el imaginario empresarial una serie de diagramas diseñados
por ordenador en los que resume las ventajas e inconvenientes de su
carrera de prostituta en términos económicos y laborales. Quizás una de
las imágenes de esta serie de gráficos que mejor elabora la relación
sexo-trabajo-ciudad, sea aquella en el que Sprinkle suma todos los
centímetros de pene que ha chupado durante su carrera sexual para
igualarlos con la altura del Empire State Building. En definitiva,
Pornstatistics propone un mapa de la economía política del espacio
urbano en términos de género en el que las mujeres pueden elegir entre
trabajo doméstico no pagado (incluido el trabajo sexual) o trabajo
público (entiéndase aquí sexual) pagado pero ilegal. La ciudad (tanto el
espacio público, como sus iconos verticales y monumentalizados)
aparecen como fachadas masculinas que esconden el trabajo sexual
realizado por cuerpos pauperizados invisibles.
Público/Público: the public cervix announcement
Público contiene público: el cuerpo público lleva dentro de sí al
cuerpo público -éste reside como una presencia extranjera dentro del
cuerpo público.35
En términos performativos, uno de los momentos más álgidos de este
cuestionamiento de los límites entre lo privado y lo público será su
performance The Public Cervix Announcement realizada por primera
vez en 1990 como parte del espectáctaculo Post-Porn Modernist y
presentada, entre otros lugares, en The Kitchen, la sala de Greenwich
Village donde habían debutado en 70 artistas como Laurie Anderson o
Cindy Sherman.
Annie Sprinkle utiliza aquí por primera vez el adjetivo posporno que se
convertirá después no sólo en definitorio de su propio trabajo, sino en
el nombre de todo un movimiento crítico y cultural. En realidad “post-porn”
era un término inventado por el artista holandés y amigo de Sprinkle,
Wink van Kempen para describir una nueva forma de representación del
sexo y de la sexualidad que no podía ser reducida a los dos discursos
que dominan su codificación visual en Occidente: la anatomía médica
(como espacio de producción de un saber público sobre el cuerpo y de
gestión de lo normal y lo patológico) y la pornografía (como técnica
visual masturbatoria dirigida a construir la mirada masculina).
Alejándose de ambas, Van Kempen afirma que la pospornografía es
“visualmente experimental, política, paródica, artística y más ecléctica
que otras representaciones explícitas del sexo.”37
La composición escénica de Post-Porn Modernist, pensada en parte
por el director de teatro Emilio Cubeiro (colaborador también de
artistas como Richard Kern, Lydia Lunch, David Wojnarowicz, Rosa von
Praunheim o Karen Finley) reproduce la habitación de una trabajadora
sexual (cama, baño y retrete, armario con conjuntos y accesorios y
tocador) dentro del espacio teatral. Pero este escenario no será en
ningún caso una mera citación del espacio de la industria del sexo
dentro del teatro, sino la ocasión de desvelar las técnicas
performativas a través de las que se construye la feminidad
pornográfica. No sólo asistimos a la transformación de Ellen Steinberg
en Annie Sprinkle, sino que este proceso se ve multiplicado por la
proyección de una serie de fotografías realizadas por la artista que
llevan el nombre de “Transformation Salon: Before and After”. Trabajando
con los códigos de la cirugía estética (antes/después), Sprinkle
fotografía la transformación de una serie de mujeres en “sex stars”,
estrellas sexuales, a través de un proceso que ella denomina: “pin-up
therapy”. Todo lo que se necesita, señala Sprinkle es: “Buen maquillaje,
un liguero, muchas pelucas, tacones altos, una pose y lo más
importante, buena iluminación.”38
Sprinkle construye con esta serie un archivo ficticio de mujeres
anónimas y de mujeres públicas. Estas fotografías como señala Douglas
Crimp a propósito de los autorretratos de Cindy Sherman, “invierten la
relación entre arte y autobiografía, no utilizan la fotografía para
revelar el auténtico yo sino para mostrarnos la subjetividad como un
artefacto imaginario.”39 El género como el sexo y la
sexualidad, tanto antes como después (el desnudo, la feminidad doméstica
y maternal, la predadora sexual) aparecen aquí como códigos visuales,
“series discontinuas de representaciones, copias y falsificaciones”40. La dimensión terapéutica, presente también en otros proyectos de la misma época como Linda/Les and Annie
(primera película con un transexual F2M) o el Laboratorio de Género
(Invención de los talleres drag king junto con Diane Torr en 1989) que
trabajan con la producción cultural de la masculinidad, surge no tanto
de la extracción de un auténtico yo subterráneo, como de la emergencia
de una conciencia performativa.
En Linda/Les & Annie: The First Female-To-Male Transexual Love Story,
por ejemplo, el cuerpo de Les, su faloplastia y su mastectomia, forman
parte primero de una representación tradicional de la masculinidad en la
pornografía dominante (pecho plano, pene erecto, penetración), para
dejar paso después a representaciones paródicas o críticas en las que el
pene (ahora flácido) convive con una vagina que es penetrada por los
dedos de Sprinkle. De modo semejante, en el Gender Laboratory,
Sprinkle pone en marcha por primera vez junto con la artista Diane Torr
el dispositivo performativo que luego acabará conociéndose como Drag King Workshop, Taller drag king,
en el que un conjunto de mujeres aprenden las técnicas performativas a
través de las que un cuerpo accede al estatuto de masculino en el
espacio público41. De nuevo, aquí la posible transformación
de la subjetivdad surge de un trabajo de deconstrucción de los códigos
normativos de representación del género, del sexo y de la sexualidad y
de transgresión de los límites de los espacios públicos y privados en
los que los diferentes cuerpos codificados adquieren visibilidad y
reconocimiento. Sin embargo, parece necesario, frente a lecturas como
las que lleva a cabo Dominique Baqué que reducen lo performativo en el
trabajo de Sprinkle a una función psicológica o social, despsicologizar
estas propuestas y devolverles su estatuto de práctica estética42.
Como la colaboradora de Félix Guattari, Suely Rolnik advierte al hablar
del trabajo de la artista brasileña Lygia Clark, este carácter
terapéutico no entra en contradicción con la dimensión estética de la
obra, sino que la posibilidad de transformación psicológica o política
surge precisamente de su condición estética43.
En Public cervix announcement, Sprinkle muestra un diagrama de lo
que el discurso médico denomina “el sistema reproductivo y sexual
femenino” (ovarios, útero, cuello y trompas de Falopio). Transportando
esta cartografía médica hasta su cuerpo, introduce un speculum en
su vagina e invita al público a observar su útero con la ayuda de una
linterna. No es que la sexualidad se vea desprivatizada al acceder al
estatuto de espectáculo teatral, sino que la condición privada de la
sexualidad aparece aquí como un efecto del ocultamiento y la
naturalización de los procesos teatrales, técnicos y espectaculares que
la producen. Este gesto distorsiona el espacio y lo organiza como un teatro anatómico
en el que el espectador se convierte también en sujeto confesional y
objeto de escrutinio público: “se forma rápidamente una cola”, explica
Sprinkle, “como de beatos que van a recibir la comunión o de niños que
van a ver a Papá Noel. Cada persona puede mirar dentro de mí. Yo les
brindo un micrófono y les animo a que expresen sus impresiones.”44
La segunda vuelta de tuerca vendrá al incluir al espectador en este
espacio performativo, haciendo que el público tome conciencia de su
participación en el “dispositivo pornográfico”: “Me pongo sobre la cama y
adopto las poses estereotípicas de la pin-up, mientras invito al
público a tumbarse en la cama conmigo y a hacer fotografías.”45
Mientras que un espectador mira a través del speculum y habla, otro
filma la escena y así sucesivamente. Estrategias similares de
transformación y crítica de los límites políticos del espacio público
aparecerán en la película Herstory of Porn (1999), en las
intervenciones públicas de los grupos activistas pro-sexo COYOTE o PONY
en los que Sprinkle participa o en su obra posterior hecha en
colaboración con Elizabeth Stephens46.
Frente a la interpretación más extendida que busca retrotraer la
performance (el evento de su realización) al cuerpo de la artista,
críticas feministas como Amelia Jones o Peggy Phelan insisten en
subrayar la dimensión representativa y por lo tanto mediada, del cuerpo
en la performance. Como sugiere Amelia Jones de Interior Scroll, pieza
(por otra parte no tan distante del Public Cervix Announcement)
en la que Carolee Schneeman, saca un rollo inscrito de su vagina, “el
contacto directo del espectador con el cuerpo de la artista no asegura
un conocimiento de su subjetividad más directo que el que procura mirar
una película o un cuadro.”47 En el caso de Annie Sprinkle, la
performance tiene lugar en el espacio relacional que se establece entre
el cuerpo y sus técnicas de publicación (teatralización, registro,
codificación). Así por ejemplo, en Public Cervix Announcement no
se trata única y literalmente de ver el útero de Annie Sprinkle, sino
más bien de hacer que el espacio público (con sus leyes de acceso,
género, visibilidad y discurso) se extienda más allá de los confines
delimitados por la división tradicional entre privado y público, entre
pornográfico y no pornográfico, entre normal y patológico. El evento
performativo no se produce en el cuerpo de Sprinkle, sino en el
agenciamiento que se establece entre éste y la mirada pública, siempre
mediada tecnológicamente (speculum, cámara, video, etc.) y regulada por
una serie de convenciones.
Multiplicada por dispositivos técnicos de registro, codificación, repro- ducción y distribución, The Public Cervix
circula hoy entre cientos de imágenes (pornográficas o no) de la vagina
de Annie Sprinkle creando un espacio público de conflicto y
contestación en el que representaciones múltiples y diferentes discursos
compiten (en lo que Marla Carlson denomina “la pluralidad de
comunidades lingüísticas en las que opera”48) por producir,
por decirlo con Foucault, “ficciones del sexo”: “Creo que más de 25.000
personas han visto mi útero a veces rosado, a veces ovulando, otras
sangrando. Ya no suelo hacer esta performance, pero no desesperes, si
todavía quieres ver mi útero puedes hacerlo en la página web
www.heck.com/annie.”49
El resultado de esta confrontación es la producción de un nuevo tipo de
espacio, ni privado, ni público, podríamos decir, un espacio
pospornográfíco (posprivado y pospúblico) en el que se ponen de
manifiesto los dispositivos políticos que nos constituyen como cuerpos
sexuales y generizados.
1 Antonio Negri, “Maquiavelo y Althusser”, en: Louis Althusser, Maquiavelo y nosotros, Akal, Madrid, 2004, p.14–15.
2 2 Beatriz Colomina, Ed. Sexuality & Space, Princeton Architectural Press, New York, 1992; Diana Agrest, The Sex of Architecture, Harry N. Abrams, New York, 1996; Mark Wigley, White Walls, Designer Dresses, MIT Press, Cambridge, 1996; Jane Rendell, Barbara Penner y Iain Borden, Gender Space Architecture: An interdisciplinary introduction, Routledge, London y New York, 2000.
3 Uno de los ensayos de lo que hoy podríamos llamar “cartografías queer”
es el publicado por Michael
Moon y Eve K. Sedgwick en “Queers in (Single-Family) Space” (Assemblage,
1994) coincidiendo con la exposición Queer Space en Storefront for Art
and Architecture celebrada en Nueva York (Junio-Julio 1994). Ver
también: Aaron Betsky, Queer Space: Architecture and Same-Sex Desire, William Morrow and Company, New York, 1997; Christopher Reed, Bloomsbury Rooms. Modernism, Subculture and Domesticity,
Bard Center, New Haven, 2004; Joel Sanders, Stud: Architectures of
Masculinity, Princeton Architectural Press, New York, 1998; Douglas
Crimp, AIDS: Cultural Analysis/Cultural Activism, MIT Press, 1988; José Miguel G. Cortés, Políticas del Espacio. Arquitectura, género y control social, Iacc y Actar, Barcelona, 2005.
4 Algunas críticas a este
tipo de cartografías gay desde perspectivas lesbianas, trasngénero o
transexuales serán el fundador trabajo de Sally Munt titulado “The
lesbian flâneur” (en David Bell y Gill Valentine, Mapping Desire:
Geographies of Sexualities, 1995); Elspeth Probyn “Lesbians in Space.
Gender, Sex and the Structure of Missing” (Gender, Place and Culture,
Vol. 2., n. 1, 1995) y el más reciente Katarina Bonnevier, Behind Straight Curtains. Towards a queer feminist theory of arquitecture, Axl Books, Stockholm, 2007. Sobre la cultura transgénero y transexual ver por ejemplo: Viviane K. Namaste, Invisible Lives: The Erasure of Transsexual and Transgendered People,
Chicago, Chicago UP, 2000 ; Judith Halberstam y Del Lagrace Volcano,
The Drag King Book, Serpent’s Tail, Londres, 1999; Judith Halberstam, In a Queer Time and Place. Transgender Bodies and Subcultural Lifes, New York, New York UP, 2005; Pat Califia, Sex Changes. The Politics of Transgenderism, Cleis Press, San Francisco, 1997.
5 Aaron Betsky, Op.Cit, p. 5.
6 Aaron Betsky, Idem.
7
8 J.M. G. Cortés, Op.Cit., p. 162–3.
9 Rosalyn Deutsche, Agoraphobia” en: Evictions. Art and Spatial Politics, MIT Press, Cambridge, 1996.
10 Douglas Crimp, “Performance”. Ciclo de conferencias Ideas Recibidas, Macba, Registro oral. MP3. Consultable en: www.macba.es.
11 La obra de Carmela
García Chicas, deseos, ficciones, en la que se representan mujeres en
espacios públicos, aparece en este análisis como una excepción que
confirma la regla a la dificultad o modifica la tendencia topofóbica de
las lesbianas. Ver Cortes, Op.Cit., p. 166.
12 Gilles Deleuze, “Ecrivain non: un nouveau cartographe”, Critique, 1975, n.343, 1975, p.1223.
13 Ver: Robert Sasso y Arnaud Villani, Le vocabulaire de Gilles Deleuze, Vrin, Paris, 2003, p. 107.
14 Félix Guattari, Cartographies schizoanalytiques, Galilée, París, 1989.
15 Félix Guattari, Op.Cit., p. 9.
16 Félix Guattari, Op.Cit., p. 11.
17 Michel Foucault, Historia de la sexualidad, I. La voluntad de saber, México, Siglo XXI, 1977, p. 48–9.
18 Michel Foucault, Historia de la Sexualidad, Op.Cit., p. 60.
19 Michael Foucault, Les Anormaux, Gallimard/Seuil, Paris, 1999.
20 Este argumento es desplegado a través del análisis literario en : Eve K. Sedgwick, Between Men, Columbia UP, New York, 1985.
21 Eve K. Sedgwick, Touching Feeling, Duke, Durham, 2003, p. 6-7.
22 Eve K. Sedgwick, Op.Cit., 2003, p. 9.
23 Ver: Georges Didi–Huberman, La invención de la histeria. Charcot y la iconografía fotográfica de la Salpetriere, Catedra, Madrid, 2007.
24 Walter Benjamín, Ecrits Français, Folio Essais, Gallimard, Paris, 1991, p. 390.
25 Es así como Sprinkle se autodenomina en su biografía : Annie Sprinkle, Post-porn modernist. My 25 Years as a Multimedia Whore, Cleis Press, San Francisco, 1998.
26 Sobre esta constitutiva relación entre hacer y deshacer la identidad ver: Judith Butler, Deshacer el género, Paidós, Barcelona, 2006.
* Flâneur: El término flâneur
(procedente del verbo francés Baudelaire a finales del siglo XIX para
nombrar al nuevo paseante de la ciudad moderna y su modo de experimentar
el espacio urbano.
27 Annie Sprinkle, Op.Cit., p.24-25.
28 Kevin John Bozelka, Peter Lehman y Linda Williams, « An Interview with Peter Lehman and Linda Williams », The Velvet Light Trap: Number 59, Spring 2007, pp. 62-68.
29 Linda Williams, Hard Core, Power, Pleasure, and the “Frenzy of the Visible”, California University Press, Berkley, Expanded Edition, 1999, p. 299.
30 Jean-Luc Nancy, L’intrus, Galilée, Paris, 2000.
31 El Sprinkle Report no
era en realidad una revista (no existen los tres primeros números) sino
una publicación crítica escrita por una actriz porno que parodiaba el
“The Hite Report”, estudio psico–sociológico sobre la sexualidad
femenina publicado en 1976. Ver: A. Sprinkle, Op.Cit., p. 57.
32 Un trabajo similar,
cuyas connotaciones pospornográficas no son a menudo suficientemente
subrayadas es el de Itziar Okariz, “Mear en espacio públicos o
privados”, 2001-2006.
33 Esta serie fue censurada
en América por cargos de “obscenidad y sodomía” y Annie Sprinkle y
Willem de Ridder fueron encarcelados durante cuarenta y ocho horas por
ello.
34 34 Ver: Gayle Rubin,, “The Catacombs: A temple of the butthole”, en: Mark Thompson (ed), Leather-Folk, Radical Sex, People, Politics and Practice, Alyson Publications, Boston, 1991, pp. 119–141.
35 Este lugar se convertirá también en escenario cinematográfico y fotográfico primero para la película Crusing (con Al Pacino) y después para algunas de las fotografías del libro Sex de Madonna.
36 Vito Acconci, "Making
public: The writing and reading of public space", 1993. En: Lionel
Bovier y Mai Thu Perret (Ed.), Hétérotopies, JRP Editions, Genève, 2000.
37 Annie Sprinkle, Op.Cit., p. 160.
38 Annie Sprinkle, Op.Cit., p. 118.
39 Douglas Crimp, “The Photographic activity of Postmodernism”, en Cindy Sherman, October Files, 6, MIT Press, Cambridge, MA, 2006, p. 35.
40 Douglas Crimp, Op.Cit., p. 34
41 Uno de los antecedentes
de estos laboratorios de género era la escuela de travestismo creada por
la colaboradora de Annie Sprinkle, Veronica Vera. Ver: Veronica Vera, Miss
Vera’s Finishing School for Boys Who Want to Be Girls –Tips, Tales and
Teachings from the Dean of the World’s First Cross–Dressing Academy.
42 Dominique Baqué llega por ejemplo a preguntar si existe un interés artístico en este trabajo de Sprinkle. Dominique Baqué, Mauvais Genres. Erotisme, pornographie, art contemporain, Editions du Regard, Paris, 2002, p. 93–94.
43 Suely Rolnik. "¿El arte cura?", Cuadernos Portátiles, Macba, 2001, p.9–10.
44 Annie Sprinkle, Op.Cit., p. 165.
45 Annie Sprinkle, Op.Cit., p. 163.
46 Ver: www.loveartlab.org
47 Amelia Jones, “Presence
in Absentia: Experiencing performance as documentation”, Art Journal,
College Art Association of America, Winter, 1997, p. 3.
48 Marla Carlson, “Performative pornography: Annie Sprinkle reads her movies”, Text and Peformance Quarterly, 19 (July 1999), p. 239.
49 Annie Sprinkle, Op.Cit., p. 166.
Fonte: ARTILLERÍA INMANENTE
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